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Habíamos pensado titular esta historia ‘Millán Astray, el último samurai’. Pero iba a sonar a típico recurso fácil de periodista falto de imaginación que termina echando mano de la lista de películas de Hollywood para titular. Si bien en este caso lo de samurai estaría mejor que peor tirado, más si tenemos en cuenta esto que escribió Millán Astray en el prólogo a la edición española del Bushido, el decálogo de los samurais: «El legionario español es también samurai». Se confirma así el dato de que Millán Astray leyó el Bushido por primera vez en Filipinas y que en sus páginas encontró la inspiración para la que sería la gran obra de su vida: la Legión española.

Pero la Legión se fundó en 1920 y las primeras noticias de Millán Astray en el trópico son de 1895. Qué hacía un joven de 16 años en semejante avispero -el número de insurrectos contra España se ha calculado en 200.000- lo explica la temprana vocación militar de nuestro protagonista y la necesidad urgente de oficiales en la guerra de Filipinas. La conjunción de uno y otro factor dio como resultado que solo dos años después de ingresar en la Academia de Infantería de Toledo, el joven Millán Astray saliese de allí con el empleo alférez.

En Filipinas, fue oficial en el Batallón de Voluntarios número 4, estuvo destinado en la región donde más insurrectos había -Luzón-, tuvo su bautismo de fuego al intentar franquear un puente sobre un río, sobrevivió milagrosamente al frente de sus hombres (casi ninguno de estos lo hizo) en el combate de las canteras de Mericanayoa, se significó en la defensa del convento de San Rafael y fue distinguido con la Cruz de María Cristina de primera clase, acreditadora del valor. La única penalidad que se ahorró fue la de ser testigo directo de la primera puesta de sol en el Imperio después de tres siglos, pues regresó a España en 1897, solo unos meses antes de todo cuanto era sólido se desvaneciera por completo.

Allá donde oyera fuego

Dos jóvenes Millán Astray y Francisco Franco.

Sirva la descripción más o menos detallada de las hazañas bélicas de Millán Astray en Filipinas para marcar la pauta que repetiría una y otra vez a lo largo de su dilatada vida de soldado: la de acudir siempre donde oyera fuego. ¿Y dónde sucedía eso en la España de comienzos del siglo XX? No en los cuartos de banderas de los cuarteles ni en los negociados de las capitanías generales, sino en Marruecos.

Allí fue destinado, en 1912, a la edad de 30 años. Voluntario, huelga decir. O no. Porque no todos los que iban lo hacían de buen grado, como él. Por ejemplo, los hijos de las familias pobres que, al contrario que los ricos, no tenían con qué pagar el estipendio con el que se librarse de ir a una guerra tremendamente impopular por ese motivo. Al fin y al cabo, era creencia común que nada se nos había perdido en Marruecos, como si nuestra presencia allí respondiese a un intento desesperado por subirnos en marcha a la enloquecida carrera colonial y no quedarnos fuera del concierto de la Historia.

Lo cierto es que a la lectura hecha carne y sangre del Bushido, Millán Astray añadió también el descontento popular, dando forma cada vez más a su idea de crear una unidad de voluntarios extranjeros. Si bien el sitio de nuestro héroe era la primera línea de combate, enfrentando peligros, los cursos de capacitación y los de Estado Mayor los tenía que hacer en la península. Y fue en una de estas, en la Escuela Central de Tiro de Valdemoro, cuando Millán Astray compartió sus planes con un joven oficial del que se ha hecho íntimo y que sería determinante en la historia de la Legión y también en la de España: Francisco Franco Bahamonde.

La guerra por fundar la Legión

Corría 1918 y Millán Astray se mete de lleno en la guerra por fundar la Legión, una guerra que no libró en los campos de batalla, sino en los pasillos y despachos del Ministerio de la Guerra. Victoriosamente, hay que decir. Para 1919, ha presentado su proyecto al ministro del ramo, general Tovar, obteniendo el plácet del Alto Comisario en Marruecos, general Berenguer, y con el entusiasta apoyo del Alfonso XIII, amigo personal de Millán Astray (años después, el rey le nombraría gentilhombre de cámara).

