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Resulta que el herrero que me ha enviado el fontanero para ver la puerta del garaje es un Tejada. Esto es, un sobrino del poeta José Luis Tejada y también de Lalo, queridísima amiga de mi abuela, y primo, por tanto, de un queridísimo amigo de mi padre y mi tío, hijo de Lalo. También es pariente del escultor Javier Tejada. Y de mi amigo Jesús Oswaldo, el poeta. Maravillas de vivir en un pueblo.

Primer tercio: a portagayola

Y seguimos celebrando las confluencias. Entonces me regala una indignación. En el taller de su familia hacen y cuidan los toros de Osborne que están repartidos por toda la piel de ídem. Son los mayorales de esa ganadería de acero y contraluz en el horizonte. Les tiene un cariño enorme. Los antitaurinos atentan contra esos toros que son, me dice con el alma de fuego de su oficio, toros en libertad. «Si son tan animalistas, ¿cómo la toman contra esa exaltación del animal en su esplendor?» Le digo que abriré mi artículo a portagayola con su observación, tan atinada.

En realidad, los antitaurinos saben inconscientemente que, si no existiese la Fiesta brava, no existiría el toro de lidia. Queriendo acabar con la tauromaquia, terminarían con los toros. Del mismo modo que el burro, tan cervantino, tan chestertoniano, tan juaramoniano, tan cristiano, está en riesgo de desaparición porque ha dejado de tener utilidad en el campo. Que quieran acabar con la orgullosa figura del toro de Osborne es sencillamente un autorretrato de sus intenciones generales. La vara que hay que darle a los animalistas es que tan animalistas no serán cuando quieren acabar —sepultado en sus buenas intenciones— con toro bravo y, de paso, con la dehesa y con los oficios tradicionales que aún arraigan a la gente a la vida rural. Lo exponen a la perfección todos los defensores sistemáticos de la tauromaquia: el último, el audaz Miguel Aranguren en Toros para antitaurinos.

 

Segundo tercio: banderillas

Los defensores de la Fiesta son muy de fiesta y, enseguida dejan la vara y las lamentaciones, y la lían en las banderillas. Hacen bien. Les gusta adornarse con la belleza de la tauromaquia, innegable, y la de todas las manifestaciones artísticas que ha inspirado. Hablan de pintura, de cine, de poesía. Citan incluso a Sabina y a Calamaro.

No me parece la defensa definitiva, pero es preciosa y, sobre todo, rompe las líneas al contrario, porque grandes iconos de la izquierda cultureta han sido taurinos hasta las cachas: Alberti, Lorca, Picasso…

En líneas generales, esta belleza me parece algo secundaria, si se me permite decirlo. Deudora de la del toreo en sí y, si se usa para justificar la belleza del toreo, resulta un poco un juego de manos o de espejos. Pero, como no hay dos sin tres, la cosa se viene arriba, a mi parecer, cuando el toreo se erige en metáfora de la vida. Entonces, en ese triple salto mortal o tercer par de banderillas al quiebro, me reconozco de nuevo. ¿Un ejemplo? Este maravilloso canto a la vida (y a la muerte) de Blas de Otero:

Porque vivir se ha puesto al rojo vivo

(siempre la sangre, oh Dios, fue colorada)

digo vivir, vivir como si nada

hubiese de quedar de lo que escribo.

Porque escribir es viento fugitivo,

y publicar, columna arrinconada.

Digo vivir, vivir a pulso; airada-

mente morir, citar desde el estribo.

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,

abominando cuanto he escrito: escombro

del hombre aquel que fui cuando callaba.

Ahora vuelvo a mi ser, torno a mi obra

más inmortal: aquella fiesta brava

del vivir y el morir. Lo demás sobra.

Tercer tercio: de muerte

Dejemos las banderillas, y tomemos la muleta metafísica y caminemos —con consciente fatalidad— hacia los medios.

