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Estrenadas con pocos meses de diferencia, Luca y Encanto, dos producciones de la factoría Disney, suenan como candidatas al Óscar a la Mejor Película Animada. Ambas retratan dos espacios culturales que resultan muy cercanos al espectador español: el Mediterráneo, en el caso de Luca, e Hispanoamérica, en el de Encanto. A su manera, con sus limitaciones, son dos buenas presentaciones de esas dos formas de vida, muy relacionadas entre sí, que tienen mucho que aportar al mundo contemporáneo.

Se ha hablado mucho en los últimos años del giro de Disney, que parece haberse pasado con armas y bagajes a las filas de la corrección política. Hace unos meses, su plataforma de streaming anunció la retirada del catálogo infantil de clásicos como Dumbo, Peter Pan o Los Aristogatos, que pasaron a la categoría de “adultos” debido a supuestas “representaciones culturales negativas”. También las nuevas producciones se ven afectadas por este espíritu e incluyen cada vez más guiños a la ola cultural dominante.

Sería un error, sin embargo, prescindir en bloque de sus estrenos, que siguen teniendo elementos muy sugestivos. Sin ser obras maestras, Luca y Encanto son un buen ejemplo de que Disney sigue haciendo cosas buenas, en fondo y en forma. Y con mucha miga.

Las vespas son para el verano

El pueblo de Luca recuerda un poco al Pequeño Mundo que dibujó Camilo Guareschi en el norte de Italia, aunque en él no aparezca un cura como Don Camilo. En realidad, el imaginario Portorosso está inspirado en el área de Cinque Terre, en la costa de Liguria. Un verano de mediados de los cincuenta. Calles empinadas, pasta, helados y paseos en vespa sin rumbo fijo. La estética -propia de Pixar, pero con un barniz del viejo Disney del trazo a mano alzada- es impecable, llena de color y de textura.

En cuanto a la historia, no es demasiado original, pero funciona. Luca y Alberto tienen 13 años y son monstruos marinos que viven en las profundidades del Mediterráneo. Cuando salen del agua, parecen niños humanos. En la superficie, los dos amigos disfrutarán de las diversiones humanas, se enfrentarán al matón del pueblo, conocerán a Giulia -una joven aventurera y culta- y participarán en un extraño triatlón que consiste en nadar, montar en bicicleta y devorar platos de pasta. Al final, tendrán que tomar una decisión importante: ¿regresar al fondo del mar o quedarse en la costa?

Los mensajes son típicos de Disney: la aceptación del diferente, la importancia de la amistad y el cultivo del talento. Aunque algunos analistas han intentado forzar una interpretación de la película en clave gay, el director, Enrico Casarosa, ha dejado claro que sucede “en ese momento en el que todavía nadie piensa en novios o en novias, sino en la amistad”, y no hay nada en el metraje que sugiera otra cosa. “Conocí a mi mejor amigo cuando tenía 11 años”, ha explicado. “Yo era muy tímido y encontré a este chico problemático que tenía una vida completamente diferente. Quería hacer una película sobre ese tipo de amistades que te ayudan a crecer”. El tema, en suma, es general y todos podemos identificarnos con él.

Una forma de estar y mirar las cosas

¿Refleja el ambiente de Luca el Mediterráneo Moral, esa “forma de estar y mirar las cosas” de la que tanto ha hablado el tuitero malagueño Nacho Raggio? Lo cierto es que, al margen de la estética, la película logra dibujar un ecosistema social y cultural creíble y coherente, propio del Mediterráneo europeo. Comunidades sólidas y arraigadas, orgullosas de su legado, pero con flexibilidad para interpretarlo. Con un gusto por la vida buena, lejos de la tentación puritana.

En Portorosso se trabaja para vivir, claro, pero el trabajo no es lo más importante en la vida. La comida no es una mera necesidad fisiológica, sino una parte importante de la cultura. Se quiere y se respeta a los mayores y el apego a las raíces es tan natural como respirar. La belleza importa.

En un artículo publicado en The Imaginative Conservative, David Deavel apunta que “Luca habla sobre la amistad y, de forma significativa, sobre la necesidad de figura paternas que estén presentes física y emocionalmente”. Efectivamente, la ausencia de los padres –el de Luca no le hace mucho caso y el de Alberto lo abandonó-  recorre la historia como una sombra. Massimo, el padre de Gulia, un rudo pescador tatuado, es la excepción, y su forma de entender la vida se parece bastante a la de la tan condenada vieja masculinidad.

