A mediados del siglo XVI el rey de España era el monarca más poderoso de la cristiandad. Sólo dos borrones ensombrecían su gloria: la revuelta de los protestantes en Alemania y Flandes y la amenazadora presencia del turco en el Mediterráneo.
Lo de los luteranos era una inacabable sangría que terminó por costarle un riñón. Con los alemanes se llegó a un medio acuerdo. Los holandeses, sin embargo, eran mucho más porfiados y hasta que no se salieron con la suya no pararon de incordiar.
En el Mediterráneo la cosa quedó en tablas, y dando gracias, porque el empate se logró en Lepanto. Una recordada batalla que en palabras de Miguel de Cervantes, que se dejó el brazo en ella, fue “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. No fue para tanto, aunque es cierto que Lepanto constituye la plusmarca naval española, nunca una batalla librada en el mar ha dado tanto que hablar. Y no es para menos. Veamos por qué.
¿Qué propició la batalla de Lepanto?
La batalla empezó a cocinarse unos años antes, frente a las costas de Almería. Tras conquista de Granada los Reyes Católicos no expulsaron a todos los musulmanes que vivían en sus reinos. Los dejaron tranquilos a condición de que se convirtiesen al cristianismo, cosa que, naturalmente, no hicieron o hicieron a medias. Esta comunidad de moriscos era especialmente numerosa en Andalucía y Levante. Se deslomaba a trabajar en el campo mientras soñaba con la vuelta del califa y el fin de la insoportable opresión cristiana. Sus primos del otro lado les insuflaban esperanzas en visitas relámpago de corsarios argelinos que, a traición, realizaban incursiones costeras en las que arrasaban los pueblos y se llevaban cautivos. El más célebre de todos estos corsarios era un moro llamado Luchalí. Infundía tanto pavor que las madres amedrentaban a los niños con sólo mentar su nombre. Al final, los moriscos españoles, crecidos por el poderío que demostraban los piratas de Alá, se levantaron contra Felipe II en las Alpujarras granadinas con tal virulencia que al rey le llevó dos años sofocar la revuelta.
Este fue el primer compás, el segundo y definitivo tuvo lugar un año después de la rebelión de la Alpujarra. Los turcos andaban muy envalentonados, sus dominios se extendían desde el Tigris hasta el Danubio y eran los amos del Mediterráneo oriental. Durante décadas habían respetado a los venecianos, habilidosos comerciantes con los que mantenían una fluida relación hasta el punto de que les permitían disponer de bases de avituallamiento en la isla de Chipre. En 1569 el sultán Selim II decidió que ni eso, invadió Chipre, largó a los venecianos y puso sus ojos en el sur de Italia. Y hasta ahí llegaron porque Italia era una finca española. Felipe II empezó a preocuparse en serio y se lo hizo saber al Papa Pío V, para que llamase a una alianza de príncipes cristianos que plantase cara a estos sarracenos que, a poco que se les dejase, se pondrían a las puertas de Roma como los nuevos bárbaros. A esa alianza se la llamaría Santa Liga.
Pío V, un tipo beato y rezador, acogió con agrado la idea del rey de España y fue contactando, uno a uno, a todos los monarcas de la cristiandad para que dejasen las rencillas a un lado y se uniesen en esta cruzada. Francia se negó porque con España no quería ir ni a cobrar, los príncipes alemanes se hicieron los suecos alegando que bastante tenían con lo suyo. Los protestantes, entretanto, que se habían separado de Roma se frotaron las manos fantaseando con el negro porvenir que le esperaba a los católicos. Las gestiones papales no prosperaron mucho. Aparte de la propia España, un sólo Estado se había comprometido en firme con la alianza: la República de Venecia, por interés lógicamente, supuraban por lo de Chipre y pensaron que quizá así recuperaban la plaza. Pío V no se vino abajo, convencido de que la Providencia –y el oro de la Indias– ayudarían en el lance, envió un mandado a Madrid donde Felipe II dispuso que la flota se reuniese a finales del verano de 1571 en Sicilia.
