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El otro día fui al cine a ver Past Lives y salí fascinada. Una fascinación que se ha ido alargando: es una película para paladear. Al verla, uno se adentra en una atmósfera hipnótica lograda por la delicadeza del conjunto. Una discreta banda sonora, apenas unas melodías muy sencillas, acompaña el desarrollo de la trama, acompasa su ritmo: es una película suave, poética.

El guion es simple pero sólido, tres personajes lo soportan todo. La interpretación de los actores es clave, su forma de expresar tanto aun en los silencios es increíble. Son capaces de transmitir realidad, anhelo, miedo, dudas, sueños. Se nos regala una narración bonita, sin pretensiones de tratado filosófico y muy lejos de sermonear a nadie, que sacude algo muy íntimo independientemente de haber vivido o no la añoranza por un amor de la infancia.

Past Lives va en parte de eso, del reencuentro entre un chico y una chica que se gustaban cuando tenían doce años, pero resuena a mucho más. Hay una reflexión de fondo muy de nuestra época, una época marcada por las opciones infinitas en la que se nos está recordando constantemente aquello que hemos descartado y en la que es fácil caer en las ensoñaciones sobre qué hubiera sucedido si no. Esa nostalgia de lo que pudo ser y no fue se convierte a veces en un parche que no deja ver del todo que el drama está en la imaginación y que lo precioso sólo puede ser lo real.

 

Past Lives nos abre también la puerta a la experiencia de emigrar y cómo esa vivencia trae la percepción de la propia cultura, de su singularidad: de repente, aquello cotidiano que apenas veías por ser tan normal en tu país se torna algo que te caracteriza en el de acogida. Y en la protagonista contemplamos el vínculo entre lengua materna e identidad, en cómo en lenguaje forma parte de alguna manera de quién somos y cómo nos relacionamos.

El planteamiento de la trama es sencillo y, quizá, parte la magia de la película es que mantiene esa sencillez en el desarrollo. Nora es una chica coreana que de niña emigró con sus padres a Canadá. En Seúl se queda Hae Sung, su amigo del alma, y pierden el contacto. Se encuentran a través de Facebook de mayores, y sólo volverán a verse en persona veinticuatro años después.

Para entonces, Nora está casada con un escritor estadounidense y tiene una vida feliz. La visita de Hae Sung a Nueva York reactiva la vena melancólica de Nora pero la trama no se desvía hacia lo melodramático. Arthur, el marido de Nora, señala que sería una buena historia: «Dos amigos enamorados de la infancia se reencuentran veinte años después y se dan cuenta de que estaban hechos el uno para el otro».

Pero no, la película no cae en un triángulo amoroso. Es una situación sin héroes ni villanos, en la que se navega entre las posibilidades contenidas en cada persona y en el recorrido sinuoso de sus vidas. La película refleja muy bien cómo rara vez la vida transcurre de acuerdo con nuestros planes meticulosamente trazados: a medida que crecemos, evolucionan nuestras aspiraciones, pero también las circunstancias externas nos llevan por caminos inesperados. Past Lives evoca a ese amor ideal de la infancia y en contraste presenta una relación (la de Nora y Arthur) con una historia tal vez menos propia de novela, pero muy sólida -llena de comprensión, apoyo, elección y respeto-, llena de amor precisamente porque es real.

Tengo en la cabeza, desde el otro día que fui al cine, esa cita tan bonita y tan verdadera de Jesús Montiel en Sucederá la flor: «En este mundo se nos predican los viajes y los cambios, el movimiento continuo, pero el amor florece en la quietud, es hacer lo mismo todos los días muchas veces».