Comisionado por el Ministerio de la Guerra, viaja a Argelia, a Sidi Bel Abbès, donde tenía su cuartel general la Legión Extranjera y donde Millán Astray toma nota de cuanto ve. Si el espíritu de lo que de momento solo existe en su cabeza será el de los samurais, para la cosa operativa se inspirará en la unidad de élite del ejército francés, dejando siempre a salvo que la Legión solo estará al servicio de España, de sus glorias futuras pero también de las pasadas, como las llevadas a cabo por la mejor infantería del mundo: los tercios (de ahí, el nombre).

La noticia de la creación de una unidad de voluntarios extranjeros corre como la pólvora (nunca mejor traída la metáfora) por el mundo entero y son muchos los que responden a la llamada. Los tiempos no pueden ser más propicios para la empresa. El fin de la Gran Guerra ha dejado Europa sembrada de cadáveres, pero también llena de jóvenes desocupados, hasta ahora entretenidos en la cosa esa de vivir peligrosamente. Por su parte, la Revolución del 17 en Rusia ha llevado hasta los banderines de enganche a más de un ruso blanco, alguno de alta cuna, lo que acrecienta la leyenda romántica del Tercio. Llegan, además, voluntarios venidos de la América que hasta hace poco era española y también de la de la otra, la del norte, como William, un negro de Nueva York. «Que vengan», dicen que dijo Millán Astray.

 Marcelo Villebal Gaitán, primer caballero legionario español

Pero entre «la flor y nata de los aventureros» -así los definió el fundador de la Legión- no solo hay extranjeros. Los hay también españoles. Para ser precisos, un 60% de los primeros alistados, siendo el primero de todos Marcelo Villebal Gaitán, el 20 de septiembre de 1920. Lo mismo que entre los venidos de fuera, entre los autóctonos hay de todo: desde niños mal de familia bien hasta hampones de los bajos fondos pasando por hombres deseosos de olvidar su pasado y recomenzar de cero, por motivos solo por ellos conocidos. A todos ellos Millán Astray les ofrece lo que a muchos nunca nadie les habían ofrecido en su vida: ser tratados como caballeros. Como caballeros legionarios, claro.

Les ofrece también una familia -la Legión-, un hogar -Dar Riffien, viejo cuartel acondicionado por los propios legionarios-, una paga, comida buena y abundante, vistosos uniformes y la posibilidad de llegar a capitán. No solo eso, sino que al contrario que en otras unidades del ejército, las barbas y las patillas -cuanto más pobladas, mejor- son perfectamente reglamentarias, lo mismo que los tatuajes, sin importar lo más mínimo que delaten un pasado carcelario. Todo esto a cambio de un contrato por cinco años cuyas condiciones pueden resumirse en tres: obedecer, obedecer y obedecer.

Casi nada más fundarse la Legión -desde el principio allí todo es a paso ligero- enseguida entró en combate. Fue en 1921, tras una de las más espeluznantes y sanguinarias ocasiones que vieron los siglos: el Desastre de Annual, con miles de soldados españoles masacrados por los moros de Abd el-Krim bajo el mercurial sol del desierto. Los escasos supervivientes que lograron llegar hasta Melilla hacen el relato de los horrores de los que han sido testigos, provocando que cunda el pánico entre la población. Es entonces llegada la hora de la Legión.

Vivas a la Legión

El coronel, en Ceuta en 1920, con su asistente Linares.