El don de Mirabel Madrigal

Viajemos ahora al pueblo de Encanto. La extravagante familia Madrigal vive en una casa mágica ubicada en las montañas de Colombia. Al alcanzar cierta edad, todos los miembros de la familia reciben un don mágico personal: fuerza sobrehumana, capacidad de mimetizarse como un camaleón, oído prodigioso… ¿Todos? Bueno, todos no: Mirabel no ha recibido ninguno, lo que la atormenta. Pero es precisamente ella quien puede salvar a la familia del peligro que acecha.

Dicen que los productores trabajaron con la asesoría de antropólogos, botánicos, músicos, lingüistas y arquitectos colombianos, y lo cierto es que la película brilla por su atención a los detalles, desde los bellísimos trajes típicos hasta la arquitectura tradicional, pasando por el gran álbum de especies que aparecen en escena (jaguares, tapires, tucanes, guacamayas, dantas, chigüiros…).

Pero si la construcción estética está lograda, la social es todavía más certera. Los Mirabal trabajan, cantan, bailan y beben–“¡la magia está fuerte, y los tragos también!”- juntos. Si ignoramos su lado mágico, se parecen bastante a cualquier familia extensa de la cultura hispana. Imperfecta, pero feliz. Golpeada por los problemas -como se cuenta al principio, llegaron a Encanto después de verse desplazados de su tierra-, pero decidida a superarlos. Encabezada por una matriarca, la abuela, a la que todos quieren y respetan. Ampliando el foco, Encanto es un típico pueblo con iglesia y calle mayor, y hasta un cura con alzacuellos que parece una figura respetada, aunque salga poco en pantalla. No creo que el retrato guste mucho a los activistas que han cambiado el término “hispano” por “latinx”.

“Traerás orgullo a tu familia”

Volviendo a la familia, es este el gran tema del largometraje. Si ningún hombre es un fracasado si tiene amigos, como se decía en Qué bello es vivir, ninguna Madrigal es una fracasada si tiene a su familia, aunque no tenga un don. “El peligro que se cierne sobre los Madrigal”, ha explicado muy bien Enrique García-Máiquez en el Diario de Cádiz, “es que valoren [sus dones] por el prestigio social, por utilitarismo, por su rentabilidad o, incluso, por la pura diversión, como un parque de atracciones. Nada de lo cual extraña hoy a nadie”. Pero la familia, sigue, debe valorarse “por el mero hecho de ser”.

Lo familiar, como ha visto el mismo articulista, se identifica aquí con lo hispánico. Entre los anglosajones, es casi un lugar común asombrarse de la importancia que los hispanos conceden a sus parientes (también los italianos, por enlazar el tema con la película anterior). Algo muy universal y, al mismo tiempo, muy propio.

La propia casa es una clara metáfora de la convivencia entre generaciones. “Fortalecerás a la comunidad y a nuestro hogar, traerás orgullo a tu familia”, le dice la abuela a Mirabel. “Trae orgullo a tu familia”, se repite la nieta, como un motto. No sobran en el cine de hoy visiones positivas y realistas de la estructura familiar. Ni siquiera en el de animación.

Dos lugares en los que apetece vivir

Y al margen de ese ángulo concreto, ¿están bien reflejados la cultura y el modo de ser propios de la Iberosfera? En un interesante artículo en Vozpopuli, Mariona Gúmpert repasa la complicada relación entre la factoría de Walt Disney y nuestra cultura, desde Ferdinando el toro (1938) hasta Coco (2017). Ella piensa, y yo también, que esta película es una oportunidad para hablar de lo nuestro, para que el espectador de otras latitudes se informe y reflexione sobre lo que esta forma de vivir tiene de universal y sobre lo que puede aportar al mundo.

Yo añado que presenta lo hispano con sensibilidad y simpatía, que no es poco. Tiene sus defectos –demasiadas canciones para mi gusto y ciertas carencias narrativas-, pero entretiene y se disfruta. Y, sin forzar las interpretaciones, que al final y al cabo estamos hablando de una película infantil, tiene una cierta carga de food for thought para los adultos.

Lo cierto es que las dos películas tienen algo en común: al terminarlas, uno piensa que en Encanto y en Portorosso –o lo que es lo mismo, en el Mediterráneo y en Hispanoamérica- apetece vivir, crecer y echar raíces. Por algo será.