Este artículo, aunque será partidario de Los anillos de poder, no polemizará con los detractores de la serie. Primero, porque admiro a los expertos en los entresijos del Silmarion y del mundo Tolkien y entiendo que ellos, en su papel, descubran cada dos por tres incoherencias o infidelidades, y que se les hagan insoportables. Me sucede con todas las adaptaciones del Padre Brown de Chesterton: me irritan hasta las buenas. Segundo, porque quien no esté muy acostumbrado al mundo oscuro que suelen representar las series —incluso las de risa— no tendrá tan presentes como yo todos los abismos que la serie de Amazon ha sorteado; y eso que se ahorra.
Sin embargo, para alguien que sólo ha leído dos veces (una en cada idioma) la trilogía de El señor de los anillos y el Hobbit, además de ver dos veces (en el estreno y luego con mis hijos) las películas de Peter Jackson, son más perceptibles los guiños a la trama y al espíritu que las traiciones o los desajustes, que no niego, pero que no terminan de aguarme la fiesta. ¿Qué fiesta? La de asistir a un mundo donde el honor y el valor son las referencias últimas. Sé que pecaré de ñoño (valga el oxímoron), pero no me resisto a la tentación (valga la paradoja) de notar la limpieza de la serie en el terreno sexual (si me permiten el escándalo), peaje obligado de casi todas las series actuales, incluso de las más sensatas.
Quizá el sello Amazon ha asustado más de la cuenta a algunos pre-críticos, que se han permitido ponerle el sambenito a la obra antes de verla. Todavía más peligroso me parece un tic o reflejo. Cada vez más y, ay, entre los mejores, la existencia de personajes femeninos poderosos se percibe como un ataque de la ideología woke. Lo que haría muy difícil entender figuras históricas como la reina Isabel de Castilla o como santa Juana de Arco. Que la propaganda del rival, por muy invasiva que sea, no termine por estragar ni nuestro sentido común ni nuestro sentido del humor.
Todo el mundo tiene el derecho de no ver la serie o de verla según sus gustos o prejuicios. Por mi parte, encuentro que, para enjuiciarla, las preguntas oportunas son tres: 1) ¿es la serie un buen producto cinematográfico?; 2) ¿el espíritu de Tolkien ha sido traicionado?; y 3) ¿cabe concebir esperanzas para las siguientes y comprometidas temporadas? Es importante separarlas porque tanto en las críticas más acerbas como en los más fervorosos elogios se han visto mezcladas, y eso enturbia el juicio.
1. Cinematográficamente mediana
Como producto artístico diría que la serie es un empate. Contando rápido, el ritmo no termina de fluir: va lento y rápido a la vez, según qué escenas. Hay momentos en que la verosimilitud se enreda, especialmente en el desarrollo de los personajes, pero también en la acción. Por ejemplo, en la persecución a caballo de Galadriel a Adar, en el capítulo 6, cuando Halbrand, que ha salido mucho más tarde, aparece de pronto de frente. A toro pasado, quizá sea un atisbo muy secreto de una magia oscura, pero al menos habría que haber dado una pista mínima. Ocurren muchas cosas que adolecen de una incongruente indiferencia emotiva. Un caso muy decepcionante es el reencuentro de los derrotados y dispersos por la explosión del volcán. Todavía no me explico cómo pudieron rodar esas escenas con tan escaso pathos.
Por el otro lado, hay imágenes bellísimas, la banda sonora es delicada y los personajes son visualmente impactantes. Galadriel lleva igual de bien una armadura y un traje de seda. Las Místicas meten un miedo que no es de este mundo. En los primeros capítulos, les resultó más difícil poner en movimiento las múltiples historias, pero luego van rodando con más fluidez. En el último episodio se logra la emoción mágica del combate entre el bien y el mal del Extraño, la emoción lírica de la despedida familiar de los Pelosos, la emoción épica de la creación de los anillos… Quizá para alguien más impaciente, esos logros tardaron demasiado en llegar o no son suficientes, como en esta crítica ejemplar y decepcionada de Alberto N. García; pero yo me apunto a lo de W. B. Yeats, cuando afirmaba que por alcanzar una auténtica emoción poética merece la pena recorrer el mundo entero.
2. El espíritu de Tolkien ¿brilla por su ausencia o late por debajo?
Hay algo indiscutible: la intención de los autores ha sido ser fieles.
Puede verse en los guiños constantes al desarrollo de El señor de los anillos, en la intertextualidad tolkiniana, en la asunción de la lucha espiritual por el bien, en el regusto por la belleza de los paisajes y de las músicas, en el rechazo a la concupiscencia del poder, en la forja esforzada de las camaraderías y la amistad, en la sacralidad de la familia (el hermano de Galadriel, el matrimonio de Durin IV, la paternidad de Isildur, la maternidad de Browyn, las genealogías de todos), en los constantes reconocimientos de culpa y en el valor transversal del sacrificio. No son ideas woke, precisamente.
