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Los Tercios, la infantería del Imperio

‘Rocroi, el último Tercio’. | AUGUSTO FERRER-DALMAU

La tercera ley de Newton, también conocida como Principio de acción-reacción, dice que si un cuerpo actúa sobre otro con una determinada fuerza, éste reacciona contra aquél con otra fuerza de igual valor y dirección, pero de sentido contrario.

Se trata de una ley física elemental que explica, también, cómo después de cuatro décadas de rechazo a cuanto tuviera que ver con el pasado imperial de España, hoy asistimos a una reacción que ha estallado como el tapón de una botella de champán agitada. Incluso El País ha dedicado recientemente una pieza al fenómeno: «Proliferan libros, conferencias, recreaciones al aire libre y perfiles en redes sociales dedicados a alimentar un creciente interés por la historia de las unidades militares«.

La reivindicación del pasado bélico nacional, de las hazañas y las gestas, de los hombres, se viene forjando desde mediados de la década de los 90. En 1996 aparece ‘El Capitán Alatriste’, de Arturo Pérez-Reverte, la primera de una exitosa colección de novelas protagonizadas por Diego Alatriste, un veterano de los Tercios de Flandes. Tres años después, el diplomático Julio Albi publicará ‘De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles’, un ensayo histórico que el propio Pérez-Reverte describiría como imprescindible para comprender el renovado interés por los Tercios y el pasado militar español. El periodista José Javier Esparza es otro de los nombres propios del fenómeno. Durante años dirigió un espacio radiofónico dedicado a la Historia de España en la cadena COPE. Hoy, diarios como ABC, El Confidencial o Libertad Digital tiene secciones dedicadas a la Historia de España y los kioskos albergan cada vez más revistas especializadas.

La publicación del libro ‘La gesta española’ (2007), presentado como «Historia de España para quienes han olvidado cuál es su nación», y de ‘España épica’, ambos de José Javier Esparza, supuso un hito más en un proceso que, a fuer de reivindicar el pasado nacional, ha supuesto, en última instancia, la reclamación de la propia idea de España, diluida en 40 años de Estado autonómico y casi 30 de Unión Europea. Desde hace algunos años, además, la pintura militar de Augusto Ferrer-Dalmau ha ilustrado cada gesta de las armas españolas, dando forma a los héroes y ayudando al imaginario colectivo a identificarlos. Los lienzos más celebrados del pintor catalán son, precisamente, los alusivos a los Tercios. Tal es el interés en aquellos hombres que recientemente ha abierto en Madrid una librería, de nombre Tercios Viejos, que proveerá a los interesados de cuanto material editorial se publique al respecto.

Pero, ¿qué fueron los Tercios?

Se ha comparado a los Tercios con las legiones romanas o las falanges macedónicas de Alejandro Magno. Y también con infanterías contemporáneas como la Guardia Imperial francesa de Napoleón o la Wehrmacht alemana. Lo cierto es que la primera combatió 15 años antes de extinguirse y los germanos apenas 10; los Tercios, en cambio, dominarían los campos de Europa durante más de un siglo y medio, compartiendo trinchera con italianos -sobre todo-, alemanes y borgoñeses.

Nadie sabe con seguridad la razón del nombre. Algunos historiadores lo asocian a las tres armas básicas que empleaban: la pica, el arcabuz (en su origen la ballesta) y la espada con rodela, un pequeño escudo. Otros explican el nombre porque, en un principio, fueron tres las unidades: Nápoles, Sicilia y Lombardía. Y es precisamente en Italia, y de mano de Gonzalo Fernández de Córdoba, donde nace la leyenda. El Gran Capitán profesionaliza los viejos ejércitos medievales, idea nuevas tácticas, revoluciona la logística y la administración, hace del arcabuz el arma fundamental y, sobre todo, crea un código ético propio, de vocación trascendente, que hace de los Tercios una infantería sencillamente invencible. Enfrente tuvieron, durante décadas y hasta el siglo XVII, tropas de leva, mayormente de campesinos, movidos por una paga. Por dinero. Muy lejos del relato místico que impulsaba a los soldados españoles.

