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Fue un 10 de julio de hace ya veinticinco años cuando Miguel Ángel Blanco fue secuestrado. Aquel jueves, como el miércoles, como el martes, España vivía en la alegría de la victoria. Apenas unos días antes, el uno de ese mismo mes, el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara había sido liberado tras más de un año de secuestro. Y quizás por primera vez, con esa liberación, la esperanza comenzaba a ser mayor que la resignación. Claro que ETA no iba a dejarlo estar.

Fue un 10 de julio, decía, el día que Miguel Ángel Blanco, un valiente concejal del Partido Popular en Ermua, se bajó de un tren en Eibar para ir a trabajar. Y a los pocos minutos, «Txapote» y «Amaia» –dos sanguinarios pistoleros cuyo nombre no quiero recordar– lo metieron en un maletero camino a Añorga.

Los terroristas exigieron, entonces como ahora, el acercamiento de los presos etarras al País Vasco en menos de cuarenta y ocho horas. Y el Gobierno de José María Aznar decidió no negociar con terroristas. Porque la única negociación, solía recordar Goyo Ordóñez, debía ser la del color de los barrotes de prisión. Y nada más. Así, ETA se vengó. Y el 12 de julio de hace veinticinco años apareció el cuerpo del joven político maniatado, con dos disparos mortales en la cabeza que lo llevarían al cielo tal día como hoy, hace veinticinco años.

Cualquiera podría pensar que con Miguel Ángel Blanco acabaría todo. «¡Basta ya!», «aquí tienes mi nuca», gritó la gente. España despertó y hoy sabemos que lo hizo sonámbula, insomne, y casi inconsciente. Todos salieron a las calles y yo sigo sin saber si fue por miedo, rabia, pena, o resignación. Cuentan en casa que aquel día miles de donostiarras se acercaron a la sede de HB, en las postrimerías de la Calle Urbieta, apenas a diez metros de la casa de mis aitonas, para sencillamente acabar con la barbarie de los pistoleros. La sociedad vasca reaccionó valientemente y España entera lo hizo a su imagen y semejanza. Y hoy sabemos, esto sí, que aquello no sirvió de nada.

El «Espíritu de Ermua», los bastayas, las manos blancas y las cientos de pancartas terminaron por convertirse en silencio tácito, abstención cobarde y cesiones vergonzantes. Pregunté hace no tanto a María San Gil si la muerte de Goyo Ordóñez, los días de Ortega Lara en el zulo y los disparos en la sien de Miguel Ángel Blanco habían merecido la pena. Con algo de tristeza, ella me confesó que había cinco escaños que cada día le recordaban irremediablemente que no, que ETA había ganado. Que ETA sigue ganando.

La esperanza que perdura

Porque Miguel Ángel Blanco seguiría vivo de haber acercado a los presos etarras al País Vasco. Y hoy no tenemos a Miguel Ángel y apenas tenemos tampoco etarras encarcelados. La diáspora de la decencia política permitió el agrupamiento de los asesinos. Y los pocos etarras que hoy siguen en prisión terminan por permitir a algunos –los pretextos del socialismo– hablar de justicia restaurativa, brechas emocionales y demás imbecilidades que nada tienen que ver con los tiros en la nuca.

Y se nos ha de helar la sangre al ver que en el Congreso hay cinco miserables que se atreven a hablar en voz alta sin pasamontañas. Empeora la situación cuando cerca tienen a aquellos que recogían las nueces, sin saber que Urkullu, Ortuzar, Esteban y demás serán las últimas víctimas de la ETA política. Y con su cesto colmado de nueces habrán de hacer la oposición al lehendakari Otegui. Dios no lo quiera, pero esto lo verán nuestros ojos. Como verán dentro de no tanto la ley del relato etarra en el BOE.

Decía que fue un 10 de marzo de hace ya veinticinco años cuando José Antonio Ortega Lara fue secuestrado. Aquel jueves, como el miércoles, como el martes, España vivía en la alegría de la victoria. Días después ETA se cobró su cobarde venganza. No lo olvidemos. Aún podemos ganar.