1798, el inglés Edward Jenner descubre la vacuna contra la viruela, enfermedad que llevaba diezmando poblaciones desde hacía siglos. Europa por fin respira aliviada. Pero ¿y el resto de continentes? ¿Cómo hacerles llegar el suero sin que se echara a perder en el empeño? Esta era la principal preocupación de España, en cuyo imperio -todavía- seguía sin ponerse el sol.
¿Y si el virus se inoculaba en los brazos de una veintena de niños, manteniéndolo así vivo hasta arribar a las playas de América y Filipinas? No se hablara más. Carlos IV financió la operación y puso al frente a uno de sus médicos de cabecera, Francisco Javier Balmis y Berenguer, quien, a su vez, nombró como segundo a José Salvany y Lleopart, médico como él. Pedro del Barco, capitán de la nave, e Isabel de Cendala, enfermera a cargo de los pequeños portadores de la solución, también jugaron un decisivo papel en el operativo, que se saldó con un éxito.
La expedición filantrópica -la primera de la historia con carácter internacional- no solo administró vacunas; también instruyó a médicos locales sobre su uso. Imposible calcular el número exacto de vidas que se salvaron. Tal vez millones. Lo que casa mal con los propósitos genocidas que algunos atribuyen insidiosamente a la acción imperial de España.
En su día, la gesta asombró al mundo y hoy, dos siglos después, sigue siendo motivo de admiración. Así, el Ministerio de Defensa ha bautizado con el nombre del alicantino Balmis al dispositivo militar para luchar contra el coronavirus. Sin menospreciar al catalán Salvany, al vizcaíno Del Barco o a la gallega Cendala. O lo que es igual: al impulso de logro de los españoles cuando es más lo que les une que lo que les diferencia.