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El momento más significativo de la gala de los Óscars 2023 se produjo antes de que se entregara ningún premio. El presentador de la ceremonia, Jimmy Kimmel, quiso dejar un recado a Tom Cruise y James Cameron por no estar presentes en el Dolby Theatre de Los Ángeles: «Las dos personas que han insistido en que fuéramos al cine [este año] no están aquí [esta noche]».

En realidad, las palabras de Kimmel dejaron traslucir dos errores de concepto. El primero es que ni Cruise ni Cameron necesitaron «insistir» en que los espectadores fueran a ver sus películas, sino que estos lo han hecho de buena gana. Así lo atestiguan los 1.493 y los 2.294 millones de dólares que Top Gun: Maverick y Avatar, la forma del agua han recaudado respectivamente. El segundo error es que Kimmel dijo aquello como un pretendido ataque a los ausentes sin reparar en que sus palabras eran en realidad una enmienda a lo que hoy representan los Óscars.

Desconexión y distancia

En efecto, si algo ha dejado claro la ceremonia de este año —y también otras ediciones recientes—, es que la Academia sufre una desconexión cada vez mayor con el mundo real. Igual que los políticos fantasean con carreteras libres de coches de combustión o con una dieta que sustituya los chuletones por los insectos, Hollywood se sitúa a una creciente distancia del pueblo, es decir, de los espectadores que llenan las salas, para arrojarse en brazos de la crítica más woke. Así lo atestiguan las siete estatuillas de la gran vencedora de la noche, Todo a la vez en todas partes, una película sí, original, pero que acabó llevándose el mismo número de premios que capturaron en su día La lista de Schindler, El golpe, Lawrence de Arabia o Los mejores años de nuestra vida.

La película dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert recaudó, por volver a Tom Cruise y James Cameron, catorce veces menos que la continuación de Top Gun, una trepidante cinta muy clásica en sus formas y que se ha convertido en todo un fenómeno de masas. Pero es cierto que la taquilla no es el único parámetro para medir la calidad de una película. De hecho, es probable que la segunda entrega de Avatar sea muy prescindible, más allá de sus avances técnicos, y es seguro que la que tal vez sea la mejor película de este año, Babylon, ha supuesto un tremendo fracaso en términos de recaudación.

Un Hollywood rendido ante la ideología

Con todo, el caso del filme dirigido por Damien Chazelle es muy interesante. La cinta, un catártico y transgresor retrato del Hollywood de los años veinte y treinta, no fue ni nominada a mejor película y, para más inri, se le negaron sus únicas tres candidaturas, diseño de producción, banda sonora y vestuario (es un crimen que no ganara al menos las dos últimas). El motivo de semejante desprecio al filme protagonizado por Brad Pitt y Margot Robbie es evidente, la despiadada crítica que su director hace del Hollywood del presente a través del Hollywood del pasado. Sin embargo, el aparente fracaso de Chazelle es más bien el de la Academia: su incapacidad de premiar al menguante número de películas que pasará a la historia en el erial del actual cine estadounidense.

Pues les aseguro que, dentro de cincuenta, de veinte y hasta de tres años, nadie se acordará de Todo a la vez en todas partes y en cambio sí de Babylon. También sobrevivirán otras películas que el domingo se fueron de vacío, como TÀR (¿cómo es posible que Cate Blanchett no ganara el galardón a mejor actriz?) o Los Fabelman. En este último caso, sorprende el ninguneo de la Academia a Steven Spielberg, que nos ha regalado la película más personal de su filmografía y una historia cargada de amor al cine. Tal vez sea precisamente eso lo que últimamente les está faltando a los Óscars. Ojalá Hollywood vuelva a rendirse pronto al séptimo arte y no a las ideologías de turno.