Skip to main content

De aquí a, al menos, el 19 de junio, las eses aspiradas, el ceceo y el seseo van a ir ocupando minutos y minutos de gloria. Alégrense los tímpanos. Los acentos allende Despeñaperros sonarán in crescendo, probablemente, hasta el próximo otoño. A lo que hay que sumar las imágenes de playas, olivos, pescaíto, guitarras, ferias y tantas bellezas más que veremos en los medios mientras no haya nuevo inquilino en San Telmo. Regalos como éstos son los que brinda muy ocasionalmente la política; razón por la cual hay que saber aprovecharlos. Demos gracias por ellos, sí, pero evitemos los excesos y empachos como con los dulces inesperados. Por eso, para que la exquisita ingesta andaluza no termine en atiborramiento regionalista, conviene revisar, por ejemplo, los dogmas impuestos por Blas Infante.

El notario malagueño fue el padre de la pretendida patria andaluza y precursor de un autonomismo de tintes nacionalistas. Casi un siglo después, no es fácil, y la propia experiencia lo confirma, abandonar esa mentalidad. Tampoco ayudan los enredos nacionalidadaístas de algunos que no saben muy bien si sienten España, pero no mucho, o no demasiado, pero tampoco poco, pero también las nacionalidades, pero el artículo ése, pero… Pero nada. No obstante, merece la pena abandonar ese exceso autonomista, siquiera un momento. De hecho, cada vez somos más quienes, pese a la obligación escolar de martirizar al prójimo con la interpretación del himno andaluz cada 28 de febrero, creemos que el pensamiento de Infante tiene más de mito que de realidad. Por ello, valga el modesto análisis a vuelapluma que sigue sobre algunos de estos postulados blanquiverdes.

Un jienense no es un gaditano

Ni un cordobés un almeriense. Por más que se intente y se predique, la homogeneidad andaluza no es tal. Variados son los caracteres, costumbres o habla de sus provincias. La pretendida patria andaluza de Blas Infante suena, cuanto menos, a atrevimiento. Y quien mejor lo sabe es, precisamente, el andaluz con ojos en la cara. Excepto los imbuidos por Canal Sur, los andaluces sabemos que poco, muy poco, tienen que ver las provincias orientales con las occidentales. Es más: pregúntenle a un granadino por su opinión por Sevilla, por ejemplo. Y, si se atreven, continúen por los sevillanos. No es que queramos fomentar el andar a la gresca continuamente entre vecinos, pero sí señalar que, quizás, un iliturgitano encuentre más parecido con un natural de Murcia que con un señor de Huelva. Y no pasa nada. Salvo que la tesis de la unidad de la patria andaluza se desmorone.

Tartessos, béticos, andalusíes… pero cristianos, no

A Blas Infante le gustaba recordar aquellas civilizaciones que hicieron grande su tierra hace siglos, salvo la católica. Admiraba, y hacía muy bien, la desconocida habilidad y riqueza de los Tartessos, la grandeza de la Bética, provincia modélica para los romanos; y el refinamiento andalusí, del que heredamos tesoros como la Alhambra y un sinfín de conocimientos científicos. Pero Infante se quedaba ahí. Se perdió lo mejor (y, lo peor de todo, se lo ha quitado a muchos): a san Fernando, conquistador de Sevilla, Córdoba y Jaén; a la eminencia que fue san Isidoro de Sevilla, a san Eulogio y los mártires cordobeses, las catedrales de cada una de las provincias, el descubrimiento de América o el esplendor de la Sevilla de los siglos XVII y XVIII, católica como ninguna.

El idilio moro

Pero, si hablamos de idealizaciones, sin duda debemos referirnos a la que tenía Infante de Al-Ándalus. Insistió repetidas veces en la identidad musulmana de Andalucía, llamando “exiliados” a los moros que fueron expulsados por los reconquistadores cristianos. Es más: Infante denominaba “conquista” a la recuperación, por parte de los españoles, de buena parte de la península que les fue arrebatada entre el 711 y el 732 por los musulmanes. No dudó en tomar los colores de los estandartes omeya y almohade para inventar la bandera de Andalucía, que hoy ondea rindiendo un curioso homenaje a las dinastías que, de no haber sido derrotadas por los reyes católicos medievales, habrían llevado a España por un rumbo muy distinto del que nos ha traído hasta donde estamos hoy. Incluso mandó construirse una casa en Coria del Río al estilo andalusí y en la que, según algunos, rezaba siguiendo el Corán.

Universalismo

En su libro La sociedad de las naciones, Blas Infante desarrolla el final del himno de Andalucía que él mismo compuso: «sea por Andalucía libre, España y la Humanidad». En una suerte de liberalismo radical, Infante aseguraba que España no tenía sentido si no era federal; esto es, si no satisfacía las pretensiones nacionalistas de las regiones. Infante llamaba a constituirse en comunidades autónomas a Valencia, Castilla, León y Galicia y les invitaba a unirse a los movimientos ya desarrollados de Cataluña y Vascongadas que buscaban librarse del yugo español. Curiosamente, Infante nunca pidió esa autonomía para los antiguos reinos de Granada o Jaén.

En última instancia, España le importaba más bien poco. Y es que su ambición verdadera pasaba por formar parte de una especie de comunidad universal, una en la que cupiera toda la Humanidad, sin distinciones entre naciones, un mundo de apátridas. Se servía para ello de una paradoja: sólo es posible aspirar a esa Humanidad universal si las naciones ya no existen. Y, para desactivarlas, es necesario impulsar los nacionalismos de sus regiones, dándoles identidades propias, separándolas artificialmente de la unidad de la patria. España era, en fin, sólo un medio para acabar con ella misma y alcanzar ese sueño global que compartía con los padres de la Sociedad de Naciones. Un mito más de su obra y magisterio. Y es que, como la historia ha demostrado en este siglo de andalucismo, las teorías distan a veces mucho de sus consecuencias prácticas. De momento, parece que las idealizadas enseñanzas de Infante no tienen mucho más recorrido. Pese a los esfuerzos ímprobos de sus seguidores por imponer al andaluz una patria distinta de España.