Ambientada en una remota isla, Midnight Mass, la última serie de Mike Flanagan para Netflix, empieza hablando sobre la decadencia de una comunidad y se va adentrando poco a poco en el terreno sobrenatural. La recomienda Stephen King y ha triunfado entre los críticos por la estética y por la solidez del guion, basado más en el misterio que en los sustos. Pero, además de un buen producto de entretenimiento, esta historia coral ha servido para plantear debates muy jugosos sobre temas muy poco presentes en la ficción contemporánea, sobre todo en el campo de la religión.
Corren malos tiempos en la remota Crockett Island. La pequeña comunidad que vive en la isla se ha visto reducida por los efectos de un vertido de petróleo que perjudicó la principal fuente de ingresos, la pesca. Al pueblo llegan Riley Flynn (Zach Gilford), que regresa tras cumplir condena por un homicidio imprudente, y el padre Paul (Hamish Linklater), enviado para sustituir temporalmente al popular párroco de la isla, monseñor Pruitt, quien ha enfermado durante una peregrinación a Tierra Santa. En medio de un clima hostil y de una atmósfera de desesperanza, en el pueblo comienzan a registrarse unos hechos sobrenaturales que irán transformando la actitud de los habitantes a medida que se aproxima la Semana Santa.
Empiezo por lo obvio: a lo largo de sus siete capítulos, Midnight Mass ofrece un producto cinematográfico de gran calidad, entroncado en la renovación del terror que estamos viviendo en los últimos años. La estética, impecable, rebosante de colores fríos, se ve acompañada por una música muy oportuna, especialmente los bellísimos himnos a capella que recorren el metraje. El guion sabe medir los tiempos, dosifica la intriga y logra transmitir el miedo en frío, sin sustos; un miedo del que te va calando poco a poco hasta los huesos. Los personajes, muchos y diversos, forman un conjunto creíble y complejo, perfecto para que el espectador se introduzca en la vida de Crockett Island sin querer salir hasta la última escena.
Midnight Mass es, en resumen, cine de entretenimiento de mucha calidad, a medio camino entre el drama social y el terror. Pero, ¿es algo más? ¿Y si tiene más miga de lo que parece? Una pista: si no fuera el caso, no la estaríamos comentando en Revista Centinela.
¿Apta para católicos?
El miedo es cosa seria. Desde hace siglos, y especialmente desde el nacimiento del género gótico en el XIX, la literatura y el cine de terror han servido para plantear problemas filosóficos y sociales de una forma muy efectiva. Lo religioso, claro, ha tenido un gran protagonismo. Lo tiene en Drácula, de Bram Stoker; en La noche del demonio, de Jacques Tourneur; en La semilla del diablo, tanto en la novela de Ira Levin como en la película de Roman Polanski; o en la reciente Un hábito sangriento, de Eleanor Bourgh Nicholson, por poner solo unos pocos ejemplos. Si bien algunos autores solo se sirven de lo religioso como mero atrezzo, otros lo abordan con respeto y como un tema central de su obra. Esta producción de Netflix, creo, pertenece a la segunda categoría.
En la esfera anglosajona, varios artículos recientes han abordado la cuestión de la “catolicidad” de Midnight Mass. El padre Jonathan Mitchican, en Aleteia, apunta que la serie “podría no haber sido más que una soflama anticatólica, pero, en vez de eso, aborda cuestiones religiosas con seriedad”, mostrando un abanico de personajes que se aproximan de formas muy diferentes a lo sagrado. En America Magazine, revista de los jesuitas, Nick Ripatrazone dice que es un gran ejemplo de terror católico que “nos deja abiertos a lo misterioso y lo milagroso”. Desde la perspectiva opuesta, Aja Romano, que se define como atea, “activista queer y de genero nacida en una familia evangélica”, critica duramente la serie de Flanagan en Vox Magazine por considerarla propaganda religiosa, proclive a interpretaciones conservadoras y centrada en lo cristiano.
Mi opinión: la serie no es propiamente ficción de terror católica al modo de El exorcista, ni en su concepción ni en su desarrollo. No despliega un conjunto de verdades o de ideas basadas en el pensamiento de la Iglesia. Jesús es un personaje secundario, casi ausente. La angelología que presenta, por supuesto, dista mucho de la canónica. Solo la liturgia presenta un gran protagonismo en toda la trama, hasta un punto que no puedo desvelar para no caer en el spoiler. Pese a todo ello, es una aproximación rica y sugestiva, con diálogos profundos y algunas trampas, sí, que el espectador bien formado puede superar fácilmente.