La combinación táctica de fuego y picas hizo de los Tercios una apisonadora en el campo de batalla. Una vez orientados al enemigo, abrían fuego los mosquetes (armas pesadas y de largo alcance). Luego, los arcabuces, algo más manejables, daban la bienvenida a los infelices que habían sobrevivido a la primera descarga. Mientras tanto, unidades móviles de arcabuceros se desplegaban por las mangas para envolver al enemigo. Una vez despejado el camino, avanzaban los escuadrones de piqueros, cuyas armas de seis metros mantenían alejada a la caballería enemiga. Los piqueros veteranos, mejor ataviados, con casco, peto y falderas metálicas, ocupaban las primeras filas de la formación; las llamadas picas secas, jóvenes con poca o ninguna experiencia en combate y a menudo sin armadura, quedaban relegados a las filas del fondo. Eran los llamados soldados «bisoños», del italiano bisogno (necesitar). Aquellos jóvenes, mal vestidos y peor armados, requerían constantemente a la población local (Io bisogno…), es por eso que fueron así bautizados. Hoy bisoño es una palabra de uso común en España, mas no es la única con origen en los Tercios. La expresión «¡Vete a la porra!» remite igualmente a aquellos soldados. En concreto a los arrestados, que habían de permanecer en el lugar donde el oficial había clavado la porra. Y cuando algo es sumamente fácil se dice que es una «bicoca», en referencia a la batalla de Bicocca (1522), en la que los españoles arrasaron a los piqueros suizos con sorprendente facilidad. Dejar a alguien «en la estacada» alude a las estacas con las que el enemigo pretendía entorpecer el avance de las tropas imperiales. Y por supuesto, la expresión «poner una pica en Flandes» es también original de aquellos días. Se refiere a lo costoso de trasladar a cada uno de los hombres, desde Italia, a través del llamado Camino Español, hasta Flandes.

‘No adorna el vestido el pecho, que el pecho adorna al vestido’

A día de hoy el Camino Español sigue estudiándose en el Estado Mayor como una operación logística y de ingeniería sin igual. Estallado el avispero flamenco y bloqueada la vía marítima por Francia e Inglaterra, España tuvo que practicar un paso permanente desde Italia, parte integrante del Imperio, hasta las provincias levantiscas. En total, más de 1.000 kilómetros de orografía imposible: los Alpes, los Vosgos, el Jura y los bosques de las Ardenas, que aún en la Segunda Guerra Mundial se tenían por inexpugnables. El traslado incluía soldados, familias, armamento, artillería, vendedores ambulantes y otros profesionales auxiliares. Y se hizo. España estableció, con éxito técnico y durante más de un siglo, un corredor seguro para sus tropas en la espina dorsal del continente. Nadie lo había intentado antes.

Los valores que inspiraron a los Tercios alimentaron a innumerables escritores, poetas y dramaturgos. Algunos de ellos, tales como Miguel de Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca, incluso formarían parte de las unidades de combate. En la Octava El Sitio de Breda, Calderón glosaría así la supremacía de lo trascendente frente a lo material de aquella «religión de hombres honrados».

Aquí la necesidad

no es infamia; y si es honrado,

pobre y desnudo un soldado

tiene mejor cualidad

que el más galán y lucido;

porque aquí a lo que sospecho

no adorna el vestido el pecho

que el pecho adorna al vestido.

La vida en los Tercios, como se ve, era extremadamente austera. Aquellos hombres cobraban poco y cobraban tarde. Vestían mal y a menudo eran descritos por otros soldados como desarrapados. Lo cierto es que ni siquiera contaban con un uniforme concreto, cada uno se vestía como buenamente podía. Sólo el morrión, en algunos casos, y una sencilla banda roja en el brazo, identificaba a los integrantes de los Tercios. Una circunstancia, el torpe aliño indumentario, tradicional en los ejércitos españoles. Es de sobra conocida la forma en la que los soldados de la Wehrmacht identificaban a los miembros de la División Azul: «Si en el frente se encuentra con un soldado desarrapado, sucio, con sus botas deslustradas y la guerrera desabrochada, manténgase atento, es un héroe español«.

Y aún mal vestidos, aquellos hombres dominarían los campos de Europa hasta el desastre de Rocroi, contra Francia, en 1643, donde, como es sabido, el Duque de Enghien preguntó a uno de los pocos supervivientes españoles cuántos eran; éste respondió con un lacónico «contad los muertos». Se extinguía así una infantería que había dado gloria al Imperio durante un siglo y medio, que había combatido a los turcos en el Mediterráneo, a todas las grandes potencias de la época en el viejo solar europeo, e incluso a los japoneses en Filipinas (1582), donde 40 españoles bastaron para vencer a más de un millar de samuráis.