Ni fue una aventura absurda y ridícula ni murieron por imbéciles, como pretenden hacernos creer algunos. Resistieron por su patria y, en palabras de Azorín, escribieron la página más brillante del heroísmo español desde Numancia. Hablamos, por supuesto, de los últimos de Filipinas.

Aquellos 54 jóvenes, miembros todos del 2º Batallón Expedicionario de Cazadores, se negaron a asumir que, tras más de tres siglos, el sol por fin se ponía en el imperio español. Y fue precisamente esta negativa sumada a su determinada determinación la que les llevó a hacerse fuertes en una iglesia perdida, en Baler, a 200 kilómetros al norte de Manila.

Allí, cercados por los insurgentes, asfixiados por el calor tropical, acosados por la enfermedad y las ratas, muertos de hambre, protagonizaron uno de los asedios más largos de la historia militar moderna: 337 días. Cerca de un año durante el cual se empeñaron en silenciar con cargas de fusilería las noticias de que España había firmado un armisticio con los rebeldes.

No fue hasta el primero de junio de 1899 que terminaron por convencerse de la realidad de los hechos. Al día siguiente, después de asegurarse una capitulación honrosa, los últimos de Filipinas arriaron la bandera de España y, tras un toque de corneta, abandonaron la iglesia en formación de a tres, avanzando por el pasillo que, con todos los honores y respetos, formaron para ellos sus sitiadores. A Emilio Aguinaldo, primer presidente filipino, no le quedó sino reconocer el valor de aquellos españoles, de los que llegó a afirmar que eran dignos herederos del Cid y de don Pelayo.

120 años después de tanta hazaña, los últimos de Filipinas ya tienen su estatua en Madrid.