Los preparativos
Deseo del rey fue que la flota la mandase uno de los suyos, tan suyo que se trataba de su propio medio hermano: Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos I a quien, por causa de su bastardía, había criado, con el nombre de Jeromín, un mayordomo real en Leganés, un pueblo cercano a la Corte. Juan de Austria era por entonces un joven y prometedor militar, pero mucha experiencia no tenía. Los venecianos enviaron a Sebastiano Veniero, un marino de raza, malhumorado y pendenciero. El Papa, que como promotor algo tenía que poner aparte de la bendición, contrató a un veterano mercenario llamado Marco Antonio Colonna. Las discrepancias entre Juan de Austria y Veniero no tardaron en aflorar. Al veneciano le sobraba carácter y no llevó nada bien ponerse a las órdenes de un barbilampiño español.
Por suerte, Felipe II había enviado para asistir a su hermano al legendario Andrea Doria junto a una cohorte de los más bravos capitanes españoles: los castellanos Álvaro de Bazán y Gil de Andrade o los catalanes Juan de Cardona y Luis de Requesens, es decir, lo mejor que tenía entonces la Armada. A la flota no le faltó en esta ocasión ni estrategas navales de la talla de García de Toledo, perspicaz marino gracias al cual, siendo menor y peor dotada la flota de la Liga, se impuso a la turca. Al ingenio de García de Toledo, se debió, por ejemplo, que las naves cristianas rompiesen con la tradición de usar el espolón de proa para acometer a los navíos enemigos. El estratega español pensó, con muy buen tino por cierto, que liberando la proa podían utilizarse sus cañones para barrer la cubierta del oponente. Idea de García de Toledo fue también llevar el combate lo más cerca posible de la costa, lo que causó numerosas bajas en el bando turco. Muchos marineros otomanos, que no estaban por la labor de dejarse el pellejo en la refriega, se echaron al agua en pleno combate para ganar la costa a nado, una costa que además les pertenecía ya que el golfo de Lepanto está en la actual Grecia que, por entonces, era parte del Imperio otomano.
Comienza la contienda
La armada de la Santa Liga abandonó el puerto de Mesina en septiembre con idea de encontrarse con los turcos de Alí Pachá en aguas griegas. Navegaban juntos un total de 214 navíos entre galeones y galeras. La dotación de combate no era desdeñable: más de 50.000 marineros y galeotes y 31.000 soldados de varias nacionalidades pero, sobre todo, españoles. Nunca se había visto nada igual navegando al unísono por las aguas del Mare Nostrum. El 7 de octubre las dos flotas se avistaron. Los turcos, precavidos como de costumbre, enviaron dos esquifes camuflados como barcas de pesca para conocer de primera mano los efectivos cristianos y decidir si libraban combate. Las noticias no podían ser mejores. Los exploradores informaron a Alí Pachá que Juan de Austria tenía menos barcos y que, al ser de diferentes países, sus capitanes no se entenderían entre ellos.
El turco no se lo pensó dos veces. Disparó el cañón de su galera, la Sultana, invitando a Juan de Austria a la pelea. El español aceptó cortésmente el cañonazo y lo devolvió a la vez que arriaba el estandarte de la Liga: la cruz de Cristo flanqueada por los escudos de los aliados. Los turcos se habían dispuesto en forma de media luna frente a la costa. La armada cristiana que, según cuenta la leyenda, venía desde Italia formando un inmenso crucifijo, secundó la maniobra y se abrió hasta cubrir los extremos del enemigo. De primeras no pintaba muy bien. Los turcos eran más, tenían más barcos y combatían en casa. Parecía un partido decidido de antemano, pero Juan de Austria no se acobardó. Dividió la flota en tres. Una al mando de Andrea Doria para enfrentarse contra el moro Luchalí, el terror de la costa española que había sumado sus naves a las de Alí Pachá. Otra capitaneada por el veneciano Agostino Barbarigo para detener al temible gobernador de Alejandría Mohamed Siroco. Y en el centro, el grueso de la armada con Juan de Austria y los capitanes españoles que no veían la hora de ajustar cuentas con Alí Pacha y, muy especialmente, con su lugarteniente, el renegado Pertev, un antiguo cristiano convertido al islam.
