Estamos de fiesta. Hoy se cumplen ciento diez años desde su nacimiento, y Nicolás Gómez Dávila (Bogotá, 18 de mayo de 1913-Bogotá, 17 de mayo de 1994) sigue siendo una sorpresa. Para todos. Aún están los que lo están descubriendo ahora mismo con pasmo. Luego, los que lo descubrirán pronto. Los que lo harán más tarde. Y siempre estamos los que le conocemos desde que en 2002 la editorial Áltera de Barcelona tuviese el acierto de publicar sus Sucesivos escolios a un texto implícito con prólogo de Álvaro Mutis, que tampoco dejamos de sorprendernos de que a estas alturas sea todavía un gran valor a descubrir.
Su falta de celebridad no ha sido por inactividad de sus lectores, siempre fervorosos. En Europa, desde Ernst Jünger, nada menos, a Franco Volpi. Jünger dijo que era «una mina para los amantes del conservatismo». En España, Aquilino Duque lo reivindicaba a la menor ocasión. También Julia Escobar y José María Marco. Y Domingo González y Carlos Marín-Blázquez. En la revista Nadie parecía, que co-dirigíamos José Mateos, Abel Feu y yo, le dedicamos una separata en 2003. ¡Hace veinte años! El filósofo Juan Arana ordenó, según utilísimo criterio temático, el libro Escolios escogidos (Los papeles del sitio) en 2007. En 2009, Atalanta publicó por fin los aforismos completos: Escolios a un texto implícito. José Miguel Serrano Ruiz-Calderón ha estudiado profundamente su obra, resumiendo sus trabajos en el ensayo biográfico Democracia y nihilismo (Eunsa, 2015). No podemos quejarnos, por tanto, de falta de acceso.
Las redes se han sumado. Hay varias cuentas de Twitter dedicadas a su pensamiento y, sobre todo, tenemos el privilegio de poder oír una antología de sus escolios en su propia voz, en dos entregas deliciosas.
Pero inexplicablemente todavía no ha llegado del todo al público general. Recordaba Eugenio d’Ors la profecía de Sorel: «Ha de llegar muy pronto para la universidad francesa el día en que los estudiantes interrumpan a sus profesores al grito de: “Habladnos de Pascal”, con la misma impaciencia con que los alumnos de las universidades italianas, a comienzos del siglo XVI, exigían de los maestros para poner sus doctrinas a prueba: “¡Habladnos del alma!”». Con Nicolás Gómez Dávila, la profecía está al caer y a mí me han pedido artículos sobre él con una llamativa insistencia.
Gómez Dávila nos mide. Él indicó: «Sin lector inteligente, no hay texto sutil». De vez en cuando, a uno se le escapa la gracia de un escolio. Entonces tiene que sospechar mucho, ay, de sí mismo. Si uno encuentra un escolio romo, ha de leerlo otra vez porque, dicho con las palabras de Gómez Dávila, «el lector se cree ante un error. Y está ante una emboscada». Tras una segunda o tercera lectura, suele mostrar, oh, su sutileza; y uno respira aliviado, porque «oír una opinión inteligente reconcilia con la vida». Sin embargo, hay dos pequeñas obsesiones suyas que no comparto a pesar de mis relecturas.
La primera es su desapego de la cultura española. Es, como en su admirado Jorge Luis Borges, un tic de criollo de clase alta, me temo. Yo lo leo con una sonrisa, porque pocas cosas hay más hispánicas, como diagnosticó Bartrina: «Oyendo hablar un hombre, fácil es/ saber dónde vio la luz del sol./ Si alaba Inglaterra, será inglés;/ si reniega de Prusia, es un francés;/ y si habla mal de España… es español». A nuestros nacionalistas peninsulares les acontece lo mismo. Del mismo modo, lo menos español que tengo yo es mi pasión por mi patria, que casi parezco inglés. Con todo, Gómez Dávila, que presumía de leer más en otros idiomas, escribió todo lo suyo en español, como Borges, y así incluyó en nuestra tradición aquellos tonos y estilos que echaba de menos en ella. Después de sí mismo, se podría quejar bastante menos. Por otra parte, tiene un motivo superior, que le reconocemos con una reverencia: «El catolicismo es mi patria», afirmó. Esto también es una cosa muy española, por cierto.