De la sacristía al plató
El propio Flanagan ha contado de forma transparente su historia personal, que nos sirve para entender la concepción de la serie. Nacido y criado en la Iglesia, incluso monaguillo durante su adolescencia, dice que recibió una “sana educación católica”. Después atravesó una crisis de alcoholismo y otras adicciones que le llevaron a redescubrir la fe y a estudiar en profundidad la Biblia, aunque finalmente encontró mayor afinidad con “el ateísmo y la ciencia”. Lo cierto es que Midnigt Mass, a diferencia de otros productos narrativos de hoy, muestra un conocimiento notable del catecismo, aunque no sea siempre para adherirse a él.
Sin dar muchos detalles, de nuevo para evitar destripes, hay una tradición narrativa que recorre la historia: la del mito vampírico. Modificado, sí, y con ciertas incoherencias, pero ahí está, reconocible y muy presente. La trama tiene el acierto de mostrar lo vampírico como anti-eucarístico, como una burla del sacrificio, una idea que ya era evidente en Stoker. Eso sí, hay una gran diferencia: la Iglesia no aparece, en esta ocasión, como el antídoto contra los no-muertos: ni las cruces ni el agua bendita funcionan (ya verán por qué). Lo que sí entronca con la tradición es el hecho de que los vampiros opten por seducir, por explotar las debilidades humanas, pero respetando -casi siempre- la decisión final del candidato a ser vampirizado.
Lo comunitario es el otro gran eje de la serie, y también aquí Midnight Mass abre debates suculentos. El pecado de Crockett Island es previo a la llegada del padre Paul. La corrupción ha impregnado la estructura social, y pocos la representan tan bien como Bev Keane (Samantha Sloyan), la más odiable del dramatis personae. El borracho del pueblo, en cambio, con todas sus debilidades, es uno de los personajes más simpáticos, y protagoniza un par de escenas de gran emotividad. Las familias, más o menos sólidas, a veces disfuncionales, también están muy presentes como anclaje social. Aunque algunos han interpretado el guion en clave individualista, yo creo que la trama subraya la necesidad de vínculos sociales fuertes, sanos y verdaderos, incluyendo los religiosos, en contraste con el reverso siniestro que va apareciendo capítulo a capítulo.
Más preguntas que respuestas
“Haz preguntas”, se propone Flanagan en sus propias palabras, “no des respuestas. Con suerte, las preguntas se quedarán en el espectador”. Es una lástima que al final traicione su propia cita y deslice una respuesta-discurso que constituye lo más flojo de la serie. Pero esos minutos de metraje, que el espectador sabrá reconocer sin necesidad de más pistas, no empañan el tono general de la producción. En contraste, como apunta en Twitter Teresa Beitia, que me descubrió la serie con sus comentarios, los diálogos entre esos dos mismos personajes en el capítulo 4 son “tal vez los siete minutos más hermosos de la televisión de los últimos años”.
Sin la literatura y el cine de terror, la experiencia de ficción se queda incompleta. Dijo Chesterton que los cuentos de hadas, repletos de brujas y monstruos, no crean en los niños la idea de la maldad: ya son perfectamente conscientes de que lo malo existe. El muchacho, argumenta, conoce bien a los dragones desde que tiene imaginación; lo que le proporciona el cuento es la idea de un San Jorge capaz de combatirlos. Por lo mismo, asomarse de vez en cuando al abismo del mal absoluto, aunque sea desde la comodidad de un sofá, con manta de lana y bol de palomitas, es una experiencia saludable.
Midnight Mass sirve para eso, y también para despertar en el lector inteligente unas cuantas inquietudes. Habla sobre temas muy poco presentes en la ficción contemporánea, con respeto y sin soflamas indigestas. Solo por eso ya brilla con luz propia en el catálogo de Netflix, y merece que veamos sus siete episodios (¡son pocos, hasta para un perezoso de las series como yo!) con atención y espíritu crítico, y que la comentemos con amigos, vayan o no a misa.