El profesor se mueve con tranquilidad por la sala, acompasando el movimiento de las manos a la cadencia de su paseo. Las paredes del aula están forradas de libros. Las baldas de las estanterías están combadas por el peso de las antigüedades y las piezas de artesanía. Una veintena de hombres y mujeres de lo más variopinto escucha con atención. Entre ellos hay estudiantes de periodismo, cargos del Partido Republicano y refugiados de Europa del Este y África que han tenido que huir de la persecución de las dictaduras comunistas.
En el cuerpo del profesor empiezan a hacer mella los años, pero su corazón sigue latiendo con la intensidad de un centinela de Pompeya. Russell Kirk, ese es el nombre de nuestro profesor, habla con pasión sobre lo permanente y lo verdadero. Causas por las que vale la pena luchar en una civilización que se desmorona.
La luz de la mañana entra a través de los cristales y se posa sobre una piedra de un monasterio medieval que reposa sobre una novela de Sir Walter Scott. El tiempo parece haberse detenido en ese remanso de paz. Sin embargo, el mundo exterior está a punto de estallar. Estamos en Estados Unidos, en 1972. La guerra de Vietnam se encuentra en su momento más encarnizado y a lo largo y ancho del país se ha desatado una guerra cultural sin precedentes. Las ideas sesentayochistas se han infiltrado en la universidad, el periodismo, la literatura y el cine. Estas ideas ejercen una poderosa labor de demolición con la estrategia de las termitas. La juventud se ve tentada por la moda hippy, la revolución sexual y las drogas.
Uno de los pensadores más conocidos de EEUU
Kirk aleja de su mente un pensamiento funesto y dirige su mirada hacia la ventana. Sonríe. En el jardín dos de sus hijas charlan con los últimos huéspedes que han acogido en Piety Hill: un vagabundo trotamundos y una mujer embarazada decidida a tener a su bebé a pesar de las presiones familiares. Todavía hay esperanza.
Russell Kirk ya es en estos momentos uno de los pensadores más conocidos del país. Muchos le consideran un baluarte del pensamiento conservador y un digno discípulo de Edmund Burke. La publicación en 1953 de su ensayo ‘The Conservative Mind’ le situó en el centro del debate político del momento. A esta obra le seguirán una treintena de libros más, cientos de ensayos periodísticos y muchos relatos cortos de ficción.
Entre las amistades de Kirk se encuentran numerosos políticos del máximo nivel, reputados empresarios y líderes internacionales. Teniendo en cuenta su nivel de influencia, casi nadie entiende que se mantenga alejado del centro de negocios de Nueva York y los círculos de poder de Washington. Sin embargo, Kirk se muestra tozudo y no piensa salir de Piety Hill, la casa de tres plantas a la que él denomina «el último hogar de Occidente».
Una biblioteca en una fábrica de juguetes
Hace casi dos décadas que Kirk, desanimado por la decadencia del sistema educativo, había renunciado a su puesto de profesor en el Michigan State College y se había instalado en Mecosta, un pequeño pueblo de leñadores fundado por sus antepasados puritanos. Allí convirtió el antiguo caserón de sus bisabuelos en un hogar familiar abierto a los jóvenes con inquietudes políticas, inmigrantes y necesitados de todo el mundo. Kirk amaba las cosas hechas a mano y repudiaba las máquinas. Las habitaciones estaban decoradas con muebles antiguos y ornamentos rescatados de los planes de reordenación urbanística de Detroit. Nunca quiso que en su casa entraran la radio ni la televisión. Por eso, siempre decía con una sonrisa que Piety Hill era un santuario contra el Progreso. En la antigua fábrica de juguetes instaló su descomunal biblioteca y fundó un centro de estudios conservadores.
