Paco Arévalo (Madrid, 1947) falleció el pasado 3 de enero en su casa de Valencia. A los 76 años de edad España ha perdido uno de sus humoristas más peculiares, que casi sin pretenderlo ha marcado las risas de toda una generación. Nacido en Madrid, criado en Catarroja, pequeño pueblo de la costa valenciana, y bautizado como Francisco Rodríguez Iglesias, Arévalo fue siempre un artista, en la totalidad de su significado.
Desde que comenzó en el mundo del espectáculo, Arévalo destacó por su peculiaridad: hijo de su tiempo, su primer paseíllo artístico lo hizo de la mano de su padre. No es baladí que la primera aparición la hiciera como bombero torero, vestido de payaso, y haciendo reír al público al sacar un ridículo capote de un maletín diminuto. Así citó a la vaquilla, que sería la primera de muchas. Las últimas cornadas, sin embargo, se las dio la corrección política, que nunca ha entendido de humor.
Así, en la década de los 70 se enfundó de luces para recorrer las plazas de España, de esa España rural y provinciana, toreando junto a enanos, en un deporte que hoy sería de riesgo. Su graceja natural pronto lo llevó a la fama, y su inimitable capacidad por imitar sonidos impronunciables lo hizo aterrizar en los platós de televisión: desde 1983 Arévalo hizo reír a los telespectadores con sus apariciones en «Un, dos, tres…». Un trabajo que siempre realizó acompañado de Elena: la mujer con quien estuvo casado más de cincuenta años y con quien tuvo cuatro hijos.
HUMOR DE TELEVISIÓN Y GASOLINERAS
La solemne libertad de Arévalo, sin embargo, no sólo llego a la televisión: el humorista fue, acaso, el más célebre de entre las gasolineras de la Península. Sus chistes de gangosos y mariquitas, todo un compendio del humor sano y espontáneo de España, inundaron cada vehículo. Arévalo siempre se mostró orgulloso, no tanto de sus apariciones televisivas, como de sus treinta casetes de chistes. En gran parte recogían lo mejor de «Arévalo y cia», un formato de sketches y gags que Antena 3 emitió durante la década de los 90.
Con aquella treintena de casetes, Arévalo se maquetó un currículum que leímos todos los españoles. «Prácticamente todos los españoles han llevado un casete mío en el coche. Se vendían a camiones con casetes de chistes», llegó a asegurar. Y también, en esta línea, manifestó su profundo orgullo por llevar la risa a las gasolineras: «Yo me siento muy satisfecho de haber hecho tantas cintas y que la gente lo haya pasado tan bien».
EL HUMOR COMO FORMA SUBLIME DEL RESPETO
Pese a todas las críticas que mereció los últimos años, de aquellos que sin gracia olvidaron que la risa es patrimonio de los inteligentes, Arévalo nunca se arrepintió de aquellos chistes. El artista pronto comprendió que el humor muestra inequívocamente el respeto y así lo repitió a menudo: «Si tu haces un chiste de un homosexual, no te estás metiendo con el colectivo de homosexuales. De hecho, a todos los gays que conozco les encanta. Eso no puede ofender a ninguno que sea gay, simpático y gracioso».
Claro que Arévalo nunca fue ingenuo. Sabía que España cada vez andaba más lejos de aquella apuesta conjunta por la libertad de hace décadas: «Hace cuarenta años teníamos más libertad que ahora. Estamos en el momento de más censura y prohibición que recuerdo». Precisamente por eso criticó esta nueva sociedad de dogmas y correcciones: «Hoy no podría contar esos chistes, estaría en la cárcel».
LA RISA COMO SÍNTOMA DE LIBERTAD
No es casualidad que uno de sus amigos, el cantante José Manuel Soto, haya recordado tras la muerte de Arévalo la falta de libertad: «Triunfó en una España que se reía de sí misma sin complejos». Esa España, sin embargo, despareció hace muchos años y el artista valenciano lo sufrió de cerca: «Me llamó mucho la atención una ocasión en que fui a Sevilla a hacer un programa y me pusieron una cantidad de condicionamientos antes de salir: No hables de los tartamudos, no te metas con los mariquitas, esto otro ni tocarlo. Coño, ¿dónde estoy, en Sevilla o en Alemania?», se preguntó entonces.
Tampoco nunca escondió, entre risas, su compromiso con Dios y con España. Entre tartamudeos, acentos y cursiladas, Arévalo explicó que nunca sentiría vergüenza por defender aquello en lo que creía. «¿Facha por ser católico y creer en Dios? ¿Por no estar de acuerdo con este Gobierno? ¿Por defender mi bandera y mi país? ¿Por gritar Viva el Rey? ¿Por temer al comunismo más radical? ¿Por admirar a empresarios como Amancio Ortega? ¿Por aplaudir a mi ejército?». Facha, Arévalo, por defender que la risa es síntoma de libertad.