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Lejías en pie de guerra

Recogida de alimentos en Vallecas (Madrid) organizada por la Plataforma Patriótica Millán Astray. | Fernando Díaz Villanueva

Decía Orson Welles, el cineasta, que, en España, la aventura estaba a la vuelta de la esquina, de cada esquina. Y qué buena frase para salir a la calle cada mañana, siquiera autoengañado, en busca de historias de esas que hacen que el café se te quede frío. La esquina de hoy está en Vallecas, en el mismo barrio que el puente, el estadio del Rayo y, de unas horas acá, el supermercado más famoso de España. Aunque más que de una esquina, deberíamos hablar de una plazuela frente a una parroquia, la de San Ramón Nonato.

Allí, en perfecto estado de revista, o más o menos, hay apostado un grupo de veteranos de la Legión, encuadrados todos bajo la bandera con forma de roll up de la Plataforma Patriótica Millán Astray. Se trata de una plataforma nacida en el fragor de la batalla de la memoria histórica, esa por la cual muchos ayuntamientos, especialmente los del cambio, viven más pendientes de lo que pone en las placas de las calles, que del alumbrado, la limpieza y la seguridad en esas mismas calles.

Uno de los consistorios que con más empeño se ha apuntado a la reescritura de la Historia es el de Madrid, el cual ha procedido a la retirada del nombre de medio centenar de calles, previo dictamen de una comisión generosamente financiada con fondos públicos. Uno de los nombres que ha ido a criar polvo a algún almacén municipal es el de José Millán Astray, fundador de la Legión.

Vallecas legionaria

Y, claro, sus hijos, casi tan numerosos como los de San Luis, han puesto el grito en el cielo, y en los plenos, y en las plazas, y en los medios, y hasta en los tribunales. Pero qué van a hacerle ellos, los lejías, si están obligados por un viejo espíritu de unión y socorro a acudir raudos y veloces a defender al legionario -en este caso, el fundador- que pide auxilio, sea donde sea, con razón o sin ella.

Para reivindicar la memoria de Millán Astray, cualquier ocasión es propicia, como una recogida de alimentos con destino a un comedor social en pleno corazón de Vallecas. La convocatoria podría interpretarse como una provocación de la plataforma, pues en el imaginario urbano Vallekas, con k, es territorio bukanero, con k también, esto es, feudo de la izquierda antisistema y callejera.

Pero qué va. La vinculación de Millán Astray con el barrio viene de antiguo, según sus legionarios. Así, al acabar la guerra, el fundador del Tercio se volcó con una de las zonas más castigadas de la ciudad, llevando ropa y alimentos y también donativos que le daban las grandes señoronas de la capital. Hasta un banderín de enganche llegó a haber en Vallecas. Por no hablar de que algunos de los lejías hoy presentes en la convocatoria han acudido por su propio pie, por ser vecinos del barrio, sin necesidad de coger el coche o hacer transbordo en el metro. ¿Vallekas bukanera? Vallecas legionaria.

Ni un romano ni un cartaginés muerto

Eso sí, que nadie piense que la recogida de alimentos derivó en batalla campal, como pudo hacer presagiar a alguno un furgón de los antidisturbios hasta allí desplazado. Los de azul mazado eran la consecuencia de pedir permiso la plataforma a la Delegación del Gobierno. Antes lo solicitaron al Ayuntamiento de Carmena -¡ay, Carmena!- pero todo fueron trabas. A pesar de los pesares, la recogida fue un éxito, con más de 1.000 kilos de alimentos para el comedor de la parroquia, y ni un romano ni un cartaginés muerto, ni siquiera descalabrado.

Y, bueno, hasta aquí la crónica del acto, a todas luces insuficiente, ¿verdad?, para que el café se quede frío. La hermosa idea del viejo Orson de la aventura a la vuelta de cada esquina ha resultado eso, una hermosa idea. Para resolver la papeleta, habrá que recurrir a otro cineasta, José Luis Garci, que dice que siempre que entra en una cafetería, imagina una película en cada una de las mesas. Y quien dice una cafetería, dice la calle, o el metro, o un banderín de enganche de la Legión.

Aquí la breve biografía urgente de tres veteranos de la Legión, Guillermo Rocafort, Jesús Cañadas y el Teniente Coronel Recena, presentes los tres en el lío de Vallecas y en muchos líos más.

Guillermo Rocafort: un universitario a paso de legionario

Guillermo Rocafort. | Fernando Díaz Villanueva

Más que un nombre, el suyo parece un seudónimo de escritor de novelas históricas. Y aunque es autor de algunas, Guillermo Rocafort es su verdadero nombre, como puede leerse en su DNI, en sus títulos de licenciado en Económicas y Derecho, y en su ficha de la Legión, a la se alistó en 1993.