Piety Hill era un centro de peregrinaje para estudiantes y pensadores de todas partes del mundo. Los periodistas que se acercaban para hacer una entrevista al coloso del pensamiento conservador volvían a sus redacciones desconcertados. Kirk no tenía nada que ver con el estereotipo del conservador estadounidense, es decir, un hombre de negocios, conformista y egoísta, que dedica su tiempo a idear nuevas formas de opresión para hacerse más rico. Kirk era una persona afable, amante de las historias de fantasmas y acostumbrada al debate de ideas. Para él, la misión de los conservadores no era la búsqueda del poder y el dinero, sino la de cuidar, preservar y fomentar lo bueno, lo verdadero y lo bello de este mundo.
Llegados a este punto nos preguntamos: ¿cómo ha llegado un profesor universitario de Detroit a huir del mundo y fundar una especie de casa de la pradera en versión conservadora?
Junto a las vías del tren
Kirk no siempre fue Kirk. La evolución de su forma de ver el mundo es una de las aventuras intelectuales más apasionantes del siglo XX. En sus textos políticos encontramos algunos episodios autobiográficos que explican este viaje.
Muchos de los que peregrinaban a Piety Hill preguntaban a Russell Kirk en qué momento había decidido hacerse conservador. Él siempre respondía que no había ‘decidido’ nada, que simplemente había ‘comprendido’ que lo era. Kirk identifica con claridad uno de los primeros momentos de su infancia en que intuyó en qué cosas iba a poner su corazón. Una tarde de domingo, él estaba echado con su padre a la sombra de unos grandes árboles. Se encontraban en una colina desde la que se veía el estanque del molino de su pueblo. Ahí recuerda haber pensado en la paz y la belleza de todo lo que le rodeaba y en lo viejos que eran esos árboles. Kirk se encontró deseando que jamás cambiara nada de ese rincón del mundo. Nuestro pensador cristaliza en este instante el principal impulso conservador: la aspiración al orden y la permanencia, en el ámbito personal y en el de la república.
Kirk nació cerca de las vías del tren en Plymouth (Michigan) en 1918, en el seno de una familia escocesa de origen puritano. Su padre era ingeniero de ferrocarriles y dio a su hijo una educación típicamente puritana, basada en una interpretación rigurosa de la Biblia, en una concepción individualista de la persona y en un firme sentido del deber y la responsabilidad.
Converso al catolicismo
En su primera juventud, Kirk se alineaba con el pensamiento libertario (que en Estados Unidos equivale a una especie de anarco-capitalismo). De hecho, tras la influencia que le causó leer Nuestro enemigo, el Estado, Kirk mantuvo una larga correspondencia con su autor, Albert Jay Nock. Sin embargo, con los años Kirk irá evolucionando hacia un conservadurismo de raíz tradicionalista. Mantendrá su rechazo al colectivismo y la burocracia, pero la defensa de la libertad individual a ultranza cederá ante una visión en el que la libertad individual solo puede desarrollarse de forma ordenada en una sociedad cuyas instituciones están fundadas sobre sólidos valores morales.
Kirk sostiene que, desde Egipto, India o China, todas las civilizaciones de la historia se han desarrollado en torno a una religión compartida. Esta verdad histórica se le hizo patente en una visita al Instituto de Arte de Chicago. En ese museo había una exposición con varias reproducciones en miniatura de edificios representativos de una ciudad. En la última vitrina se exhibía el modelo de una catedral gótica. El texto al pie del edificio decía: «Esta exposición culmina apropiadamente con el templo mayor, centro de toda actividad humana, madre de la arquitectura y las otras artes, corazón y fuente de civilización». En ese momento, Kirk comprendió que ese pequeño letrero contenía una gran verdad. Quedó conmocionado, porque, según él reconoce, en esa época él era un laicista integral que no estaba bautizado ni formaba parte de ninguna iglesia. Kirk pasó a defender en los años siguientes que los pueblos que han sido visitados por la fe pueden vivir juntos en relativa paz. Sin creencias religiosas, sin hábitos morales compartidos, los hombres volverían a convertirse en lobos.
Para Kirk, la civilización occidental es hija de la cultura de la Iglesia. Por eso el declive de la fe cristiana explica la decadencia de nuestra civilización. En el plano personal, la honestidad y coherencia de su aventura intelectual acabará llevando a Kirk a convertirse al catolicismo.
