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Libres no es un documental sobre la vida monástica; por lo menos, en el sentido más amplio. Si lo fuera, Santos Blanco y su equipo se habrían preocupado de confeccionar una obra más inclinada a mostrarnos cómo se despliega la regla que siguen los contemplativos o sus quehaceres del día a día. El metraje habría estado compuesto por minutos de oración, trabajo y silencio. Habría primado una fotografía de lo que veríamos si nos hubieran dejado colarnos dentro de su casa.

Desconozco si su primera intención fue la de abrir las puertas de los monasterios y conventos para dar a conocer sus entresijos de forma inédita, pero donde nos adentramos no es en otro lugar que en el corazón de quienes dan testimonio de su liberación, lo que, sin duda, avala la pertinencia de su título.

Libres es un documental de testigos. En este sentido, su importancia no radica tanto en el posible morbo que tendría conocer por primera vez lo que ocultan las paredes de los monasterios y conventos, sino en el dar a conocer a todo el mundo la alegría de su vocación. El itinerario que propone el documental -Camino, Verdad y Vida- es precisamente el itinerario de su liberación «de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).

Silencio y soledad

Hablar de vida contemplativa es hablar de silencio. Mostrarlo en la gran pantalla obliga necesariamente a tener el soporte real del testimonio, ya que la tentación de abusar de la imagen y la fotografía tiene el riesgo de un cierto ensimismamiento malickiano, en el que a veces se incurre.

Hablar de vida contemplativa es hablar de soledad. La del que, por lo menos, en un sentido inmediato, deja todo atrás -familia, amigos, hábitos, apegos- para entregarse como ofrenda al silencio y la contemplación.

Dom Dysmas de Lassus, prior de la Gran Cartuja, ponía un ejemplo en una obra: el silencio de los novios durante una cena puede ser manifestación de comunión o de ruptura. Uno se encarnará en miradas, gestos y la necesidad de no decir nada; el otro en la incapacidad de hablar que grita la ausencia de amor.

Es en este punto donde el documental brilla con todo su esplendor, en narrar cómo la realidad del silencio y la soledad de los contemplativos está habitada por la presencia de Dios, la cual colma sus corazones, incluso en la noche oscura del alma (o quizás con esta condición). Han abandonado el mundo pero no han sido abandonados; aunque, como el mismo Cristo, esto no les ahorrará la experiencia del abandono.

Nadie se salva solo, y los religiosos obtienen de su familia, como dice el Concilio, «las ventajas de una mayor estabilidad en el género de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunión fraterna en el servicio de Cristo y una libertad robustecida por la obediencia, de tal manera que puedan cumplir con seguridad y guardar fielmente su profesión y avancen con espíritu alegre por la senda de la caridad» (LG 43). Quizás el documental no abunda lo suficiente en la relación del religioso con su comunidad.

Soy feliz

Los protagonistas de Libres son personas concretas, con historias de lo más variopintas. Entran en escena personas más sencillas, otras más sofisticadas, otras más heridas, pero a todas ellas les une un mismo hecho. Este hecho, paradójicamente, coindice con la imagen condescendiente y triste que el mundo suele tener de las personas contemplativas: que están allí porque -ay, los pobres- no tienen un lugar mejor en el que estar.

Al peso, ¿cuánto tiempo habrá dedicado a contar su pasado, su experiencia, la forma en que el Señor atravesó sus vidas y los convocó a estas recónditas moradas? ¡Y es estupendo! ¿Qué habría sido de un documental puro y solemne que hubiera relegado a una condición casi fantasmagórica a estos centinelas del mundo, de carne y hueso, como nosotros? ¡Qué conmovedoras las lágrimas del tipo menos carismático de todos, que se emociona al recordar la oración de su madre!

Libres tiene la dificultad que plasmó magistralmente José Hierro en su poema Respuesta: «Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte. / Siento arder una loca alegría en la luz que me envuelve. / Yo quisiera que tú la sintieras también inundándote el alma. […] Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras como tú me entendieses».

En este sentido, es bueno que el documental no pueda ofrecer más respuesta que el testimonio de estos religiosos, aderezado con una fotografía que refleja la belleza del misterio de sus vidas. Aunque más bella es, no cabe duda, la promesa que trasluce para todos nosotros. Lo decía también Dom Dysmas, en su reciente Riesgos y derivas de la vida religiosa: «‘Soy feliz’. ¿Qué superior no se alegraría al escuchar a uno de sus monjes diciendo estas dos palabras? […] Gracias a Dios, esto no es tan raro».