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Los chavales de mi pueblo se están poniendo tan fuertes que parecen profetas desprendidos del techo de la Capilla Sixtina. Son como esos muñecos de los libros de anatomía, pero con piel. De hecho les están creciendo músculos cuya existencia creía puramente teórica. Es el caso de un arbotante de masa endurecida que les une el cuello con el hombro y que recibe el nombre de “trapecio”.

La causa de tanto trapecio, a la espera de que venga un nuevo nombre a designar lo mismo, es el CrossFit, ideado por Greg Glassman en 1974 y con más de 15.000 gimnasios a día de hoy. La juventud acude a diario a hacer unos ejercicios que antes estaban circunscritos a las películas de marines. De mil amores sudan, se sofocan, vomitan, pierden el conocimiento y echan mioglobina en la sangre hasta embotar los riñones. Dicen hacerlo porque les sienta bien y, de paso, acaban con unos cuerpos tan desmesurados que no parecen suyos del todo, como si estuviesen en ellos de alquiler.

El hombre centrípeto

Según defiende Barbara Ehrenreich en su libro Causas naturales; cómo nos matamos por vivir más, la obsesión por el ejercicio, de la que el CrossFit es una ramificación más, surge en Estados Unidos a finales del siglo XX y debe entenderse a la luz del ensimismamiento del hombre actual, el hombre digital y centrípeto. La ensayista asegura que en nuestro mundo contemporáneo, despojado de seguridades, ingobernable e incomprensible, el sujeto se vuelve sobre sí mismo como el único terreno que realmente puede gobernar. Como en la canción de Nina Simon, puede que no tengas nada, pero aún tienes un cuerpo, y tu cuerpo es tu obra, por tanto, fortalécelo, cuenta las horas de sueño ligero y distínguelas de las de sueño profundo, enumera tus pasos diarios, desgrana los escalones de las escaleras, planifica lo que comes y sopesa lo que defecas. Lo explica Jim Fixx, una de las piernas más destacadas del amanecer del fitness:

«Después de perder en gran medida la fe en la sociedad, los gobiernos, los negocios, el matrimonio, la iglesia, etcétera… parece que hemos centrado la atención en nosotros mismos y depositado toda la fe de que somos capaces en nuestras mentes y en nuestros cuerpos».

Supersticiosos de la salud

El yo, sobre todo en su dimensión corpórea y sensible, considerado como proyecto en sí mismo; no como vehículo, sino como finalidad de la existencia. El problema es que los cuerpos, al menos según la última vez que consulté un espejo, envejecen. Por tanto, el perfeccionamiento físico en la juventud se convierte en conservación con la madurez. Y no es tarea fácil porque todo lo orgánico se desbarata. Puede desbaratarse de repente por, digamos, el atropello de un camión; pero si consigues estar un número suficiente de años sin ser atropellado, igual acabas destrozado por dentro; y eso es una realidad que la sociedad ensimismada no quiere mirar de frente. Así, nos hemos convertido en supersticiosos de la salud. Y si el Evangelio pregunta: ¿Quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida? Habría que contestar: los que cumplan los mandamientos dietéticos y los esforzados.

El señor John H. Knowles, director de la Fundación Rockefeller y promotor de la “doctrina de la responsabilidad personal”, defendió que la mayoría de enfermedades se debían al mal comportamiento, es decir, si enfermas es por tu culpa. Es de suponer que lo suyo –murió a los 52 años de un cáncer de páncreas– fue mala suerte, pero el resto se lo busca a sabiendas, casi se suicida a plazos a base de “glotonería, consumo incontrolado de alcohol, conducción temeraria, promiscuidad sexual y tabaquismo”. De este modo, la famosa definición de “salud” como “estado transitorio que no augura nada bueno”, solo sería aplicable a los negligentes, a los que muerden el chuletón prohibido, beben alcohol –cualquier otra cosa no es propiamente “beber”–, se inmolan en el soñador humo del tabaco o cometen cualquiera de esos delitos que tanto azuzan a la muerte. Y cuando la propia Ehrenreich asegura que “la vida es demasiado corta para renunciar a estos placeres, y sin ellos sería demasiado larga”, la sabemos sentenciada, y sentenciada por su gran culpa.

Sobrevivir a cualquier precio

Y como la muerte es hasta cierto punto obra del hombre, más concretamente del difunto, a cada defunción le sigue lo que la autora llama una “autopsia biomoral”, esto es, una búsqueda del comportamiento que le ha llevado a la tumba. Eso, primero, da una explicación a lo que no requiere ninguna; segundo, culpa al yacente; y, tercero, tranquiliza a quienes no compartían su debilidad. Es que fumaba, dicen apenados y reconfortados los que no lo hacen. Y aunque el libro fue publicado en 2018, parece hablar de una pandemia que solo las autopsias biomorales han conseguido articular. En el fondo, lo único comprensible de este jaleo ha sido el convencimiento callado de que, al final, de covid ha muerto quien se lo ha merecido, bien sea por una dejadez que ya le tenía debilitado, bien por no cumplir o incluso no redoblar las restricciones. Y si en último término no depende de ti sobrevivir a la infección, sí ha dependido de ti contagiarte. ¿Qué mano has estrechado? ¿Qué beso no has esquivado? ¿En qué calle concurrida respiraste hondo? ¿Qué has hecho para morir, picarón?

Sí es obra coronavírica La sociedad paliativa, último libro del fecundísimo Byung-Chul Han. Esta vez, el filósofo surcoreano, a propósito del dolor y de nuestros denodados intentos por evitarlo, analiza cómo el virus nos ha convertido en una sociedad de la supervivencia. Para preservar la vida, la hemos degradado, anquilosado. “De buena gana –escribe–, sacrificamos a la supervivencia todo lo que hace la vida digna de ser vivida”. Nos hemos vuelto seres liminares, zombis: “demasiado vitales para morir”, pero al mismo tiempo “demasiado muertos para vivir”.

Habría que recordar que el mortal nace, no se hace; y que malgastar tiempo real para ganar tiempo hipotético es un negocio ruinoso desde cualquier punto de vista. Nadie, o pocos, quieren morir, pero todos lo haremos, así que la posición más sensata, o al menos la más vital y libre, es darse por muerto y vivir mientras tanto. O en palabras de Lichtenberg:

«Hay dos caminos para alargar la vida. El primero consiste en alejar los puntos del nacimiento y la muerte. Se han inventado tantas máquinas y cosas para lograrlo que si uno las viera todas juntas sería imposible pensar que sirven para alargar el camino […] La otra consiste en aminar más lento y dejar los dos puntos donde Dios quiera. Ésta corresponde a los filósofos, que saben que no hay nada mejor que recolectar plantas, caminar sin rumbo fijo, saltar una tumba de vez en cuando, dar un rodeo hacia terreno despejado, donde no haya quien observe y uno se atreva a dar una voltereta».