Leyendo a Marco Aurelio sentado en una duna
La imaginación juega un papel muy importante en el pensamiento de Russell Kirk. Para él, a la larga, el rumbo de las naciones no lo marcan los políticos de turno ni los grandes gestores o empresarios que aparecen en los periódicos. Es la imaginación la que conduce la historia y, por tanto, son las personas capaces de modificar nuestras ideas y sentimientos quienes realmente tienen la capacidad para determinar los órdenes moral y cívico social.
Según explica Kirk en sus ensayos, dentro de las personas que han forjado su imaginación se encuentran algunos personajes históricos a quienes él atribuye un talante conservador. En su lista de «conservadores ejemplares» encontramos perfiles tan diversos como el orador Cicerón, el emperador Marco Aurelio, el presidente Roosevelt, el ensayista Richard Weaver o la escritora Freya Stark. Todos ellos comparten un apego común por las cosas permanentes y el valor de afirmar que hay una verdad por encima de nuestros caprichos subjetivos.
Al plantearse cuáles fueron algunas de sus principales influencias políticas, Kirk se remonta de nuevo a sus años de infancia. Recuerda como una vacuna contra la Modernidad un paseo con su padre, junto a las vías del tren, charlando sobre la Historia de Inglaterra contada a un niño, de Dickens. O las tardes en que iba al cine de la mano de su abuelo y éste era el único espectador de la sala que rompía a aplaudir cuando salía Roosevelt en el noticiero previo a la película. Sus lecturas de juventud también dejaron huella en su espíritu. En sus ensayos, Kirk rememora los días de instituto en que descubrió cómo Cicerón pagó con la muerte su oposición a una revolución militar para defender la constitución romana. También guarda un grato recuerdo del primer año de servicio militar en el que leyó las Meditaciones de Marco Aurelio sentado en una duna del desierto. Tiempo después, Kirk comprendería que este fue un emperador «conservador» por su defensa del cumplimiento del deber incluso en las condiciones en que la victoria parece imposible.
Detroit, capital del crimen
Kirk supo encontrar el latido conservador en los lugares más insospechados. Para él, el conservadurismo es una actitud ante la vida y no una ideología. Por eso la historia, las novelas o los relatos de viajes podían alimentar la imaginación conservadora con más provecho del que pueden obtener los marxistas al diseccionar El Capital.
Otra de las experiencias que marcaron el ideario de Kirk fue la contemplación del deterioro de Detroit tras la llegada de la General Motors y otras grandes compañías. El pensador vivió en esta ciudad varios años como estudiante y como profesor. Él vio cómo el centro de Detroit se demolía para levantar el Renaissance Center, un complejo urbanístico junto al río que incluía rascacielos, hoteles y centros comerciales. En estos gigantes edificios modernos nadie conocía a nadie y la relación vecinal muchas veces se reducía a un apático saludo en el ascensor. También vio cómo los distritos históricos eran desfigurados para adaptarlos a los planes urbanísticos ideados por burócratas. En la periferia, los trabajadores eran evacuados de sus hogares y reubicados en viviendas sociales para dejar espacio libre a las nuevas industrias. Desde la azotea del hotel Detroit Plaza Kirk podía otear millas de decadencia a su alrededor. En cuestión de décadas, se había degradado el paisaje urbano, la vida social y las costumbres de Detroit. Los barrios se habían convertido en colmenas humanas y miles de norteamericanos pasaron a convertirse en proletarios desarraigados u ociosos de mala vida. La ciudad que había sido conocida como la «reserva de la democracia» americana acabaría convirtiéndose en la capital del crimen.
Kirk comprendió que una economía centrada en la búsqueda de la eficiencia y el beneficio, pero sin una base ética, acaba siendo letal para el orden público y los lazos comunitarios. Kirk fue toda su vida un firme detractor del socialismo y el comunismo, pero no ahorró críticas al capitalismo por su falta de humanidad. En un mundo dividido en dos bloques, él abogó por una tercera vía en la línea de Wilhelm Roepke. Este pensador alemán propugnaba una economía social de mercado basada unidades pequeñas como granjas familiares, cooperativas y comercios tradicionales, en contraposición a los sistemas que promueven la producción masiva. Kirk señaló con convicción de la economía humanística de Roepke como una fuente de inspiración para alimentar la imaginación conservadora.