Quizá, como ha reconocido el perspicaz periodista Vidal Arranz, el hecho de que estuviésemos recelosos y la constante presión de los críticos acérrimos ha permitido que celebremos más estos vislumbres. Se me amontonan las frases memorables. La serie hace una constante reflexión sobre la vocación: «Si la armadura no pesa sobre tus hombros, te pesa en el alma», advierte Galadriel. «Serviré; serviré; serviré…», van afirmando los voluntarios de Númenor en la impresionante escena final del capítulo 4.
La celebración de la amistad es constante: «De qué vale sobrevivir si no tenemos amigos», se llega a afirmar con un timbre aristotélico que no se lo salta un sofista.
Ojo a la familia. La primera escena del capítulo «La gran ola» es una celebración numeroniana de la maternidad, casi un rito bautismal. El grito con que el Isildur anima a sus soldados: «Make your father proud!» es impresionante —en sí mismo y en estos tiempos—. Claro que Durin IV no se queda atrás: «Lo mejor que puede ser un enano es digno del nombre de su padre». Toda la trama de los Pelosos o los pre-hobbits es una exaltación de la familia y de la vida comunitaria que culmina con una despedida estremecedora. Que lleva engarzado, como una joya, un paralelismo maravilloso con Natalia Ginzburg. En su tratado Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002), la escritora italiana escribe: «En relación con la educación de los hijos pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber». Ahora véase: la pequeña Elanor Brandyfoot se despide de su madre prometiéndole que será, por fin, prudente; pero la madre le dice que no, que sea… valerosa.
Se ha lamentado la ausencia de batallas épicas de primera magnitud, pero el tono épico ha ido por dentro. «Númenor sigue existiendo aunque sea en el corazón de un mozo de cuadra», se advierte. Cuando Bronwyn nota desolada que la mitad de su ejército ha huido, Arondir le replica: «Pero la mitad se ha quedado». Y nuestros corazones brindan con sus vasos medio llenos por todo lo alto.
Las conversaciones con un temple moral son frecuentes. Contra la venganza, Galadriel se repite que «no se puede apagar la sed bebiendo agua del mar». Contra la soberbia: «Nunca desprecies un trabajo que hace humilde el alma». Contra la tentación de sobreestimar el mal: «Al final las sombras no son sino algo diminuto y fugitivo. […] Encuentra la luz y las sombras no te encontrarán». Contra la loca de la casa: «Lo desconocido vacía la mente. No la llenes de conjeturas». Contra el activismo que nos hace olvidar la vida interior: «Todas las guerras se libran por dentro y por fuera». Y más aún: «Oscurece nuestro corazón congratularse de los malos actos». Y ya definitivamente: «Para qué sirve vivir si no es para hacer el bien». El momento más logrado de toda la serie, que es la revelación de la identidad y de la vocación de El Extraño culmina con este grito de afirmación: «¡Soy bueno!».
Esa bondad no está cerrada por arriba. La serie se abre a la trascendencia. Que aparece —hierofanía— en el árbol de Númenor. O cuando dice Galadriel que les ha juntado «no el azar ni el destino ni nada de los hombres sino algo más alto». Ese reírse del destino a cuenta de hermanarlo con el azar, para dejar a la Providencia por encima, es muy fino. Galadriel no se corta: «Te ruego, Miriel, que no escojas el camino del miedo, sino el de la fe. […] Recuerda tu fe».
Se me puede acusar de haber escogido estas frases y escenas con toda la intención, y es verdad. Pero he estado muy atento a todas, y concluyo que no se pueden encontrar ni frases ni escenas en sentido contrario.
3. ¿Qué cabe esperar?
«La esperanza nunca es poca, ni siquiera cuando es pequeña», se advierte en Los anillos de poder. Cabe hacerse ilusiones. Lo verdaderamente difícil era no darle la vuelta como un calcetín al alma de los libros de Tolkien. Una vez instalados del todo en la Tierra Media, con sus coordenadas de bien, verdad y belleza, es mucho más fácil que las siguientes temporadas afinen con la fidelidad a los aspectos más concretos, pulan los traspiés narrativos y estudien cómo la emoción ha ganado enteros a medida que se avanzaba. Se comprende que echar a andar una historia así de grande exige mucho esfuerzo inicial. Se trata ahora de alcanzar la velocidad de crucero aprovechando la inercia de los mejores capítulos de la serie, a partir del 6º.
Me interesa, para culminar, un dato extracinematográfico. ¿Cuánto subirán las ventas de los libros de J. R. R. Tolkien a partir de esta serie? Habrá muchísimos nuevos lectores y, sin duda, relectores. Sería muy interesante conocer esos números, porque ante ese hecho ni los detractores de la serie ni los favorables tendremos más que motivos de celebración. Y eso es lo más hobbitiano que existe.