No durmió. No podía. Era de madrugada y cada diez minutos tiraba de la cadena de oro de su reloj para mirar la hora. Le atormentaba que volviera a ocurrir la misma carnicería. Sabía que la única forma de derrotar a los alemanes era combatir contra ellos directamente en territorio francés, pero él apostaba por desembarcar a través del Mediterráneo y no por las costas de Normandía.
Esperaba malas noticias como en Galípoli, aquella operación que supuso la muerte de 250.000 jóvenes en la Primera Guerra Mundial y de la que se sabía responsable. Winston Churchill encendió un puro, y luego otro. Se sirvió un whisky, y luego otro. Aquella noche no pudo descansar. Tampoco lo hicieron los perros negros que habitaban en su alma. Estaban al acecho, en modo ataque, esperando a que amaneciera aquel 6 de junio de 1944. Día clave para ellos. Si el desembarco en las playas de Normandía se convertía en un fracaso, se lanzarían y desatarían sobre el primer ministro británico, una vez más, sin piedad, aquella depresión que acompañó a Winston Churchill durante toda su vida.
Las decisiones de los jefes de Estado y de Gobierno en particular, y de los políticos, en general, tienen consecuencias en la vida de la gente a la que gobiernan. En época de guerra, efectos trascendentales. Bipolaridad, ansiedad social, demencia, paranoia, depresión. Son algunas de las enfermedades o trastornos mentales padecidos por presidentes y gobernantes del mundo en el siglo XX. La historia del XXI aún está por analizar.
Para algunos expertos en medicina y psiquiatría, la depresión, el desorden bipolar y la ansiedad no incapacitan para desempeñar un cargo público. Es más, pueden preparar a una persona para el liderazgo. Winston Churchill es un ejemplo. Quien ha sido considerado como uno de los grandes estadistas de la Historia Contemporánea y uno de los artífices de la victoria aliada sobre la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, no podía ser una persona corriente. Era, según lo describió uno de sus jefes de Estado Mayor, una masa de contradicciones. De humor variable, su talante pasaba de ser angelical a ser una explosión de furia. No había medias tintas en su constitución. Fue un producto de la naturaleza único. Irrepetible. Y, sin embargo, sufrió algo muy común. Churchill era depresivo. Lo fue desde su juventud y hasta el último día de su vida. Una depresión alimentada por la falta de afecto familiar en la infancia, su ceceo al hablar y su complejo de inferioridad a raíz de los fracasos militares de 1915.
Churchill fue desmesurado en casi todo. Alternaba un humor colérico, explosiones eufóricas y júbilo ostentoso con melancolía. Comer, beber y fumar formaban parte de su cotidianidad, y lo hacía sin límites razonables. Las anginas de pecho, hipertensión, arteriosclerosis, coágulos sanguíneos y trombosis fueron el resultado a tanta desmesura. Pero aún hay más. Sus manías. La pregunta médica en torno a Churchill ha sido si sufría una simple depresión o depresión maníaca. Nunca tuvo episodios clínicos evidentes de la segunda. Bañarse dos veces al día, una por la mañana y otra después de la siesta, dictar a su secretario desde la bañera o repetir sus discursos ante el espejo, no son síntomas suficientes como para calificarlos de patologías según los expertos.
Escribir y pintar, sus anticuerpos contra la depresión
Fluctuaciones en su estado de ánimo, estallidos de energía, lasitud, tristeza. Así se mostraba Churchill ante sus colaboradores dos meses antes de la ‘operación Overlord’, principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Su secretario privado, John Colville le veía envejecido, cansado y muy, muy deprimido. Se aproximaba la victoria y a Churchill se le veía menos optimista que cuatro años antes. Sin embargo, su salud aguantó bien durante la guerra. En medio de la acción se sentía fuerte, agitado, entusiasmado con las tormentas políticas que provocaba. Y en medio de todo aquello, cuando sus desalientos en forma de perros negros aparecían en el horizonte de su batalla personal, escribía y pintaba, dos soberanos anticuerpos para su depresión, según sus propias palabras. ¿La depresión preparó a Churchill para el liderazgo, salió reforzado y se convirtió en mejor líder? Hay quien piensa que sí. La mayoría.
Mientras estuvo en la cresta de la ola política su depresión y cambios de humor fueron más llevaderos, aunque nos preguntamos para quién. Cuando dejó de ejercerla, aumentó su frustración, y con ella, sus perros negros salieron con más frecuencia de la jaula. Difícil encerrarlos ya en ella. Once meses después del desembarco de Normandía tuvo lugar la mayor explosión de alegría en la historia de la Humanidad, como calificó Churchill el fin de la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, volvió a dormir por las noches. Pero sin guerra se aburría. Miraba el reloj. Las horas de paz avanzaban sin remedio. Empezó a fallarle el organismo. Su arteriosclerosis comenzaba a ser evidente. Las trombosis le afectaron al habla y a la memoria. Tras dejar su cargo definitivamente como Primer Ministro en 1955 paró el reloj. Si las conversaciones le fatigaban, desconectaba.
Era de noche. Dormía. Sus perros negros le dejaron descansar. Winston Churchill falleció 21 años después del principio del fin. El desembarco en las playas de Normandía fue todo un éxito.