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Madrid es un café. Y luego ya tiene otras cosas para disimular. No sé, consultoras importantísimas, grandes edificios históricos, La Zarzuela y La Moncloa, y unos atascos estupendos. Todo para fingir que hacemos algo más que beber cerveza como si fueran a prohibirla, reírnos con los amigos, y disfrutar de la vida. En 1959, en su antología de Poetas en el café, Herman Kesten olvidó torpemente los españoles, pero aun así supo diagnosticar que “una gran parte de nuestra vida tiene lugar en el café, desde el amor hasta la muerte, desde el juego hasta los negocios”, y definir con solemnidad los cafés como “la sala de espera de la poesía”, un lugar al que vamos “de vacaciones de la vida”.

La pandemia ha complicado un poco las cosas, pero no lo suficiente como para olvidar la de bares en los que hemos disfrutado, la de artículos que he firmado en las barras nobles de la capital, y a los amigos que nos hemos encontrado en esas terracitas de primavera con las que puede resumirse en una sola postal lo que significa ser español. Con los años, buena parte de mi vida literaria puede entreverse en los recuerdos de los cafés de un Madrid que añoro en estos días de exilio marinero.

Días a veces solitarios y ensimismados, con crespones de estilográfica en las yemas de los dedos, tal vez por la imposibilidad de engañar a mi editor para que hiciera conmigo como Werdet con Balzac. Según el testimonio del primero, Balzac llegó a zamparse una noche en Chéz Very, a cuenta del editor, un centenar de ostras, una docena de chuletas de cordero lechal, pato con nabos, lenguado y frutas. Werdet, que padecía del hígado, tuvo que conformarse con un alón de pavo. Quizá por eso se vengó de Balzac contándolo en sus memorias. Te resumo la evolución del oficio en un detalle: a mi último editor tuve que invitarlo yo.

El Café Gijón

El mítico Café Gijón

Hubo una primavera en que mi crónica política semanal, ilustrada por el genial Íñigo Navarro Dávila, surgía del clásico Café Gijón. Pronto me hastió el fervor de su terraza, porque la leyenda –bien retratada y promovida por Pérez-Reverte- se comió el lugar, y escribir allí era algo parecido a ser el elefante enjaulado del zoo al que todo el mundo lanza cacahuetes frente al cartel de “prohibido lanzar cacahuetes”. De algún modo estaba ya prostituida esa mágica sensación de que el mundo alrededor gira ajeno a lo que se cuece en tu cuaderno.

Abandoné el Gijón el día en que una turista rusa me pidió, en algún lenguaje bárbaro, hacerme una foto, como “typical spanish”: la estampa del escritor en el viejo café. Quizá si la mujer hubiera sido Sharapova el cuento terminaría de otra manera, pero lo cierto –a mí la desgracia- es que no era más que una mezcla vaga entre Cristina Almeida y Lady Gaga criada a los pies del Volga.

Por esas fechas, hará unos cinco años, solía escribir en el Intercontinental, grandes abrazos a mi Alfonso Ussía, y alrededor los vapores de chicas altísimas que circulan sin tocar el suelo y llevan detrás un orfeón invisible de musas. Terminado el trabajo, al final de la jornada, caía al Makkila de Serrano, donde raras veces había espacio para entrar y casi siempre tenías que sostenerte la caña encima de la cabeza. Eso también era el encanto de un tiempo en que el afterworks era algo así como una razón para vivir. Supongo que hoy la claustrofóbica estampa podría causar ataques de ansiedad a la ministra de Sanidad. ¡Qué virus no nos habremos intercambiado al otro lado de la cristalera empañadísima del Makkila!

El epicentro cervecero

Fue el 2018, creo, cuando desplacé el epicentro cervecero a esa tierra de nadie que entremezcla las aguas de Cortes y Sol. Al caer la tarde, cuando a Madrid se le apaga el cielo velazqueño, salía del ministerio del número 36 de Alcalá, dirección Jovellanos, a perfilar algunos textos en la esquina ciega del Sagardi. Cañas de hielo, algo de picar, y la belleza generosa de insultante juventud de Valeria, que entonces alegraba su barra.

Cuando abrían las puertas del Congreso, como saliendo desgobernados de toriles, arribaban a esta taberna los del grupo vasco, y los decibelios se disparaban mientras corría el chacolí con la alegría propia de las vacas gordas, o tal vez sagradas, que eran del PNV. Allí a veces husmeaban una Coca Cola en la mesa del fondo los Ciudadanos, con Albert Rivera en estado de gracia e iluminación mesiánica, refulgente como una piedra mágica, rodeado de admiradores de su propio grupo. Mucha crema de la intelectualidad, pero, como se ha visto, al final el bueno era Girauta. En tan pintoresco escenario culminé las últimas páginas de mi única novela, decadente y hastiosa, que aún duerme en el cajón, esperando a algún editor capaz de convidarme a ostras.

Casa Manolo

Unos metros más allá, por esa vena periodística de la que nunca te curas, a ratos me enjambraba entre los zumbidos del Casa Manolo, único bar del mundo donde hay más diputados que croquetas. Dejé de frecuentarlo para esquivar a un viejo conocido, la nariz enrojecida, antiguo compañero de tertulias televisivas, que pasaba allí las horas descerrajándose whiskys en el hígado sin piedad, y siempre hablando demasiado; a veces, incluso, solo. Y se llevaba la contraria.