Barbarigo resistió como un valiente hasta que una flecha turca envenenada le atravesó un ojo y murió sobre cubierta. Siroco se las vio entonces muy felices pero Álvaro de Bazán, advertido de la maniobra envió a Martín de Padilla para que saliese al encuentro del egipcio. Padilla atacó con tal furia –española, naturalmente– que la galera de Siroco cedió y se fue al fondo del mar con su capitán.
Mientras el cadáver de Mohamed Siroco flotaba ensangrentado en las agitadas aguas del golfo, Andrea Doria, en inferioridad numérica, hubo de ceder al empuje de Luchalí. Álvaro de Bazán, que estaba en todo, acudió en su auxilio. El combate dio la vuelta, los españoles de Bazán se ensañaron con la tropa del argelino y al moro no le quedó más remedio que replegarse y abandonar el campo de batalla. Doria trató de perseguir a Luchalí pero desistió pues la batalla no se había decidido todavía. Había perdido más de la mitad de sus barcos pero se llevó de premio, cargado de cadenas en el sollado de su galera, a un cautivo que con el tiempo daría mucho que leer, un joven soldado de fortuna, nacido en Alcalá de Henares que se llamaba Miguel de Cervantes.
El envite final
Con Siroco bajo el agua y Luchalí en desbandada, los protagonistas del acto final de la batalla serían, como en las películas, los comandantes de ambas flotas, el bueno y el malo peleando a cara de perro. No veo necesario remarcar que, en esta lid, el bueno era Juan de Austria y el malo, el turco. Las dos galeras, la Real del español y la Sultana de Alí Pachá se enzarzaron en una feroz jarana de cañonazos hasta que, conforme a lo que dictaban los manuales de guerra, la Sultana embistió al navío español. Y ahí es donde le estaban esperando los artilleros. Barrieron la cubierta una y otra vez, pero la Sultana era imposible de abordar. Los turcos contaban con un cuerpo de élite, los jenízaros, aguerridos soldados que se juramentaban ante Alá para dejarse la vida en el combate. Álvaro de Bazán corrió en auxilio de la Real pero ni con esas, los arqueros turcos rechazaban todos los intentos de abordaje. Entonces a Juan de Austria se le encendió la bombilla. Mandó liberar a los galeotes que permanecían encadenados a los remos. Los galeotes eran delincuentes que purgaban su pena en galeras bogando de por vida. Para animarles a echar el resto, el almirante les prometió la libertad si salían victoriosos. Mano de santo, como fieras corrupias dejaron sus bancos para arrojarse con una daga entre los dientes contra el enemigo. En los barcos turcos se produjo entonces una revuelta. Los galeotes que empleaba el sultán solían ser prisioneros de guerra cristianos que, al encontrarse cerca de sus hermanos de fe, hicieron de tripas corazón y se enfrentaron a sus verdugos.
El lado otomano devino en un caos total y absoluto. Ni los jenízaros, ni los arcabuceros, ni la supuesta protección que Alá prestaba a los ejércitos de la Sublime Puerta pudieron evitar la hecatombe. Un galeote cristiano recién liberado se dirigió hacia un Alí Pachá que ya estaba preso de la desesperación y le decapitó con un hacha. Su cabeza enturbantada rodó por las tablas de cubierta marcando el fin definitivo de la batalla. Ya no tenía sentido continuar. Los navíos turcos que seguían combatiendo se rindieron suplicando clemencia a los españoles. La hubo, Juan de Austria confiscó las naves enemigas y permitió a sus aliados venecianos que se llevasen cuanto quisiesen. Cosa que hicieron gustosos, empezando por las alhajas. Los hijos de Alí Pachá también cayeron en manos cristianas pero Juan de Austria, que era un tanto desprendido, se los regaló al Papa para que pidiese rescate por ellos. Muy español, aquí, ya se sabe, con tal de quedar bien tiramos la casa por la ventana sin remilgos.
La victoria había sido completa. Los turcos perdieron las tres cuartas partes de su flota, unos 225 navíos, y más de 25.000 hombres. A los cristianos, por el contrario, les había salido barato el lance, sólo 15 barcos y 8.000 hombres.