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En un mundo de oprimidos y opresores, de víctimas y victimarios, el perdón es una forma de alienación y, por tanto, una herejía. Al primero que hablase de absolver a Putin le señalaríamos, al más puro estilo Corleone: «Ese, ese es el traidor».

En Los Fabelman, de Steven Spielberg (2022), el director dice narrar su infancia y adolescencia, cómo su vida se fue desarrollando hasta llegar al mundo del cine. No sabemos cuánto hay de verdad en su historia, algo que sólo el rey Midas de Hollywood o sus allegados podrán decir, ni tampoco cuánta honestidad hay en su versión de lo que ocurrió. En cualquier caso, no sorprende que, sobre todo, de lo que hable sea de cine. Y, concretamente, de cómo reaccionamos cuando vemos una película.

Los ojos del alter ego de Spielberg, cuando proyecta sus cintas caseras, se centran en sus espectadores, aunque ellos mismos las hayan protagonizado. Desde el Sammy niño que muestra a su madre el choque de trenes de juguete hasta el adolescente (Gabriel LaBelle) con sus películas de scouts, la mirada del protagonista se dirige siempre a remarcar que lo importante no es la pantalla sino los que la miran.

Parece que Spielberg busca resaltar el valor de su trayectoria artística en un mundo en el que parece tener más valor la explicación de la obra, lo que de ella pueda decir el crítico —o lo que el crítico puede decir de sí mismo al hablar de ella— que el sentimiento del público al verla. Una defensa de su manera de entender el cine donde lo principal es crear, parece decir, el espacio en el que somos felices, como la madre de Sammy (Michelle Williams) dice que le provoca tocar el piano. No es el arte y ensayo lo sublime, sino la sonrisa del espectador.

Además, en esta película, Spielberg presenta unos personajes en los que las fronteras del bien y del mal se desdibujan, como queriendo decir que él tiene claro que el maniqueísmo hollywoodiense —donde el malo siempre es nazi, ruso o chino en función del momento histórico—, tan propio de su cine, tan vituperado por el intelectual posmoderno, es solo posible en las películas. Que son un engaño, una ilusión, donde la técnica, aunque sea la de agujerear los negativos con alfileres, sirve para que no parezca ‘fake’.

Porque Spielberg sabe que al grabar se engaña. Por rudimentarios efectos especiales, por juegos de cámara y mahonesa, o por, directamente seleccionar el metraje desechando lo que no gusta, lo que el espectador va a ver no es la realidad. Porque la realidad ya está en la vida.

En la versión de su autobiografía viene a decir que sí, que luego no hay bandas sonoras de John Williams, pero que en las películas no vamos a reconocernos sino, paradójicamente, a proyectarnos, como si los fotones no salieran de la luz de la sala de cine sino de nosotros mismos, llevándonos a vernos como el sheriff niño, que, siendo el héroe de la película de vaqueros, dice: «Ahí estoy yo». El culmen de este juego llega cuando su abusador, viéndose en la pantalla, pero no reconociéndose, se frustra al percibir una proyección que no cree ser capaz de alcanzar. Sin embargo, como le dice Sammy, al final sí se queda con la chica. El propio Spielberg dice que su película favorita es la segunda de Indiana Jones, porque fue él quien se casó con la protagonista (Kate Capshaw).

Él mismo no sabe por qué le ha redimido en su film del día de la playa, e incluso se excusa en que ha podido ser la necesidad de un arquetipo para su obra. Y ahí encuentra uno de los motivos para el perdón: la belleza. Porque, como decía Dostoievski, salvará al mundo. Y lanza una primera carga de profundidad contra la posmodernidad.

Pero el golpe definitivo es cómo retrata a su madre. Tras descubrir su embuste, el trasunto de Spielberg se sorprende, se enfada, la reta y luego la consuela. Llega incluso a acusar a su padre (Paul Dano) de cobardía por no enfrentarse a la traición de su esposa. Y hasta parece que se queda indiferente cuando, en plena crisis familiar, el joven Sammy está más pendiente en pensar el plano con el que retratar el drama que en los sentimientos que estallan en sus padres y hermanas.

Sin embargo, la propia película —el hecho de haberla rodado— da fe de la necesidad de perdonarla, aunque sea con ya casi 80 años: el propio director dice que ha sido una terapia de 40 millones de dólares. La vuelta atrás de la mirada de Spielberg, el hacedor de mundos fantásticos, se basa en esa necesidad, en no encontrar la felicidad sólo en el cine sino también en la vida real. Como si fuera el mensaje que, después de tantos tiburones, dinosaurios y extraterrestres quisiera dejar como legado.

Es quizá esa la mayor complicación de la vida adulta: saber que tus padres te quieren, que tú les quieres a ellos, pero que aun así, te hacen daño. Y es, por tanto, el amor el único que puede motivar ese perdón.

Un amor que redime. Un amor que quizá no compra el argumento egoísta de seguir tu corazón que le da su madre, pero que, casi de manera hipócrita, perdona precisamente por el corazón. El amor ejemplar de su padre que perdona a pesar de todo, el padre que cede a sus pretensiones de que su hijo sea universitario aun cuando argumenta racionalmente en el sentido contrario. Un amor redentor que perdona. Evidentemente, una herejía para el siglo XXI.