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El pasado 25 de noviembre se cumplieron cincuenta años del suicidio ritual del escritor Yukio Mishima. Un nombre que cuenta con el hito de ser el literato nipón más universal, manteniendo, medio siglo después de su muerte, el interés por su obra, su vida y su fallecimiento.

“Lo que impresiona a los occidentales no es nuestra literatura sino nuestras espadas”, aseguró en cierta ocasión el propio Mishima. Y no era una simple afirmación, porque las katanas de los viejos samurái siguen causando fascinación a todos aquellos que las contemplan y tienen la oportunidad de esgrimirlas. Tal vez por eso Mishima también impresiona y fascina como lo hizo, en su momento, con personalidades tan distintas como Henry Miller, Marguerite Yourcenar o Juan Antonio Vallejo Nájera.

Porque vivió, en sus últimos años, con una espada en la mano y se quitó la vida con una de ellas. No fue una casualidad que una de sus obras finales, probablemente la que marcaba su código de conducta, sus ideas fuerza, se titulase “El Sol y el Acero”. Un guiño al astro rey y su vinculación al Japón más inmortal para Mishima (el Imperio del Sol Naciente) y al metal con el que se forjan las espadas samuráis.

Yukio Mishima

Mishima es, sin duda, un representante de la vieja casta guerrera de los samurái, en la que el suicidio ritual, el ‘seppuku’, es un acto obligado ante la derrota o el deshonor (para muchos, lo uno es lo mismo que lo otro) o como protesta contra una situación. En eso, Mishima entroncó directamente con sus antepasados (procedía de una familia samurái) después de transitar por un largo sendero.

Y es que Mishima no fue un hombre lineal sino contradictorio. El escritor que quiso devolver Japón a sus fundamentos tradicionales era, al mismo tiempo, un espíritu fascinado por las vanguardias y la estética moderna, capaz de aunar la fascinación por los valores clásicos nipones y sus plasmaciones con planteamientos futuristas. De fascinarse por igual con el ‘kabuki’ -el teatro tradicional japonés- y con un caza F-104 ‘Starfighter’. De apasionarse por la antigua Grecia (hasta cultivar su cuerpo en el gimnasio para conseguir el canon clásico) y la lectura de autores como Homero, Esquilo o Sófocles a contribuir a la reedición en 1967 del breviario ‘Hagakure’, los pensamientos del samurái retirado Yamamoto Jocho, recogidos por sus discípulos en el siglo XVIII. Una obra, cuya traducción es “A la sombra de las hojas” (no hay que olvidar que la flor del cerezo era el símbolo de los samurái), y cuya influencia en los jóvenes nacionalistas y en la oficialidad de Japón obligó al ocupante estadounidense, tras 1945, a prohibir su edición durante años.

Mishima: un hombre de contradicciones

Porque si por algo destacó el escritor fue por su carácter contradictorio. El Mishima que entró en el cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa de Japón con sus seguidores del ‘Tatenokai’ o Sociedad del Escudo, arengó a las tropas (con escaso éxito) y se quitó la vida al modo samurái tradicional abriéndose el vientre y siendo decapitado por un discípulo un 25 de noviembre de 1970 no siempre fue así. Hubo otro Mishima que se libró de combatir en la Segunda Guerra Mundial por un error médico que no desmintió. La vía del guerrero tradicional llegaría más tarde y sería la que le llevaría, entre otras, a redactar las “Lecciones espirituales para los jóvenes samurái”. Una obra editada, de forma muy tardía (2001), en España y que contó con una introducción pionera de uno de los mejores conocedores de Mishima en España, Isidro Juan Palacios, a quien le corresponde el justo título de haber sido uno de sus principales divulgadores en los años 80 y de haber escrito una de sus biografías más completas en español, publicada semanas atrás.

Pero decíamos que Mishima fue un hombre de contradicciones. Él, que quiso retornar a las raíces tradicionales de Japón, se fascinó por la estética y la cultura europeas. Lector de Mann, de Nietzsche, de Wilde, de Goethe o de Schiller, entre otros, viajó por Europa y se apasionó -ya lo hemos relatado- por la Grecia clásica. Esculpió su cuerpo como un Praxíteles a golpe de pesas y gimnasio, compaginándolo con el kárate y el kendo.

Portada del libro: “Lecciones espirituales para los jóvenes samurái”

El ejemplo más destacado fue su propio hogar, como lo describieron algunos de sus entrevistadores. Una casa decorada como una villa de la Costa Azul francesa, con una estatua de Orfeo en el jardín, y que reflejaba su propia personalidad de futurista a lo nipón, con una planta amueblada al estilo del siglo XVIII francés y un primer piso dotado de muebles ultramodernos para la época.

Fue, también, un esteta. O, al menos, alguien que asumía el lema que, mucho tiempo después, acuñaría Dominique Venner y que entroncaba con el ideal griego: “La estética funda la ética tanto como la ética funda la estética”. Comenzó por su propio cuerpo y prosiguió con sus creaciones, literarias y prosaicas. Palacios ha recordado cómo se jactó de que su milicia particular, los ‘tatenokai’, contara con una uniformidad diseñada por Tsukumo Igarashi, el único estilista japonés que había diseñado para el general De Gaulle.

Ese interés por lo bello, por lo estético, llegó a extremos curiosos. En mayo de 1969 Mishima se encerró en una sala del campus de Komaba repleta de miembros de la extrema izquierda universitaria, especializados en zurrarse de forma muy efectiva con la policía, para mantener un debate solicitado por éstos. El ambiente no era acogedor: más de dos mil estudiantes, muchos de ellos manejando con más soltura la porra que los libros, e innumerables pintadas con consignas de ultraizquierda de todo tipo en el recinto. Aún así, hubo intercambio dialéctico de alto voltaje durante dos horas y media. Pero, curiosamente, no se llegó a las manos o a algo peor. Tras el encuentro, Mishima hizo una transcripción y lo editó, cediéndole al Zengakuren la mitad de las ganancias. “Con ese dinero habrán comprado cascos y fabricado cócteles molotov. Yo, por mi parte, compré los uniformes de verano de la Sociedad del Escudo”, explicó.

Mishima era también ese hombre capaz de renunciar a un Premio Nobel de Literatura en beneficio de un amigo, maestro y testigo de su boda, Yasunari Kawabata, que, por cierto, se quitaría la vida por suicidio dos años después de su muerte. Kawabata no era objetivo por razones obvias pero definió a Mishima así: “Un genio como el suyo únicamente lo produce la humanidad cada doscientos o trescientos años”.

Y tenía razón. A cincuenta años de que Hiroyasu Moga descargase su sable sobre el cuello de Mishima, el interés por su obra y su vida sigue más vivo que nunca.