Lo curioso es que Rocafort nunca pensó en ser legionario, hasta cinco minutos antes de firmar. La cosa fue como sigue. Recién acabada la carrera de Económicas, y después de agotar todas las prórrogas, finalmente se incorporó a filas, para cumplir con el servicio militar obligatorio o mili. Aunque había elegido destino lo más cerca posible de casa, o sea, Madrid, lo mandaron a Melilla, en concreto, a un cuartel de caballería.

Allí pasó una sola noche, pues a la mañana siguiente les llevaron a todos al Tercio, por si alguno se quería alistar. Guillermo quedó impresionado con el trato, el buen trato, que los legionarios les dispensaron a él y a sus compañeros, pero no lo suficiente como para firmar, cosa que, sin embargo, hizo en el último momento, como queda relatado, y desoyendo a los que le habían aconsejado que no lo hiciera, advirtiéndole de que la supuesta camaradería era solo un anzuelo para picar, como si de allí nadie saliera con vida o la cabeza en su sitio. Ya sería menos.

Cierto es que el campamento, dos meses, fue de una dureza extrema, a la que no quedaba sino adaptarse. Pero cierto es también que, tras la instrucción y la posterior jura de bandera, a Rocafort le dieron el mejor de los destinos, en la plana mayor del mando, tal como le habían prometido cuando le preguntaron si tenía estudios universitarios y respondió que sí. ¿Qué sentido tenía mandar a arrastrar cañones a un licenciado en Económicas, pudiendo sacar de él más partido en una oficina? De cada cual según sus capacidades. Esto explicaría que a Guillermo le dieran todas las facilidades para seguir estudiando, sacándose curso y medio de Derecho por las tardes, llegando incluso a examinarse vestido de legionario.

Y fue así que Guillermo Rocafort se sintió en deuda con el Tercio. Si no, ¿de qué iba él a dar la cara por el fundador en platós de televisión, foros de memoria histórica, mesas petitorias y plenos municipales?

Jesús Cañadas: la Legión le salvó

Jesús Cañadas. | Fernando Díaz Villanueva

Con solo 12 o 13 añitos, ya estaba Jesús Cañadas trabajando en la construcción, así que es absurdo imaginárselo, años después, licenciándose en carrera alguna. Su universidad, por tópico que suene, fue la de la calle. ¡Y qué calle! Las de una barriada –Tiana, Barcelona– en la que, como en tantas otras, ya galopaban desbocados los dos grandes jinetes del Apocalipsis de los 70 y los 80: el paro y la droga.

De los rigores del primero pronto tuvo noticias Jesús perdiendo su empleo y viéndose condenado a la ociosidad, allá donde se daban cita mañana, tarde y noche las malas compañías. El joven Cañadas bien pudo ser figurante -fue amigo del Vaquilla– en una de esas cintas de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma sobre quinquis de extrarradio que, por matar el tiempo y subvencionarse los picos, robaban 127s y pegaban tirones a las señoras.

Si finalmente no se tiró por el barranco de la heroína y la delincuencia, fue porque en su camino se cruzó un legionario sesentón, flaco como él solo, con el cuerpo lleno de tatuajes mal hechos y unas barbas que le llegaban hasta la mesa donde, sentado, tomaba nota de los que se querían alistar.

Ya llevaba tiempo Jesús dándole vueltas a la idea del ejército, donde hubiera ingresado a los 16 de no negarle su padre la firma, con lo que tuvo que esperar hasta los 18. Su primera opción, sin embargo, nunca fue la Legión y sí la Brigada Paracaidista. Pero eran tantos los papeles que le pedían que, alérgico a la burocracia como era, desistió. No así en la Legión, no así, donde, en lugar de preguntarle cómo se llamaba, aquel viejo lejía de los tatuajes y las barbas le preguntó cómo le gustaría llamarse. Eran todavía los tiempos en los que, alistándose, uno podía empezar de cero, como el protagonista del hermoso himno de amor y guerra, ese cuya letra dice «nadie en el Tercio sabía quién era aquel legionario…».

Y hasta Ronda se fue Jesús. Aquel era el lugar al que, quizás sin saberlo, había estado encaminándose toda la vida. Y eso que no tardaron ni 24 horas en bajarle sus aires de chuleta de barrio y campeón de futbolín. Pero no por la vía de la novatada, que en la Legión nunca se estiló la distinción entre quintos y veteranos. Allí todos eran legionarios, solo que tal condición no se suponía, sino que se probaba.

¿Cómo? Acortando la distancia con el enemigo, no abandonando jamás a un compañero, acudiendo los primeros al peligro, no quejándose, no contando los días, ni los meses, ni los años, cumpliendo siempre con el deber. Por resumirlo de manera gráfica, viviendo en continuos amoríos con la muerte.

