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Los Salvajes hacían honor a su nombre. Eran el grupo más transgresor, ruidoso y energético de Barcelona a mediados de los sesenta. Sus canciones propias, cargadas de maravillosa impertinencia adolescente, se convirtieron en himnos para aquella juventud alegre, faldicorta y descarada del curso del 66. “Soy así”, “La neurastenia”, “Es la edad”, “Las ovejitas”… Un cancionero imbatible. Los Salvajes personalizan mejor que ninguna otra banda el sueño inalcanzable de cada generación pre-adulta: ser únicos, acceder a la singularidad.

Existían muchas Barcelonas en aquellos tiempos. Estaba la urbe sofisticada de la “Izquierda Exquisita”, la Barcelona de fotógrafos, escritores y arquitectos; capital de intelectuales que paseaban por Tuset Street, bailaban en Bocaccio y veraneaban en Cadaqués. Pero también estaba la Ciudad Condal portuaria y bohemia, la de los teatros y night-clubs del Paralelo, arteria urbana noctámbula y canalla que se convirtió en campo de entrenamiento para jóvenes proletarios del Raval, la Barceloneta y Poble Sec. De allí vienen Los Salvajes, de Pueblo Seco, a las faldas del Montjuich.

El verano de 1964 Los Salvajes se lo pasaron en Malgrat de Mar, actuando para los turistas de la Costa Brava. En su repertorio había canción italiana, versiones de Johnny Halliday, algún tema de los Beatles y mucha influencia de Cliff Richard y los Shadows. Eran buenos, ya tenían un disco publicado, y agradaban a jóvenes y mayores. Son captados por un empresario alemán y en otoño se trasladan a las frías calles de Kiel. Allí inician su periplo por inhóspitas salas de baile; una aventura de nieve, oscuridad, sábanas sucias y latas de ravioli calentadas al baño maría. Sin embargo, las incomodidades de la vida en la carretera tienen sus compensaciones porque es en Alemania donde la banda descubre el beat y el rhythm’n’blues de los Kinks y los Rolling Stones. También el calor de las fans. Un viaje iniciático, un Erasmus avant-la-lettre en el que se produce la metamorfosis del grupo. Afilan su sonido, se deshacen de los uniformes y se olvidan de visitar al peluquero. Seis meses más tarde, vuelven a casa cargando amplificadores nuevos y con ganas de sorprender a sus vecinos a base de desparpajo y “sonido Liverpool”. Cuando bajan del autobús, sus familiares ni los reconocen: ¡se piensan que son chicas!

Los nuevos Salvajes causan conmoción en la ciudad. Todo el mundo habla de ese grupo recién llegado de Alemania que suena tan “europeo”, tan agresivo y contundente. Barcelona es el epicentro de la industria musical, la sede de los conciertos internacionales, los estudios Miramar, las radios, las revistas y los sellos discográficos. En poco tiempo firman contrato con la casa de discos EMI-Regal y, tras varias actuaciones en teatros y dancings, se meten en el bolsillo al numeroso público local entre el que se mueven, anónimas, futuras estrellas mediáticas como Joan Manuel Serrat o Loles León. Una adaptación de “Satisfaction” en su segundo Ep para EMI convierte al conjunto en los “Rolling Stones Españoles”, cosechando un éxito inusitado en todo el país y señalando la futura dirección de la banda.

En la formación de quinteto de Los Salvajes destacaba el carisma de su cantante, Gaby Alegret, y la contundencia de la base rítmica, formada por el bajista Sebas Sospedra y el jovencísimo batería Delfín, un loco de los Stones. Los amplis Fender que traían de Alemania llaman la atención de unos fabricantes locales con los que Los Salvajes sellan una feliz alianza, que desembocaría además en el nacimiento de los hoy en día cotizados amplificadores Sinmarc. En la búsqueda de ese zumbido ruidoso y distorsionado que aparecía en la versión original del “Satisfacción”, convencen a los de Sinmarc para que les fabriquen una unidad de fuzz, un pedal con el que meter la misma bulla que las bandas inglesas del momento. Bautizan este avance sonoro con su proverbial humor. Nace el “Sonido Mosca”.

Aquí se inicia la etapa gloriosa de la banda, unos meses de inspiradísima actividad en los que Los Salvajes actúan en festivales y en programas de televisión, interpretando versiones de las más innovadoras bandas británicas de la Era Pop y descargando temas propios que los convierten, sin ellos pretenderlo, en portavoces de su generación. Una mezcla brillante de modernidad, humor, bronca y autoafirmación juvenil sabiamente condimentada con una imagen estridente a base de pantalones de cuadros, maxi-gafas blancas, botines de beatle y jerseys pop. “Con patillas largas, estrecho pantalón, un jersey a rayas, aunque llame la atención… Soy así”, “Cabellos cortos, largos, qué más da, la inteligencia se mide por algo más… Es la edad”.

Los Salvajes son la respuesta española a los grupos favoritos de la juventud, a los Who, los Troggs y los Kinks. Suben como la espuma, giran por todo el país e inundan las ondas con su “Sonido Mosca”. Llegan incluso a editar un disco en Francia, un EP que recopila cuatro temas propios, todos ellos cantados en español. Se especializan en adaptar canciones de sus adorados Rolling (“La neurastenia”, “Todo negro”…), asumiendo a la vez el rol de rebeldes y marginales. Pero su rebeldía no es política o social sino generacional, una actitud desafiante pero respetuosa que no les impide actuar en celebraciones castrenses o acudir, algunos de ellos, cada domingo a misa. Los Salvajes, como fieles representantes de su hornada, lo que quieren es divertirse y que se les tenga en cuenta.

La legión de seguidores barceloneses es cada vez más numerosa, y aparecen algunas bandas en las que es fácil rastrear la influencia del conjunto. En el barrio del Raval, hogar de Gaby Alegret, el grupo descubre la sastrería Garvi, una tienda de ropa con un innegable aroma a Carnaby Street regentada por una familia que vive inmersa en la escena beat. Como estar en Londres pero junto a las Ramblas. Se convierte en cuartel general de Los Salvajes y lugar de peregrinación para todos esos adolescentes que quieren vestir “pantalones de dos colores y chaquetas de rayas como las de Julián o Delfín de Los Salvajes”.

Avanza la década y llega la fiebre psicodélica. Andy, guitarrista innovador y cerebro en la sombra, se hace con un sitar con el que emular a los Beatles y los Stones. Aparecen los ponchos, los bigotes, los kaftanes indios y el “estilo oriental”. En mitad de este sarampión lisérgico graban “Mi Bigote” y comienzan a experimentar con otros estilos. Atentos a todo lo que se cuece en la escena internacional y favorecidos por las estupendas conexiones culturales que existían entre Barcelona, la Costa Brava y el resto de Europa, son testigos de la explosión comercial del soul, la música negra que revoluciona las pistas de baile en la segunda mitad de los años sesenta. Añaden sección de metal a su formación y escoran su repertorio en esa dirección. Pero el éxito les es esquivo y salen a la luz tensiones internas que habían permanecido larvadas hasta entonces. Gaby abandona y poco después, la banda se disuelve. El fin de la década será también el final de su sueño.

Lloré por mi primer amor, lloré por mi segundo amor, lloré por mi tercer amor, y ahora que ya llevo mi ciento veinte amor… ya no lloro más”. Bendita arrogancia adolescente. No te van a dejar dormir ni aunque cuentes ovejitas.Con el ruido de mi generación”.