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“Ninguno de los mercenarios por mí conocidos responde a la definición que da de ellos el ‘Larousse’: ‘Soldado que sirve por dinero a un gobierno extranjero’. Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los 40 se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismos se han inventado. Después, si no se han dejado la piel en la lucha, se resignan a vivir como todo el mundo, a vivir mal porque no cobran ningún retiro, y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”. (Jean Larteguy.)

El 2 de febrero de este año un hombre de 101 años expiraba en Sudáfrica. Una edad más que provecta y, desde luego, no habitual en su oficio. Su nombre, Mike Hoare, solo les sonó a unos pocos aunque apareció en las webs de los principales medios de comunicación. Aquel anciano, de origen irlandés pero nacido en la India británica, cerraba el paréntesis de uno de los oficios, junto con la prostitución, más antiguos del mundo: el del mercenario. La muerte del ‘Loco Mike’, uno de los jefes mercenarios más conocidos durante los años 60 del siglo XX en el Congo, era también la del último gran mito del mundo mercenario vinculado a las luchas de la descolonización y la Guerra Fría. El último ganso salvaje, como se conocía a los mercenarios irlandeses, emprendía el vuelo.

La muerte de Hoare sellaba la época de los Bob Denard, los Rolf Steiner o los Martínez de Velasco. Porque, por haber, también hubo mercenarios españoles en aquellos convulsos años 60 del continente africano. Gentes que ejercieron como peones de brega de las pugnas políticas y de la razón de Estado y que, como reza el dicho, fueron la espada que llegó a donde no lo hacía (o no quería) la mano. Nada nuevo bajo el sol desde los tiempos de los honderos baleares. Algunas cosas nunca cambian.

Pero nosotros no vamos a enumerar aquí lo que necesitaría una enciclopedia. Al igual que no hay un pedazo de tierra sin una tumba española, no ha habido conflicto que no haya contado, de una u otra forma, con aquellos que, por un precio, han contribuido a apoyar uno de los bandos en liza.

Claro que no siempre el dinero, aunque bienvenido, era la principal motivación de aquellos hombres. El fenómeno mercenario es tan complejo como la vida misma. Lo cantó Jean-Pax Méfret en ‘Lobo de guerra’ (traducida, por cierto, por un joven Arturo Pérez-Reverte, buen conocedor del tema), retratando la única salida para un exoficial del Ejército francés vinculado a la OAS tras dejar la cárcel: “Y se fue a pelear a la selva de Biafra; luego vino el Yemen y el sur de Sudán; Líbano, las Comores, Benin y Angola, donde quiera que alguien quisiera pagar”.

Lo ratificó ‘Il mercenario di Lucera’, de Pino Caruso, convertido en un himno de los jóvenes de la Destra italiana: “Si me hubiera quedado en casa, en mi Lucera, ahora hubiera llegado a los niños y la faja, tendría una mujer gorda, las letras y el 600, televisor, salón y papada”. La pulsión antiburguesa, vaya, que definía muy bien el protagonista de la canción al indicar que, en el momento de su muerte, “mira en mi saco, solo hay una botella y una onza de tabaco”.

El paso al ‘hipercapitalismo’: África, años 90

El final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín también influyeron en el oficio, que pasó a convertirse en un negocio. Fue una etapa de transición, entre los últimos “románticos” retratados en ‘Comando Patos Salvajes’ y las nuevas generaciones de soldados privados con cuenta de resultados, más cercanos a los de “Diamantes de sangre”, pertrechados con stocks de países del bloque del Este y ofreciendo menús completos a quien pudiera permitirse el pago.

Fotografía de los Executive Outcomes

Los pioneros fueron sudafricanos, en concreto, el teniente coronel de la South African Defence Force (SADF), las Fuerzas Armadas del país que durante varias décadas había sostenido un duro combate contra las guerrillas nacionalistas negras, apoyadas por China y la URSS, en Angola, Mozambique o Namibia. Con el final del apartheid y la retirada sudafricana a sus fronteras, los veteranos más duros del Koevoet y el Batallón 32 (integrado en su mayoría por excombatientes negros del Ejército portugués acogidos por la SADF tras la independencia angoleña) encontraron una salida laboral en su especialización: Executive Outcomes.

Esta empresa tuvo claro un precepto desde el primer momento: no hacer ascos a cualquier cliente que pudiese permitirse el precio y no renunciar a los mejores elementos. Así, en 1993 llegó a prestar servicio al Gobierno angoleño contra la Unita, la guerrilla anticomunista, y no dudó en reclutar a antiguos elementos de la rama militar del Congreso Nacional Africano, el movimiento antiapartheid de Nelson Mandela.

Executive Outcomes sentó las bases de cómo operar en el negocio a escala africana. La empresa mantuvo servicios en varios países del continente durante buena parte de los 90. Pero no fueron los únicos.

En 1997 Zaire, el antiguo Congo, volvió a arder. El tiempo de Mobutu tocaba a su fin y Laurent Kabila pasaba de guerrillero ‘simba’ despreciado por el Che a demócrata de casi toda la vida. Para intentar frenar lo inevitable, Mobutu recurrió al mismo remedio que tres décadas antes, mercenarios, aunque el mercado, en particular, y el mundo, en general, habían cambiado. Lo había podido comprobar un año antes un mito del mercenariado, Bob Denard, el hombre de Francia en África, recompensado durante años con un virreinato de facto en las Comores como jefe de la Guardia Presidencial.

