De mi abuelo Vero heredé un carácter afable y poco dado a la cólera.
De mi padre, la modestia y la hombría, que son las virtudes que mejor recuerdo de él.
De mi madre, en cambio, heredé la religiosidad, la generosidad y una tendencia a no obrar mal, a ni siquiera pensar mal; y también a llevar una vida frugal y poco apegada a las riquezas.
De mi bisabuelo heredé la costumbre de no discutir en público y de frecuentar los mejores maestros, consciente de que en tales asuntos no conviene reparar en gastos.
Estas palabras fueron escritas por Marco Aurelio hace casi dos milenios. La lista de reconocimientos sigue e incluye a familiares, amigos, tutores, profesores, aprendizajes y lecturas. El emperador romano inicia así sus Meditaciones. El que fue el hombre más poderoso de su tiempo empieza sus reflexiones transmitiendo una visión de la vida asentada en el agradecimiento y el sentido de herencia. En su obra no se vanagloria de sus éxitos políticos y militares (que fueron muchos), sino que nos muestra el camino hacia un ideal marcado por la sobriedad, la serenidad, el cumplimiento del deber y el servicio al bien común.
Teniendo en cuenta este ideario (imbuido de filosofía estoica), no es extraño que Russell Kirk viera en Marco Aurelio un precursor del pensamiento conservador. Para Kirk, el conservadurismo no es una ideología, sino una actitud ante la vida. Y, como ya explicamos en un artículo anterior, el padre del conservadorismo actual encontró en las Meditaciones un antecedente ilustre de esa actitud vital.
Homeschooling patricio
De Marco Aurelio se ha dicho que fue “una figura excepcional de hombre político y al mismo tiempo de hombre culto”. Heredero de Trajano y Adriano, fue el penúltimo emperador de la llamada dinastía Antonina. Para muchos historiadores su reinado representa el final de la edad de oro del Imperio romano. Después de él comenzó la decadencia.
Marco Aurelio se quedó pronto huérfano de padre y madre. Pasó a vivir con su bisabuelo en la mansión que tenía en el monte Celio. A los seis años fue elevado al orden ecuestre, un rango aristocrático que le obligaba a asistir a ceremonias rituales y banquetes pantagruélicos y a perderse los ratos de juegos. Esto hizo de él un muchacho taciturno y le llevó a desarrollar una cierta aversión por el boato y los excesos.
Desde muy pequeño mostró predilección por el estudio. Su bisabuelo, el respetado Catalino Severo, vio en el mozo unas cualidades fuera de lo común y se esforzó por proporcionarle la mejor educación posible. Obtuvo permiso para sacar al niño de la escuela pública romana y organizó para él un homeschooling patricio a cargo de discípulos de Séneca. Ahí Marco Aurelio empezó a conocer la filosofía estoica y se sintió fuertemente atraído por su ideal de virtud.
En plena adolescencia Marco decidió ser un filósofo de verdad, no quiso quedarse solo en el estudio. Pasó a vestir una túnica tosca y a dormir sobre unas tablas en el suelo. “Nada de bañarse a deshora, ni de alardear de edificios suntuosos, ni de preocuparse por las comidas, ni por los tejidos o colores de la ropa, ni por su aspecto corporal”, escribirá al final de su vida en sus Meditaciones.
En el antiguo Imperio, era relativamente habitual que los hijos de las familias nobles compatibilizaran la actividad pública en el foro o en el Senado con el estudio de la filosofía, la historia o la literatura. Y esto es lo que le tocó empezar a hacer mientras su tío (y padre adoptivo) Antonino Pío era Imperator de Roma.
Nuestro príncipe modesto tenía una clara preferencia por la vida filosófica. El poder imperial le daba verdadero pavor (horror imperii). Sin embargo, su sentido de la responsabilidad le llevó a asumir las obligaciones políticas y militares que le correspondían cuando fue nombrado emperador en el año 161 d.C.
La hora del emperador
Consciente de su misión como gobernante, Marco Aurelio no rehuyó el tomar medidas severas, hacer reformas y desplazarse a los lugares más conflictivos, ya se tratara de las guerras contra los bárbaros en las fronteras o de las rebeliones internas. También tuvo que lidiar con una plaga en Roma y con las inundaciones del Tíber.
Pese a que no renunció a ampliar las prerrogativas imperiales, buscó y consiguió una relación más estrecha con el Senado. En general, el sentimiento de respeto hacia el pasado y la veneración por las costumbres y doctrinas tradicionales estuvo siempre presente en el reinado de Marco Aurelio. Y se reflejó tanto en su actitud frente a la religión como en la forma de entender y dirigir la vida social y política del Imperio.
Marco Aurelio fue hijo de su tiempo. Aunque se preocupó por aliviar la situación de los esclavos y humanizó las leyes, no proclamó su libertad. Tampoco dudó en hostigar a los cristianos al comprender que su monoteísmo y su predisposición al martirio suponían un germen subversivo para la deidad del césar. Con total seguridad, si el emperador-filósofo hubiera nacido unos siglos más tarde su sensibilidad por estos temas hubiera sido distinta.
