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De pocos personajes históricos puede sacarse una cantidad tal de petróleo cinematográfico como de Rodrigo Díaz, el Cid Campeador de Vivar. Reúne todos los requisitos del héroe de ficción. Vivió hace mucho tiempo y no es demasiado lo que sabemos de él, lo que faculta al director para tomarse cuantas licencias desee sin que la cosa chirríe. Le tocó vivir una época lejana, perdida en las brumas de la historia, pero repleta de intrigas palaciegas que, convenientemente abrillantadas, dan color y sabor a la historia. Era un tipo de su tiempo, caballeresco y propenso a hombradas, algunas sin mucho sentido práctico como todo héroe que se precie. Por último, está envuelto en la leyenda y es más o menos conocido por el gran público, esto evita tener que presentarle, todos sabemos quién fue el Cid, aunque sólo sea por aproximación.

Pues bien, con todo eso a favor, con tan buena materia prima, la serie creada por José Velasco y Luis Arranz, pierde la oportunidad de hacer algo digno de ser recordado. El personaje no se merecía semejante patinazo perpetrado, además, por sus paisanos. No es la primera vez que el Cid pasa por la gran pantalla. En 1961 Charlton Heston se embutió en la cota de malla del héroe castellano por antonomasia y, de la mano de Anthony Mann, firmó una interpretación impecable. Aquel Cid es memorable, una de las mejores películas de épica medieval jamás rodadas. Velasco y Arranz tenían el listón alto, pero, a cambio, contaban con dinero suficiente para pulir la producción y cinco capítulos por delante. Había espacio para tratar a fondo el personaje, algo de lo que Mann carecía por los imperativos del largometraje, y recursos para convertir su historia en un grandioso espectáculo visual.

Jaime Lorente interpretando a El Cid

Hubiese bastado con afinar bien el guion y escoger el reparto con mimo. Ahí es donde falla esta serie. El guion, más o menos fiel a la historia del Cid, es lento y enrevesado, especialmente en el primer capítulo. Por razones que desconozco los creadores alargan innecesariamente los diálogos y se recrean con naderías que lo único que añaden son minutos inútiles al metraje que complican el relato. Esa tara, habitual, por lo demás, en el cine español, se ha cargado otros grandes dramas históricos como la película dedicada al Capitán Alatriste, dirigida por Agustín Díaz Yanes con más pena que gloria hace ya quince años.

Quizá el problema radica en la concepción misma de la serie. Querían, en sus propias palabras, contar la historia del hombre detrás de la leyenda. El Cid es quien es por su condición legendaria, no por quien fue en el mundo real. Esto último lo desconocemos ya que no es mucho lo que nos ha llegado de él. Su figura inspiró el “Cantar del Mío Cid”, un poema épico en verso que relata sus hazañas gloriosas, pero que no se mete en pormenores porque de Rodrigo Díaz de Vivar no nos interesa la persona, sino el personaje. Esto era así hace mil años y sigue siendo así en nuestros días. A nadie le llama la vida y sentimientos íntimos de un mercenario cristiano del siglo XI. Nuestros antepasados y nosotros mismos nos quedamos con la leyenda y apartamos las interpretaciones personales, todas inventadas, como un niño aparta los guisantes en un plato de albóndigas.

En “El Cid” de Velasco y Arranz hay poca leyenda y mucho drama contemporáneo. Podrían, con todo, haber salvado parte de la empresa si hubiesen escogido bien al protagonista, pero ni eso. El Cid lo encarna un tal Jaime Lorente, un actor murciano famoso por haber interpretado al macarra de “La casa de papel”, una serie de Netflix a la que ha acompañado el éxito en todo el mundo. Tal vez como macarra de la talla, como Rodrigo Díaz de Vivar definitivamente no. Nos pinta un Cid muscular y jactancioso, sobreactuado y tremendo, intenso y amigo de pendencias. Perfecto para engrosar el monstruoso plantel de “Mujeres, hombres y viceversa” como tronista, no tanto para transportarnos al año mil a lomos de Babieca. No todo el reparto está a un nivel tan bajo. Juan Echanove, por ejemplo, firma un meritorio papel bajo la mitra del obispo don Bernardo. Lo mismo puede decirse de José Luis García Pérez como Fernando I e incluso, apurando el cáliz de la magnanimidad, de Carlos Bardem en el del conde Flaín Fernández de León.

Carlos Barden en una escena de la serie

El resultado no es propiamente un desastre porque verse se deja ver, pero sí una manera de tirar el dinero y agotar la paciencia del espectador bienintencionado en los primeros cuarenta minutos del primer capítulo. La producción está bien ambientada y es justo reconocer la atención al rigor histórico y el trabajo minucioso del director de fotografía, pero no pretendía ser un documental, sino una obra de ficción en cinco entregas. En una serie es fácil saber si la cosa funciona o no. Si tras terminar el primer capítulo sientes el irrefrenable apremio de ver el segundo el director lo habrá conseguido. Con “El Cid” de Amazon Primer Video no sucede. He ahí su fracaso.