Ahora bien, que hicieran de él un legionario, no significa que hicieran también un santo. De Ronda a Fuerteventura le mandaron, castigado, por haberla liado parda una noche en Marbella. Allí, en Fuerteventura, le tocó hacer otra vez el campamento, solo que reduciéndose al máximo las posibilidades de escaqueo, pues siendo cuatro los castigados, entre ellos un alemán de más de dos metros, tenían todo el día encima a un teniente, un sargento, dos cabos y dos auxiliares. La próxima vez que quisiera pasarse de listo, se lo pensaría dos veces.

Tres fueron los años que Jesús Cañadas firmó con la Legión y tres los años que vistió su uniforme, hasta 1985. Si bien mirado, nunca se licenció del todo, pues tan pronto regresó a Barcelona, se unió a la Hermandad de Caballeros Legionarios de allí, de la que llegó a ser su presidente, y en los años de más follón, con Ada Colau de alcaldesa y el prusés en todo su paroxismo. Bajo el mandato de Cañadas, de justicia es reconocerlo, los veteranos de la Legión salieron a la calle con sus símbolos y sus canciones, sin que, a su paso, nadie se atreviera a ultrajar la bandera de España.

¡Ah! A Jesús Cañadas, en el Tercio, le llamaban ‘El Guerrillero’; y hoy como ayer, sigue haciendo la guerra por su cuenta, el tío.

Teniente Coronel Recena: legionario de la cuna a la tumba

Teniente Coronel Recena. | Fernando Díaz Villanueva

Y vamos ya con el más veterano entre nuestros veteranos, el Teniente Coronel Recena, hijo y nieto de legionarios, y legionario él mismo. Su infancia son recuerdos de un poblado para la tropa casada en Tauima, cerca de Nador, en el antiguo protectorado español de Marruecos. Son recuerdos también de una abuela que convertía el agua en vino, y en el relato no hay irreverencia ni exageración, en todo caso un correcto manejo de ciertos productos químicos por parte de la buena mujer.

Hemos hablado de «exageración», la piedra más fácil de tropezar cuando se incurre en el intento de contar la vida, ciertamente asombrosa, de Recena. Así, en la ronquera de su voz nos gustaría ver los excesos de tantísimos años echándole napalm en el desayuno, cuando la causa es otra mucho más prosaica y dolorosa: un cáncer. Y lo mismo las cicatrices de su cara, en nuestra imaginación rojas insignias al valor obtenidas en algún combate, pero en realidad provocadas por la ventana de un cuarto piso desprendida por el viento y rota en pedazos al chocar contra un reborde, uno de los cuales fue a clavarse como un hachazo en la cara de un Recena adolescente.

Exageraciones así las puede llegar a tolerar, por bienintencionadas, Recena, no así las que le pintan como un soldado indisciplinado, pues uno de los espíritus del credo de Millán Astray es obedecer hasta morir, y nuestro Teniente Coronel es legionario de la cuna a la tumba. Cosa distinta, y que nada tiene que ver con la indisciplina, es que alguna vez haya actuado por su cuenta, sin esperar órdenes, pues en la inmediatez le iba su vida y la de sus hombres, como cuando en Bosnia Herzegovina vació medio cargador contra la ventana de un francotirador.

En esa misma guerra, por cierto, Recena dio pruebas de su feroz y ciega obediencia, por ejemplo, cuando, de Teniente, se le ordenó ocupar con un convoy de vehículos una plaza en Mostar, de tal manera que los contendientes vieran la bandera de Naciones Unidas. Las balas silbaron durante días, pero Recena hizo oídos sordos, sin mover la posición un milímetro. Hoy, esa plaza es la Plaza de España, y a nuestro legionario solo le hubiese cabido un honor igual o mayor si la llevase el nombre de Millán Astray.

Bosnia, pero también Irak. Y Melilla. Y Ronda. Y Fuerteventura. Y Almería. Destinos todos de indudables reminiscencias legionarias. Bueno, y también San Sebastián, adonde fue enviado por un error burocrático y donde permaneció un año en una oficina del Gobierno Militar, él, que jamás se había puesto a los mandos de un ordenador, toda una vida dando panzadas y pegando tiros. Oficina, a propósito, donde se acumulaban los expedientes de los insumisos de la ETA y otras malas hierbas, y que Recena mandó ordenar por fechas y a la voz de ¡ar!

Y para demostrar que no les tenía miedo, ni a los niños de Jarrai ni a sus mayores de Herri Batasuna, todos los días se dejaba ver el legionario por los bares del casco antiguo, vestido de faena, y con la mano acariciando la pistola, como en las películas del oeste. Dice Recena que en su vida conoció a gente tan amable, dejándole la mitad de la barra para él solo. Años después, eso sí, su foto aparecería entre los papeles incautados a un comando itinerante. Pero ¿y qué si le hubieran descerrajado un tiro en la nuca? Al fin y al cabo, la posibilidad le iba en el sueldo y, sobre todo, en el credo. Peor hubiera sido, para un lejía como él, pedirse una baja psicológica.