Hijo de un médico y una científica Niall Campbell Ferguson, escocés del 64, no parecía llamado a convertirse en uno de los historiadores más famosos del mundo. Se metió en eso, en el estudio de la historia, después de leer «Guerra y Paz» de Tolstoi cuando tenía 15 años. Eso y obras de Taylor como «Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial» le llevaron de cabeza al Magdalen College de Oxford, el mismo que vio pasar por sus aulas a Oscar Wilde o Erwin Schrödinger.
Sus inicios en Reino Unido
Fue allí donde, con apenas 18 años, decidió dos cosas aparentemente contrapuestas. La primera hacerse conservador porque le gustaba Margaret Thatcher, la segunda aficionarse a la música punk. Ambas estaban muy de moda en la Inglaterra de los primeros ochenta pero no solían ir de la mano. Eso no le impidió graduarse en Historia con matrícula de honor y obtener posteriormente el doctorado, también en el Magdalen College, su genuina alma mater a la que, por cierto, nunca regresó para impartir clase como hacen casi todos los ex alumnos brillantes.
A Ferguson Oxford se le quedaba pequeño, tenía hambre de mundo, pero cuando se es un simple profesor de Historia recién graduado no es un deseo tan fácil de cumplir. Necesitaba primero un nombre y algunas publicaciones para que se fijaran en él. Tan pronto como recibió el diploma de doctorado se marchó a la competencia, a la Universidad de Cambridge, a dar clase en el Jesus College y el Christ College, toda una declaración de intenciones porque Ferguson es de esa variedad de ateos que no sólo no alberga odio hacia la religión, sino que la respeta profundamente y hasta se permite el lujo de asistir a misa ocasionalmente.
Pero la especialidad de Niall Ferguson no es la historia de las religiones, sino la de la economía y, más específicamente, la de las finanzas, disciplina que ha popularizado y a la que ha hecho importantes contribuciones como un monumental ensayo en dos tomos sobre la historia de la casa Rothschild, la saga de banqueros judíos que ríos de tinta ha hecho correr en los dos últimos siglos, aunque más en el capítulo de la propaganda política que en el de la historia. Tras su publicación le llovieron las felicitaciones, algunas inesperadas como la del historiador marxista Eric Hobsbawm, que le reconoció públicamente el mérito y alabó excelente trabajo que había hecho.
El salto a Estados Unidos y el instinto empresarial
La obra sobre los Rothschild le permitó saltar el charco y establecerse en Estados Unidos, donde se empleó como profesor en la escuela de negocios de la prestigiosa Universidad de Nueva York. América despertó su instinto empresarial. Ferguson es un historiador atípico, de los pocos que conjugan en armonía su labor académica con sucesivos emprendimientos mercantiles. Ha fundado tres empresas de consultoría geopolítica y ha prestado sus servicios en firmas de banca de inversión como Morgan Stanley. No es tan extraño, un historiador es a veces más útil que un contable para tomar ciertas decisiones empresariales.
Los historiadores piensan -pensamos, por la parte que me toca- mediante analogías. Es una deformación profesional imposible de corregir. Cuando nos enfrentamos a un problema empezamos a tirar de archivo haciéndonos dos preguntas: ¿esto ha sucedido antes? y ¿cómo salieron de aquello? Es una metodología no infalible pero sí muy efectiva porque los seres humanos interpretamos siempre distintas variaciones de la misma partitura. No es que todo haya ocurrido ya, pero lo que ocurre presenta semejanzas con algo que sucedió en el pasado. Se trata, por lo tanto, de identificarlo y sacar las oportunas conclusiones.
En el campo de la economía y las finanzas ese conocimiento es muy valioso. Cuando se leen con atención obras clave de Ferguson como «El triunfo del dinero» es sencillo extraer un buen puñado de enseñanzas en cada capítulo. «El triunfo del dinero» («The ascent of money» en inglés) publicado en 2008, catapultó a Ferguson al Olimpo de los historiadores de fama mundial, esa exigua minoría de afortunados a quienes editoriales de todo el mundo cortejan para hacerse con sus derechos y volcar sus obras a su lengua. Para entonces ya había escrito dos de sus ensayos fundamentales: «Imperio» y «Coloso», dos estudios sobre el imperialismo, el primero acerca del imperio británico, el segundo acerca del estadounidense, ambos cargados de erudición y buenas interpretaciones.
Fue entonces cuando la crítica le convirtió en el heredero del legendario Paul Johnson. Algo de eso hay pero Johnson y Ferguson son dos historiadores muy diferentes, tanto por sus intereses como por sus objetos de estudio. Les une un estilo literario extraordinariamente ameno y el gusto por la anécdota y el detalle, algo que revela una curiosidad insaciable y la importancia que tiene lo accesorio en la historia. Es imposible entender las biografías sin prestar atención a los detalles. Lo mismo sucede con grandes procesos históricos. El detalle no lo es todo, pero es muy importante.
Lo que no pasó y podría haber pasado
Otra de las especialidades de Ferguson, una fascinante por cierto, es la historia contrafactual, es decir, lo que no pasó pero podría haber pasado. Esta afición es algo que le viene de lejos. Ya en los años 90, cuando aún residía en el Reino Unido, publicó un ensayo, lamentablemente no traducido al español, que se titulaba «Virtual history: alternatives and counterfacts» en el que ponía sobre la mesa preguntas que no nos solemos hacer pero que iluminan mucho el entendimiento de ciertas épocas. Qué hubiese pasado, por ejemplo, si los EEUU no se hubieran independizado en 1776, o si no hubiesen asesinado a Kennedy en Dallas, o si la Unión Soviética hubiera terminado por imponerse en la Guerra Fría.
Una vez más la analogía pero en negativo, demos la vuelta a los hechos y especulemos, a fin de cuentas la historia siempre nos ofrece algún asidero al que agarrarnos para construir un relato alternativo. Muchas cosas no han pasado pero podrían haberlo hecho, sabiendo dónde buscar nos encontramos con que algo similar sí sucedió en algún momento de la historia. Este tipo de ejercicios que rozan con el virtuosismo le han permitido a Ferguson meterse de lleno en campos minados comos sus estudios del imperialismo, escritos desde la simpatía hacia el imperio, algo que en una disciplina como la historia, embadurnada con tres o cuatro capas de marxismo desde hace un siglo, es poco menos que ponerse del lado del diablo.
Un lugar este que a Ferguson parece complacerle. No oculta su admiración por la civilización occidental y sus logros. El mundo actual es el resultado final del triunfo de nuestra civilización y nuestra manera de entender el hombre y el mundo. Un mundo en el que la democracia y el respeto por los derechos humanos son la regla y no la excepción, en el que la tiranía está mal vista y se ha desechado la guerra como único argumento válido. Ese milagro se lo debemos a Occidente y es precisamente lo que Ferguson trata de explicarnos.