Lo que está fuera de toda duda es que, desde niño, Marco Aurelio se tomó la vida en serio. Probablemente, demasiado en serio. No aprovechó su cargo para tumbarse a la bartola. No sesteó en palacio. No cayó en la indolencia mariana ni escurrió el bulto ante los desafíos que amenazaban al Imperio. No tuvo pachorra ante la corrupción de las jerarquías. No se fumó un puro mientras leía el Marca y presumía de hacer política para adultos. Marco Aurelio cumplió sus promesas y estuvo a la altura del momento histórico que le tocó vivir.
Siempre creyó que un buen gobernante debía alejarse de una actividad frenética que no le dejara tiempo para la reflexión. Su ideal de la política queda claramente reflejado en un consejo que se da a sí mismo en sus Meditaciones:
“¡Cuidado! No te conviertas en un César; no te tiñas de púrpura, pues suele ocurrir. Mantente, por tanto, sencillo, bueno, sin tacha, respetable, sin arrogancia, justo, piadoso, benévolo, afable y firme en el cumplimiento del deber. Lucha para seguir tal como la filosofía quiso que fueras. Venera a los dioses, ayuda a los hombres” (Meditaciones VI,30).
Conforme al código estoico, Marco Aurelio aceptaba la realidad como un dictado natural que había que asumir con entereza. Para él lo importante era que cada ciudadano, fuera labrador o general, se entregase a su tarea con el corazón limpio y con buena predisposición de servicio a la comunidad.
Con sus aciertos y sus errores durante su reinado, es indudable que Marco Aurelio intentó siempre mantenerse a la altura de su deber y cumplir la consigna que se había dado a sí mismo: “muéstrate en todo como el discípulo de Antonino”.
La colmena y la abeja
Al enumerar los bienes supremos de la vida humana, Marco Aurelio sitúa en primer lugar la justicia, seguida de la verdad, de la templanza y del valor. Vivir según ellos es ser fieles a las exigencias de la vida racional y a la finalidad esencial de la Ciudad; deben ser preferidos, en cualquier caso, a las riquezas, al poder, a los placeres, a la fama (Meditaciones III, 6).
Marco Aurelio entendía que un buen ciudadano no debe asumir más funciones de las que le correspondían, pero tampoco menos. Para él, los esfuerzos individuales deben estar orientados al bien común. En la doctrina estoica, esto no era una carga, sino una fuente de satisfacción. Dado que los hombres son seres sociales, no es posible alcanzar la felicidad individual desentendiéndose de las necesidades de la Ciudad. “Goza y descansa con una sola cosa: tras hacer algo útil a la comunidad, cambia a hacer algo útil a la comunidad siempre con la divinidad presente” (Meditaciones VI, 7).
Y Marco Aurelio sigue: “Igual que formas parte sustancial de una comunidad cívica, cualquier acción tuya debe perfeccionar la vida cívica. Cualquier acto tuyo que no esté orientado, directa o indirectamente, a dicho fin comunitario, trastorna la vida, impide que permanezca como unidad y es sedicioso” (Meditaciones IX, 23)
Para Marco Aurelio, la participación activa en la vida pública exige, sobre todo a las clases privilegiadas, una serie de compromisos: el desinterés, la sensibilidad para percibir el auténtico bien de la comunidad, la voluntad de servicio y la decisión de hacer lo que es útil a la sociedad (Meditaciones, V, 6).
Este enfoque de la misión de las élites era tradicional en Occidente hasta hace cuatro días. Hoy casi causa sonrojo expresarla en voz alta. Hemos asumido como normal que la clase empresarial esté orientada exclusivamente al dividendo y que “los de arriba” no tengan ninguna obligación hacia “los de abajo”. Como bien diagnosticó Christopher Lasch en los setenta, las élites se han rebelado contra el pueblo. En las últimas décadas ha surgido una nueva burguesía urbana que se caracteriza por el cosmopolitismo, el esnobismo, el relativismo y un patriotismo cada vez más escaso. Parece, en fin, que nos tenemos que resignar a que la nobleza ya no obliga.
Sin embargo, Marco Aurelio tiene clara la mutua dependencia que hay entre clase dirigente y pueblo, entre individuo y comunidad: “lo que no conviene a la colmena, tampoco conviene a la abeja” (Meditaciones, VI, 54). El sentido común de esta máxima es incuestionable y, sin embargo, parece que hace tiempo que se ha olvidado.
Otra forma de estar en política
He tenido la suerte de leer a Marco Aurelio en unas semanas en las que el lodazal de la política se ha agitado con pequeñas intrigas de espionaje, sueños de grandeza y chantaje. En un momento en el que la vieja política vuelve a mostrar su rostro más feo, es más necesario que nunca recordar que hay modos nobles de gobernar.
Más allá de la hoguera de las vanidades, todavía es posible recuperar un sentido de la política como un servicio público orientado al bien común.
Las Meditaciones nos muestran otra forma de ser y otra forma de estar en política. No son las elucubraciones de un filósofo. Son las reflexiones de un emperador.