Sevilla es una ciudad con muchas caras, como toda gran ciudad que se jacte de vetusto abolengo. Al barroco tenso, dramático y dionisíaco de Triana le acompaña el barroco pinturero, grácil y florido de la otra orilla. La sensualidad melancólica del alcázar mudéjar convive sin problema con la solemnidad, con ansia de infinito, de la su catedral gótica. Sevilla es todo esto, sí, pero es que también es muy romana. No me negarán ustedes que, después de Roma, Sevilla es la ciudad más bonita del mundo.
Por ello, en Híspalis también hay mucho de un clasicismo que nos retrotrae a la colonia de Itálica; a los césares Trajano y Adriano. A lo más verdaderamente romano, pero sin perder la ostentación tartesia. Paséese el lector por la Alameda de Hércules o por la Casa de Pilatos para comprobar de primera mano esto de lo que escribo.
Todas estas caras se han visto de igual manera reflejadas en el arte de torear, que los sevillanos siempre han interpretado de manera muy especial. Juan Belmonte –del que ya tuvimos ocasión de hablar en citeriores letras- inaugura la entrada de lo trianero en el arte del toreo a pie con esa estética, esa manera de componer la figura. Le han seguido matadores como Gitanillo de Triana, Cagancho, Emilio Muñoz y, más recientemente –y de forma menos dionisíaca, todo sea dicho-, Juan Ortega. Quizás se origine en época de Costillares, pero es Rafael El Gallo quien personifica el barroco florido y juguetón, de alegría y filigrana, en el toreo sevillano. Le seguirán Chicuelo, Pepe Luis Vázquez y Morante de la Puebla, que tiene también mucho del estilo de Triana.
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Pero, también, y sin salirnos de la demarcación hispalense, tenemos otro modo de interpretar el arte de torear. Un modo que, hasta cierto punto, se ha convertido entre el aficionado medio en sinónimo de manera sevillana de torear. Se caracteriza por la naturalidad más absoluta, la figura totalmente vertical, la media altura y la gracia que desprende por sí mismo. Un clasicismo totalmente apolíneo, alejado de todo apasionamiento –sea este dramático, sea este florido-, y cuyo arte consiste en dar sensación de facilidad mientras se mantiene compuesta la figura de manera armónica. Es el ideal de los grandes artistas del Renacimiento llevado al toreo. Ahí están toreros como Manolo Vázquez, Pepín Martín Vázquez, Curro Romero –pese a sus inicios trianeros y a su personal embrujo- y, recientemente, Pablo Aguado. De él venimos a hablar hoy.
Pablo Aguado, nacido en Sevilla y desde muy niño ligado al mundo del toro, se ha mantenido siempre fiel a un concepto aunque, con el discurrir de los años, haya podido depurar su técnica tal como exige el oficio. Como novillero ya llamó la atención. Despegó con aquella tarde de las cuatro orejas en la Feria de Abril de 2019 y la exquisita faena a un toro de Montalvo en el matritense San Isidro de aquel mismo año. Como torero artista que se precie –sepa el lector que si no existiesen estos, servidor no se molestaría siquiera en escribir de toros-, su carrera ha estado siempre caracterizada por una irregularidad siempre acompañada de los momentos geniales. No obstante, menos irregularidad de la que se dice entre ciertos foros taurinos en los que es más fácil repetir mantras que realizar cualquier tipo de reflexión medida.
Aún recuerdo su tarde en el hispalense San Miguel del año pasado. Un amigo y yo nos encontrábamos en el típico bar matritense que, buscando el casticismo, baila en la frontera entre lo genuino y lo cutre. Como en los bares de siempre ya no ponen los toros, sino el fútbol, nos vimos obligados a ir a este local. Aguado realizó un inicio de faena a uno de sus toros, andándole, llevándole a los medios, con una dulzura y una naturalidad exquisita, que levantó del asiento a mi amigo y frenó, amén de las embestidas del animal, las labores del camarero. Los «¡olé!», como de sabor a sangre –porque es así como saben los de verdad- salían de nuestra garganta ante la estupefacción y la curiosidad de unos guiris que estaban detrás de nosotros. Por mucho que se esmere el turisteo patrio, un tipo de Connecticut raramente entenderá nunca nuestro arte nacional.
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Pablo Aguado tiene un estilo muy claro y marcado: naturalidad -¡torea como si se estuviera tomando un café!-, figura vertical y armónica, sensación de facilidad y temple tanto en lo que le hace al toro como en la manera que tiene de estar delante del animal. No puede decirse que sea un torero largo y poderoso, pero con el tiempo ha ido ganando en poder y en variedad sin renunciar a lo fundamental de su preferencia por los lances y pases clásicos: verónicas, medias, chicuelinas, toreo fundamental, molinetes, algún molinete invertido, cambios de mano muy sevillanos, etc. Se ha puesto delante de los victorinos y lo ha hecho con muy buen gusto. No todas las figuras de postín pueden decir lo mismo. Además, últimamente ha dado muestras de que puede sacarle faena aseada a un toro bronco y que necesita la mano baja.
No obstante, Pablo Aguado necesita su toro. Eso no es malo; todos los toreros de arte lo han necesitado desde Juan Belmonte y Rafael El Gallo. Lo exquisito no está hecho para ser catado por todo los paladares. Para el concepto de Aguado, se necesita un toro que tenga nobleza, embista a media altura, repita lo suficiente para dejar hacer el toreo en redondo y acepte bien el vaciar las embestidas detrás de la cadera. Este comportamiento, si lo piensan ustedes, dista del tipo de toro que buscan hoy las ganaderías más comerciales por presión de las grandes figuras. Es decir, un toro al que se le haga todo por abajo, en línea y muy en largo. Algunos aficionados le han recomendado al espada sevillano que se guste con los toros de Muruve- Urquijo, que quizás posean unas características que se adaptan mejor a su concepto. Lo que está claro es que, con su personalidad, Aguado va a contracorriente y eso es profundamente bonito.
También dentro de la plaza este torero va a contracorriente. En un momento crítico para las corridas de toros, en las que los aficionados se hallan en un evidente peligro de extinción, la tauromaquia de Aguado es valorada y gustada por muy pocos. Donde la mayoría de toreros ponen formas vulgares y forzadas, Aguado pone naturalidad y armonía; donde la mayoría de toreros ponen las prisas y el tremendismo, Aguado pone la templanza y la parsimonia que da el buen gusto; donde la mayoría de matadores ponen el deseo de que se valore su gran esfuerzo, Aguado pone la sensación de facilidad; donde los espadas torean para los gustos del público, Aguado torea para él mismo y, quizás, para Dios; y, donde los toreros de hoy ponen la artesanía y la regularidad, Aguado pone la humana verdad y la esperanza de la irregularidad. He, ahí, lo bello de este torero y de otros como Morante de la Puebla, Juan Ortega, Diego Urdiales, etc. Nos obligan a esperar para saber degustar en un mundo que lo quiere todo muy rápido, aunque sea vulgar ¡Vivan los toreros artistas!