En alguna de esas tardes inverosímiles por los nobles pasillos del Congreso, mi bloc de notas y yo salíamos a la carrera en dirección al Cristo de Medinaceli, para guiñarle un ojo desde la Plaza de Jesús, dejando a estribor la cerería, en cuyos bajos, un siglo atrás, un ribadense tenía una imprenta en la que trabajo mi abuelo César hasta el estallido de la Guerra Civil. Al fin, unos metros más allá, me entregaba al recuerdo de toda la felicidad de la jornada cumplida en la barra de La Dolores. Cañas en vaso breve, tiradas con el arte del buen castizo, y el plato brillante en donde un par de aceitunas y una anchoa pugnan por ascender por un palillo, como en una maniobra militar.

La Dolores

La taberna de La Dolores

Tiene La Dolores el ruido infame de las tascas madrileñas de todos los tiempos, alegre, polémico, y exagerado, como aquella que frecuentaba, a veces con Agapito Maestre, a veces con Hermann Tertsch, y cuyo nombre y dirección exacta he olvidado. En La Dolores no solía prodigarme en largos párrafos, era difícil concentrarse, pero siempre había un punto de inspiración entre tan variada fauna, a medio camino entre las pálidas pieles blancas de las nórdicas con la Lonely Planet en el bolsillo, rubísima la melena, y los últimos dandis de Huertas, que se aprietan sus vermús tiesos como estacas, con tanta solemnidad como el pañuelo blanco inmaculado que asoma por el bolsillo de la pechera.

Unos años atrás, pero sin alejarnos de la casa de Lope de Vega, siendo aún director de The Objective, cuya redacción está en un viejo edificio de Santa Ana, me refugiaba a la hora de comer en las mesas oscuras de La Alemana, recordando a aquel genial Jardiel que escribió allí alguna de sus comedias. Taurina e impermeable a la modernidad, tienen sus mesas los surcos de la vida de un Madrid que murió hace tiempo, pero que aún late en la belleza de ciertas guaridas, reservadas solo a quien se toma la molestia de buscarlos, enjoyando los ojos con los retratos de una bellísima Ava Gardner esperando a su Luis Miguel.

La Venencia

Con la adormecida de la tarde, cerrada la edición, nos dábamos a veces al capricho del jerez en La Venencia de la calle Echegaray, uno de esos lugares enigmáticos que luchan año tras año por mantener su anonimato, como una taberna de pueblo de la España vacía en el corazón de la capital.

Hará tres años me topé con la urgencia de culminar un libro, el plazo ya vencido, y dediqué yo también unos meses a buscar la paz del anonimato, relegando mis viejos santuarios, malditos por el bullicio de la asiduidad. Así me reencontré con la mejor sonrisa del Madrid de Salamanca, la de Rocío, primero en el envejecido Bo finn, más tarde en el cercano y elegante Lamucca. En ambos escribí febrilmente, en ese estado perfecto de las cosas en el que solo te conoce quien te ha de servir el refrigerio, que a un gesto en las cejas sabe distinguir si hay apuro o solaz, si sales de fiesta o de trabajo, si victorioso del encuentro con los folios en blanco, o si las musas de la ansiedad amenazan con arruinarte en la última batalla. Celebremos, en fin, los ojos brillantes de mujer que inspiran, desatascan a los poetas, y enjaulan a los cronistas en su bohemia productiva.

Sala rociera Almonte

Sala rociera Almonte, ya cerrada

Mi oficio es poco propenso a dar alegrías. A veces los días terminaban con una melancolía inmensa. Y entonces me gustaba aterrizar en la sala rociera Almonte, después de la ensaladilla de su taberna adyacente. Con gran tristeza recibí hace poco la noticia de su cierre, ignoro si definitivo. Allí el Madrid del nervio y la ansiedad se detenían, y podías cruzar el Barrio de Santa Cruz de Sevilla, desde la calle Juan Bravo, solo atravesando el umbral de azulejo verdiblanco. Muchas noches, a esa primera penumbra llena de serenidad, muchas horas de charla con Paco, que sirve el ron con coca cola con toda la elegancia andaluza y todo el empaque madrileño.

Años atrás, también en Juan Bravo, fui habitual del Mildford, del que supongo que todos hemos sido, de una manera o de otra, asiduos. Es un bar tan clásico que te llevas una pequeña decepción cuando descubres que fue fundado en 1978 y no en 1290, como en realidad te gustaba sospechar.

Fontana de Oro

En La Fontana de Oro garabateé textos y brindé con amigos, con la mitomanía absurda de respirar a fondo entre sus paredes, buscando el tiempo en que, fundado en 1782, quedó inmortalizado en la novela de Galdós. Divertida, sin duda, esa tribuna de oradores que los dueños originales hubieron de construir, para que los parroquianos a las discusiones políticas no se subieran en las mesas para alzar la voz.

Unos versos, de un poemario maldito que arrastro con los años y la vida, quedaron retratados en la austeridad de Casa Paco, que engrandó Pereza citándolo en su Madrid. Sin pretenderlo, yo escribí allí el mío, y estos versitos son parte del aquel idilio entre vermuts:

Esta noche está llena de desiertos

Pálidos rostros, ruidos de ciudad muerta

Cerveza aguada y ojos entreabiertos

Esta noche, selva de quietud incierta.

Fueron días felices de desplomarse lleno de solaz en el Toni2, donde hay que escribir antes de que el piano se llene de mariachis borrachos. Difícil olvidar que la primera vez que entré allí me di de bruces con Salvador Sostres y, por los caprichos del ron y la madrugada, nos saludamos con esa dignísima seguridad con la que solo se saluda quien sabe con certeza que no se conoce de nada. Anécdota menor en la que, sin embargo, queda retratada toda la personalidad del Madrid de los cafés literarios, de la hermandad de las letras viudas, y de los bares atestados de musas desahuciadas.

En estos días de esperanza ciega, mi abrazo deudor a aquel Madrid de todas mis letras.