Mi amigo Santiago Páez hizo carrera como banderillero (en los dos sentidos, porque corría en el ruedo más que nadie) en los años en los que estudiábamos juntos precisamente la carrera (donde no corrimos tanto). A pesar de tanta correría, Páez bufaba furioso cada vez que alguien se refería al toreo como «deporte», que es algo que él no tenía la menor intención de perpetrar jamás. Prefería hasta los insultos de los antitaurinos. Tenía razón; y yo bufo cuando me dicen que el toreo es economía (aunque las cuentas son importantes, como es lógico) e incluso cuando me explican que es cultura y que Goya y Picasso y todo eso. No porque los toros no sean ni un sector económico fundamental ni una fuente de cultura y de inspiración a otras artes, del mismo modo que hace deporte (con perdón) el banderillero que corre tras poner en todo lo alto (o no) su par, y el torero que se pone en forma durante el invierno. Son realidades subalternas. Si fuera por esto o por lo otro, la fiesta, donde unos hombres se juegan la vida, sería demasiado frívola. El toreo es —citemos de frente y desde lejos— religioso. (Que no católico, ni mucho menos, que eso en España hay que explicarlo, porque oímos «religioso», y nos vence la querencia.)

El toreo es una pervivencia única en el mundo del rito sacrificial que tan bien explicó René Girard en La violencia y lo sagrado y en Veo a Satán caer como el relámpago. No tiene nada que ver con la caza del zorro de los ingleses, que es paralela en todo caso a la caza con galgos española, y ya es concederles mucho. Todas las características que expone el gran antropólogo francés que se daban en las religiones paganas aparecen, nítidas, en una tarde de toros, incluyendo la veneración al animal sacrificado, que se admira antes, durante y después. De pocos animales se pondera tanto la belleza, la estampa, la estirpe, el nombre propio. Es el pharmakós griego, redivivo, entre nosotros. En la unanimidad (representada en el círculo de la plaza) que se produce en la corrida (ya sea por el fervor o la furia, catarsis o catástrofe, según se dé la faena) culmina un proceso que, desde tiempos inmemoriales, tenía como función sanar las heridas de la comunidad y restañar las divisiones sociales que destruyen la comunidad. Don Antonio Slater, que, como es sacerdote católico, tiene muy buen ojo para el paganismo de buena ley, está escribiendo una tesis doctoral girardiana sobre las raíces sacrificiales de la tauromaquia.

A partir de la comprensión, se entiende el rito y se desprende la belleza; aunque sea por fortuna un camino que se puede andar también de vuelta, y, a través de la belleza, asumir la importancia del rito y atisbar la almendra de lo sagrado. Las reclamaciones, a Sófocles o, mejor dicho, a Dionisios.

Siendo España la depositaria (principal, porque también Francia y Portugal, Colombia, Ecuador, México y Perú) de esta pervivencia antropológica única en el mundo, se entiende que tenemos la responsabilidad con la humanidad de conservarla, aunque la ONU no lo comprenda, como no comprende casi nada. Si los toros fuesen una fiesta de una tribu amazónica, qué espléndidos elogios de ellos oiríamos a todo trapo.

En este momento de la historia, cuando todo trabaja para enfrentarnos en facciones cada vez más pequeñas, frenéticas y feroces, no podemos permitirnos despreciar este recordatorio de que la belleza y el sacrificio, siendo tan valiosos en sí mismos, se ponen al servicio de la concordia social, que es clave. Dicen los ingleses, como ingleses que son, que mientras haya monos en Gibraltar, la colonia seguirá siendo suya. Aunque no lo digamos, sabemos los españoles que, mientras haya toros, España seguirá siéndolo. Lo saben muy bien los que han escogido el toro bravo como tótem en nuestras banderas no oficiales; y lo saben con muy malas ideas los que atacan la fiesta, pero no lo de los corderos musulmanes, qué va.

Pero si no me he explicado bien, tampoco pasa nada. Me conformaré con cerrar el artículo con una media tendida, recibiendo. Pienso en los ritos sacrificiales del sabio y viejo Mediterráneo que España ha sabido heredar y embellecer y me recito con Gómez Dávila: «Soy un pagano que cree en Cristo» y a Chesterton: «Incluso las cosas paganas las conservan sólo los cristianos». Es una sabiduría muy antigua y muy sagrada la que nos jugamos en el ruedo. No le perdamos la cara.