Millán Astray y el oficial al mando de la primera bandera, un jovencísimo Francisco Franco, ordenan a sus legionarios desfilar por las calles de la plaza de soberanía con toda la fiereza y determinación de que sean capaces, no para terminar de matar del susto a los habitantes, sino todo lo contrario, para decirles que con ellos allí los moros, sencillamente, no pasarán. Aquella fue la primera vez que se dieron vivas a la Legión al paso de sus hombres, algo que de entonces acá no ha dejado de repetirse en cada uno de sus desfiles.

No fue el llamado socorro de Melilla la única hazaña bélica protagonizada por el Tercio en la Guerra del Rif. Fueron muchas otras, ocupando en todas siempre la primera línea, lo que valió a la Legión la vida de 2.000 de sus hombres, y eso que se incorporaron al teatro de operaciones en la recta final de la contienda. Mención aparte merecen los mutilados, entre los que se contaba el fundador, quien perdió un ojo y un brazo en sendos combates. Sus características heridas de guerra -al fin y al cabo, rojas insignias al valor- hicieron de él un icono popular. Toda España le idolatraba. Bueno, toda-toda no. Millán Astray también tenía sus enemigos, y más virulentos en la retaguardia que en el frente.

Por hacer corto lo largo e hilar fino con hilo grueso, Marruecos trazó una línea divisoria y casi irreconciliable entre los llamados junteros, militares destinados en la península, y los africanistas, enemigos los primeros de los ascensos por méritos de guerra de los segundos. Es en ese contexto que se lanza una campaña de desprestigio contra Millán Astray que logra lo que no lograron las balas de los moros: apartarle -por decisión propia, eso sí- de la jefatura del Tercio. Es el 13 de noviembre de 1929. A Millán Astray le sucederá Valenzuela, a Valenzuela, Franco; y a Franco, de nuevo, Millán Astray, hasta su ascenso a general.

‘El novio de la muerte’, en La Habana

La retirada de Millán Astray de la primera línea de fuego le llevó a un periplo por América en el que pudo comprobar que su fama traspasaba fronteras. No era la primera vez que salía de España ni que se lo rifaban en los salones o se daba un baño de masas, bien a pie de calle, bien saliendo a saludar desde un balcón. En la Roma de Mussolini (al que conoció, por cierto, como en Francia conoció a Pétain) le obsequiaron con un ramo de laurel del monte Palatino, como a los héroes de las epopeyas clásicas.

Ya en América, es recibido -dos veces- por el presidente Irigoyen, cuyo homólogo chileno puso a disposición de Millán Astray el tren presidencial para trasladarlo hasta Santiago de Chile. Visitó también Uruguay, México y los Estados Unidos, donde no le dolieron prendas en reconocer que West Point, donde también fue recibido con honores, era la mejor academia militar del mundo. En todos estos países, siempre reservó un hueco en su apretada agenda para la colonia española. En La Habana, sin ir más lejos, veteranos legionarios de la campaña de Melilla fueron a recibirle al puerto, en perfecto estado de revista, entonando El novio de la muerte. Cabe imaginar la emoción del viejo soldado.

Julio del 36 le sorprendió en Argentina, pero tan pronto tuvo noticia del alzamiento viajó a España para unirse al bando capitaneado por sus camaradas de tantos años: Sanjurjo, Queipo y, por supuesto, Franco. No se le dio, sin embargo, mando sobre tropa, a pesar de que la unidad que fundó, la Legión, tuvo un papel protagónico y de vanguardia en la contienda: el traslado de tropas de África a la península en aviones alemanes (el primer puente aéreo de la Historia), la toma de Badajoz y de Talavera de la Reina, la liberación del Alcázar, la batalla del Jarama, la de Brunete, la de Alfambra, la del Ebro, el socorro a Oviedo, la reconquista de Teruel, la marcha sobre Madrid…

Fundador y primer director de Radio Nacional de España

¿Y el fundador? ¿Dónde estaba el fundador? En un frente tan decisivo como los anteriores: el del agit-prop. Fue el propio quien le confió la dirección del Departamento de Prensa y Propaganda. Pocos militares de la época tan idóneos como él, Millán Astray, que desde los primeros días de la Legión puso todas las facilidades para que en las mil y una aventuras del Tercio hubiese siempre un periodista empotrado, para luego hacer al mundo el correspondiente cantar de gesta. Millán Astray, por su lado, nunca le negó una entrevista a un reporter ni le puso pegas a los fotógrafos para posar como le pedían, consciente del poder de la prensa. Pero estábamos en los primeros días de la guerra.