A Denard también le habían pillado los acontecimientos a pie cambiado. Una nueva intentona por recuperar su trono en el archipiélago africano en 1995 se saldó con sus chicos y él entregándose a tropas francesas. La ‘segunda ola’, que según algunos contaba con elementos españoles, no pudo incorporarse. Aunque esa historia tal vez deberían relatarla otros.

El “corsario de la República”, como tituló sus memorias, se vio enfrentado a un proceso judicial del que no salió mal parado para lo que podía haber sido. Los servicios prestados contaron mucho, como lo hicieron para que fuera internado en un hospital reservado a militares de alta graduación, donde falleció, aquejado de alzheimer, en 2007. 

Tras el tropezón de las Comores, algunos de los chicos de Denard aparecieron en el Zaire mobutista agrupados en el ‘Groupe Alfa’, equipados con armas del antiguo bloque del Este y con el emblema ‘Orbs Patria Nostra’, inspirado en el de la Legión Extranjera francesa (‘Legio Patria Nostra’), en la boina. Mobutu también recurrió a veteranos del Ejército serbio, recién salidos de la humeante exYugoslavia, unidos en el Groupe Bravo. Ambos grupos integraron lo que algunos denominaron la “Legión blanca” de Mobutu. El resultado es conocido.

La era de la privatización y los eufemismos

El 11 de septiembre de 2001 marcó el verdadero inicio del siglo XXI y un cambio total en la óptica del mercenariado. Las acciones en Afganistán, reafirmadas por la intervención en Irak en 2003, dieron el pistoletazo de salida al crecimiento de la industria de las PMC’s (Private MIlitary Companies), empresas privadas dedicadas a la guerra bajo el eufemismo de “contratistas de seguridad”. El oficio más antiguo del mundo perdía su denominación tradicional y se adaptaba al nuevo siglo desde EE.UU a Gran Bretaña pasando por Rusia.

Fotografía de miembros de Blackwater

El paradigma de ese cambio lo abanderó Blackwater, fundada por Erik D. Prince y A.C. Clark y cuyo primer gran contrato llegó tras el ataque al USS ‘Cole’ en Yemen. Prince comenzó a acaparar la atención mediática: oficial de la Marina, exNavy Seal (los comandos de la Armada) con servicio prestado en los Balcanes, Haití y Oriente Medio con el Equipo 8, vinculado a las administraciones republicanas… La idea inicial de Blackwater era proporcionar entrenamiento y apoyo. Pero eso fue sólo el principio.

La llegada de Paul Bremer como virrey estadounidense en Irak (su imagen con traje y botas de combate fue toda una declaración de principios) marco un antes y un después. El hombre de Bush en Irak no iba a ser protegido por las tropas de su país sino por una empresa privada. Y ahí comenzó la polémica.

Porque no era sólo un cambio simbólico, con hombres armados y pertrechados con una mezcla de ropas militares y civiles. Es que esos “contratistas de seguridad” no estaban sujetos a los códigos y las reglas de enfrentamiento a las que tenían que someterse los militares y, además, cobraban más. Algunos mandos militares expresaron sus reticencias porque, entre otras cosas, formaban operativos que luego preferían pasar a la vida civil e integrarse en Blackwater al ser el sueldo mayor.

Las polémicas fueron creciendo y la repercusión en los medios también. La muerte de cuatro contratistas en Faluya, quemados y mutilados en uno de sus puentes, dio la vuelta al mundo. Prince, desde la sede de Blackwater (llamada así por las aguas de los pantanos de sus alrededores), comparaba su empresa con Fedex y el Servicio Postal de EE.UU. y el senador Obama no dudaba en hacerse fotos con contratistas.

Claro que la intensidad fue creciendo. Es sintomático que un ‘remake’ del ‘Equipo A’ presentase a contratistas como los malos de la película frente a militares. O que la serie ’24’ transformase a Jon Voight en el presidente de una PMC, Starkwood, que promovía golpes de Estado y ponía en riesgo la seguridad de Estados Unidos con amenazas de armas químicas si no se cumplían sus exigencias. Todo ello adobado con noticias de detenciones extraoficiales y muertes por gatillo fácil.

Con el tiempo, Blackwater se transformó en Xe y empleó otras denominaciones en un proceso de fusiones y asociaciones mientras que Prince, su fundador, sigue moviéndose entre un halo de misterio que, sin embargo, hace las delicias de los medios. A Prince se le atribuyó tiempo atrás un fantasmal plan para derribar a Nicolás Maduro mientras que otras informaciones le sitúan entre Virginia, los Emiratos Árabes Unidos y Hong Kong. Y es que en la ciudad china habría establecido la sede de su última empresa, Frontier Services Group, encargada de velar por los intereses de empresas de este país en África. Aunque también se le ha señalado como responsable de un centro de entrenamiento militar en el Xinjiang, la zona musulmana de China.

Cierto o no, algo es seguro: que Blackwater sigue siendo recurrente en un titular; que la globalización y el ‘turbocapitalismo’, así como la corrección política, también han afectado a los mercenarios; y que, en ese proceso, un republicano estadounidense del ala dura puede haber terminado prestando servicio a China.

Y llamaban ‘Loco’ a Mike Hoare.