El otro ‘Imagine’
Pero dejemos Detroit y volvamos a Piety Hill. A 1972. Ese año la canción estrella es Imagine, de John Lennon. En ella un multimillonario toca el piano mientras nos invita a imaginar un mundo sin países ni religiones. Imagina que no hay Cielo. Imagina que no hay nada por lo que matar ni morir. Imagina a todo el mundo viviendo el presente.
En Piety Hill no suena esa canción. En toda la casa no hay ni una radio ni una televisión. Pero esta mañana de primavera se escucha la clara voz de Russell Kirk. En estos momentos, Kirk se dirige a los jóvenes que se han acercado a escucharle desde ambos lados del Telón de Acero.
Kirk lo dice con otras palabras, pero en su discurso se concluye que cuando no hay religión, los hombres se vuelven lobos. Que cuando no hay nada por lo que morir, tampoco hay nada por lo que vivir. Y que cuando no hemos dejado nada en pie por encima de nuestras cabezas, acabamos conformándonos con vivir sin más horizonte que el día a día.
Los que mejor comprenden al profesor son los refugiados políticos de las dictaduras comunistas. Ellos no necesitan imaginar un mundo sin fronteras, sin religión y en el que la gente se limita a subsistir día a día sin poder hacer planes para el mañana. Lo conocen bien. Han huido de ese mundo y no quieren regresar a él.
La hora de los «conservadores con imaginación»
El mensaje que Kirk tiene esta mañana para los jóvenes es una llamada al compromiso político y a la imaginación como fuerza movilizadora. Los valores permanentes están siendo objeto de crítica, parodia y ataque con una furia nunca vista antes en la historia. De ahí que la gente que aprecie los valores permanentes deba pasar a la acción. Es la hora de los «conservadores con imaginación».
Puede que pienses que soy un soñador, pero no soy el único, decía John Lennon al final de su canción. En eso Lennon tenía razón. Ni él ni los suyos tenían el monopolio de los sueños.
En esos mismos momentos, en un refugio en una pequeña aldea de leñadores un antiguo profesor y sus alumnos voluntarios sueñan que otro mundo es posible. Ellos saben que a los conservadores de hoy no les vale sólo con una memoria de largo alcance, también necesitan una imaginación potente.
Que los ordenadores no sustituyan a los poetas
Kirk nunca cayó en el pesimismo tan propio de los «conservadores letárgicos». Él en todo momento mantuvo viva la esperanza en que las sociedades occidentales son capaces de reaccionar y regenerarse. En algún lugar dejo escrito su particular versión del Sí se puede:
«No es inevitable que debamos someternos a una ‘vida en la muerte’ social, hecha de aburrida uniformidad e igualdad. No es inevitable que saciemos todos nuestros apetitos con fatigada hartura. No es inevitable que rebajemos nuestra pedagogía al menor común denominador. No es inevitable dejar que la obsesión con las comodidades animales acabe borrando la creencia en un orden trascendente. No es inevitable que los ordenadores sustituyan a los poetas».
En cierta ocasión, un cantante punk (T.V. Smith) reprochó a Kirk que viviera el conservadurismo con la vehemencia de los revolucionarios de izquierda. Nuestro filósofo no lo negó. Simplemente asumió que, en la época actual, el pensamiento conservador debía tomar algunas característica externas del pensamiento radical.
Tal vez eso explique el despertar de la sociedad estadounidense en los años siguientes. En los manuales de historia contemporánea, el periodo que, en los años 80, sucedió a la revolución sexual y la contracultura se denominó la ‘Revolución Conservadora’.
Y es que en un mundo al revés, la cordura es revolucionaria. Hay revueltas razonables que pueden empezar en el último hogar de Occidente.