Como responsable de Prensa y Propaganda, puso en marcha Radio Nacional de España, de la que fue su primer director (cosa que quizás nunca leeremos en un artículo conmemorativo del ente público, como tampoco que el término Nacional hace referencia a un bando y no a una demarcación geográfica y que el primer equipo de la marca Telefunken fue un regalo de Hitler).

Al frente del aparato -nunca mejor dicho- propagandístico, permaneció hasta los primeros días del 37, tiempo suficiente para contribuir a la consolidación de Franco como jefe de Estado, retransmitir todas las noches el parte de las 10 y protagonizar un altercado que ha pasado, convenientemente distorsionado, a los anales de la Historia: su agria polémica con Unamuno el 12 de octubre del 36 en la Universidad de Salamanca.

De Hugh Thomas a la leche de pantera

Una imagen poco conocida de Millán Astray despidiendo a Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca.

La polémica, decimos, fue agria pero tampoco tanto, entre otras cosas, porque Millán Astray y Unamuno se conocían y trataban desde los tiempos del Ateneo, del que uno y otro eran socios. El caso es que la versión que nos ha llegado, la de un Millán Astray a punto de llevarse la mano a la cartuchera, desgañitándose dando vivas a la muerte y mueras a la inteligencia, todo por la alergia de don Miguel a las adhesiones inquebrantables, la versión esa, decimos, es de Luis Portillo, un profesor de Salamanca que, sin embargo, no fue testigo de los hechos.

Portillo exageró el incidente en un artículo de 1941 para la revista Horizonts y Hugh Thomas dio por buenos los hechos allí narrados y los incluyó en su leidísima The Spanish Civil War. De haber contrastado el hispanista el relato de Portillo con el de testigos presenciales, como Pemán, Ruiz Albéniz o Vegas Latapié, quizás el episodio no tendría los tintes tragicómicos que sigue teniendo hoy. Que por lo que cuentan otros la cosa no fue para tanto, vaya.

El caso es que Millán Astray pasó el resto de la guerra visitando a los heridos en los hospitales y recaudando fondos para la causa nacional, muy metido en su papel de leyenda viva, papel que desempeñó hasta su muerte en 1954, a la edad de 74 años. ¡Y de qué manera lo desempeñó! Siempre llevaba en el bolsillo retratos suyos autografiados para repartir entre los admiradores que le paraban por la calle, fue testigo de la boda de Celia Gámez y Perico Chicote creó para él un cocktail, la leche de pantera, que todavía hoy beben los lejías.

A pesar de lo ajetreado de su vida social, Millán Astray siempre tuvo tiempo para despachar con el primer legionario que llamara a las puertas de su palacete en Velázquez 99 y para dedicarse a Peregrina, la hija que tuvo con una sobrina de Ortega y Gasset, una de las muchas señoras a las que frecuentó (¿qué iba a hacer el hombre, si su legítima la noche de bodas le dijo que era virgen y que pensaba seguir siéndolo?). También tuvo tiempo para la beneficencia, en particular con los vecinos del madrileño barrio de Las Latas, en Carabanchel, donde una calle lleva su nombre -¡todavía hoy!- en gran parte por la decidida defensa de sus caballeros legionarios contra las leyes de la damnatio memoriae.

Sus enemigos, quizás no lo sepan, lo que no le perdonan es que viviera la vida peligrosa y apasionadamente, en continuos amoríos con la muerte, como corresponde a toda una gloria nacional.