Mi segunda pega es su contundente antinatalismo, quizá otro tic de clase alta o un resabio de su tiempo, aún malthusiano.
Yo que tanto he soñado con imitarle, no practico su tono faltón, pero sería un hipócrita si lo criticase, pues lo disfruto como un enano (en hombros de gigante). Sin duda es lo que necesita nuestra modernidad, a la que fustiga sin descanso. Gómez Dávila no perdona a un tonto. Eso se lo hace disculpar con una esmerada educación. «Sin dignidad, sin sobriedad, sin modales finos, no hay prosa que satisfaga plenamente», se había dicho. Y como le importaba el tema, insistió: «Al libro que leemos no pedimos sólo talento, sino también buena educación». Por eso añadía siempre una matizada autoironía. Véase este escolio autobiográfico: «Casi rico, casi buen mozo, casi inteligente, casi con talento… mi vida ha consistido en un perpetuo perder el tren por unos pocos minutos de retraso». Suyo es este criterio ejemplar, que tengo siempre presente: «Mientras lo que escribimos no le parezca obsoleto al moderno, inmaduro al adulto, trivial al hombre serio, tenemos que volver a empezar».
Como prosista es acerado. No sobra nada. Como pensador es afilado. No hace concesiones a la modernidad. Estamos ante un reaccionario sin resquicios. Así que, si son ustedes moderados, ándense con cuidado porque resulta incómodamente convincente. Desdeñó, por ejemplo, los premios con el epigrama perfecto: «Increíble que los honores enorgullezcan a quienes saben con quienes lo comparten». Fue exigente con la Iglesia como un Dante del siglo XX: «Los católicos no sospechan que el mundo se siente estafado con cada concesión que el catolicismo le hace».
Por supuesto, se le puede leer en pequeñas dosis, como un arsenal de ideas reaccionarias. Véanse las enlazadas cuentas de Twitter. Para una mayoría de sus lectores, la calidad de su escritura las hace aceptables; o, mejor dicho, inaceptables pero hipnotizantes. Él eso lo sabía: «Si el escritor logra, de vez en cuando, abrir y cerrar su frase como una mano pliega y despliega un abanico, sus ideas nos seducen cualesquiera que sean». Lo prueba el hecho de que entre sus desazonados admiradores se cuentan destacados pensadores de izquierdas, como Gabriel García Márquez, que declaró, extrañamente: «Si yo no fuera comunista pensaría en todo y para todo como él», como reconociéndonos que su ideología interfería en su pensamiento. O Fernando Savater, que confesaba lo «agónico y casi contradictorio» de su pasión por Gómez Dávila. Con la divergencia ideológica, Gómez Dávila parece contar siempre, casi con agradecimiento, para dar nervio a su obra: «Sólo un talento evidente hace que le perdonen sus ideas al reaccionario, mientras que las ideas del izquierdista hacen que le perdonen su falta de talento».
Pero su gran emboscada consiste en hacernos creer que estamos ante una obra fragmentaria. Su obra única, pero implícita, campa (como en la carta del cuento de Poe) en todos sus títulos. Es implícita porque el autor confía en nuestra inteligencia para adivinarla: basta que dibujemos con pulso firme la línea de sus sucesivos escolios, como en el juego de unir los puntos. Cuando, además de la admiración literaria, sentimos una peligrosa comprensión de su pensamiento y –lo que es más peligroso aún– del mundo, es que hemos dado con el texto implícito. Lo dijo él mismo: «Del libro del reaccionario el lector sale menos indignado de lo que entra».
Y nunca se sale del todo. Como toca la piedra viva de la verdad, es inagotable y, aunque le asustase el adjetivo, actual; pero a la contra. Lo he pensado al descubrir cuatro escolios que responden con toda exactitud a la cuestión palpitante de la inteligencia artificial. No hay mucho más que decir que esto:
La crítica romántica nos enseñó a leer no solamente libros, sino autores. Allí aprendimos a escuchar en la obra la resonancia de un alma.
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Una obra es literaria cuando autor y obra son inseparables, científica cuando cualquiera puede haberla escrito.
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Para seducir no es necesario que el escritor tenga algo que decir, sino que sea alguien.
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Lo que el escritor inventa primero es el personaje que escribirá sus obras.
No hay tema candente al que Nicolás Gómez Dávila no le coja la medida. Su actualidad, con ciento diez años, es otra de sus sorpresas. Son inagotables.