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Ricardo Casas, el hijo del senador socialista asesinado hace 39 años rememora aquellos sucesos que marcaron su vida en ‘Eso que llamabas paraíso’

«Me llamó la atención lo rápido que fue el proceso de ‘reparación material de estructuras», recuerda Ricardo Casas, el hijo del senador Enrique Casas, asesinado en 1984, en San Sebastián por una escisión de ETA.  Recuerda el contraste entre la fugaz huella material del atentado, las balas y su impacto en el mobiliario de la casa, con un acelerada reparación y borrado, y el mucho más prolongado impacto psicológico y vital. Pero reconozcamos que poner en orden la casa fue sencillo. «Unos operarios entraron, cual cita previa concertada y, como si nada, arreglaron puertas, marcos, paredes, moqueta, etc. Como que aquí no ha pasado nada, o como un acto de rutina, el escenario quedaba impoluto en cuestión de minutos, mejor que antes de los hechos. Servicio posatentado profesionalizado». Lo cuenta en ‘Eso que llamabas paraíso. Una historia sobre los ecos del terrorismo’, un libro escrito a cuatro manos con Francisco Uzcanga Meinecke que permite adentrarse en algunos territorios todavía poco conocidos de la aterradora condición de ser víctima de ETA.

El shock, sin embargo, no se repara tan rápido, ni hay operarios especializados, y menos en aquella época, hace casi 40 años, en la que ni siquiera se contemplaba que las víctimas del terrorismo pudieran necesitar atención psicológica. De hecho, por entonces, apenas se había investigado lo que ahora se diagnostica como ‘trastorno por estrés postraumático’. Un malestar que acompañó a Ricardo en sus sueños y pesadillas durante mucho tiempo. «En soliloquios y sueños posteriores reproduje en muchas versiones aquellos momentos, que perseguía y alcanzaba al asesino, que le mataba, que me mataba, que nos perseguíamos, ninguno con éxito…».

Y junto a los fantasmas, el miedo real. «Durante la carrera de Medicina, cuando volvía a San Sebastián los fines de semana, o alguna temporada en vacaciones, tenía momentos de terror. En ocasiones llegaba a casa de noche y la calle vacía me daba miedo, acercarme a mi portal me hacía desacelerar el paso, un coche aparcado más o menos fuera de lo habitual me hacía estar más alerta, un ruido repentino dentro de la casa me provocaba un sobresalto, o el timbre me hacía sentir el pulso en la mandíbula. Eso durante muchos años. Aún hoy en día, un ruido no esperado me hace dar un brinco exagerado de susto».

Todo esto ocurría en San Sebastián, que durante un tiempo había sido su «paraíso», el lugar donde había reencontrado la felicidad tras una primera infancia con aristas en su Alemania natal, con su primera madre. Un paraíso que, incluso antes del atentado, tenía su parte de infierno, como explica Uzcanga, aunque Ricardo no la supo ver. «Tuve poca conciencia real del conflicto», reconocería después.

Tras los fantasmas, y tras el miedo, lo que queda es la conciencia de que el dolor no desaparece nunca. Lo explicó de la forma más inequívoca posible la viuda de Enrique Casas, y madrastra de Ricardo, Bárbara Dührkop, la mujer que echó a sus espaldas su tragedia para dedicarse a sacar adelante a «una familia entre destrozada y perpleja», con cuatro hijos, tres de corta edad. Sus palabras son inequívocas: «Un día te levantas y piensas que estás curada de la pena, pero descubres que lo que verdaderamente ocurre es que te has acostumbrado a vivir siempre con ella».

Una obra que invita a la reconciliación

El ejemplar, e inquietante, trabajo del «equipo de reparación de estructuras» eficaz en eliminar las huellas materiales del atentado para que la vida pueda seguir adelante, podría recordarnos el modo como la sociedad española ha afrontado el fin de la violencia terrorista. Con eficaz y pronta disposición a olvidar y colocar en el pasado el doloroso legado de las víctimas para que toda la sociedad pueda seguir confiadamente. Pero el libro no aborda estas cuestiones. Es un intento de compartir una experiencia personal y una vida, y ha sido escrito «con ánimo de reconciliación». Ese fue el requisito que Ricardo le impuso al escritor Francisco Uzcanga, antiguo compañero de colegio en San Sebastián, cuando aceptó el reto de elaborar este ensayo.

Recordemos el momento clave, el día que cambió la vida entera de la familia Casas Dührkop, ese desapacible jueves 23 de febrero de 1984 que, como en las películas, acompañó el drama con chaparrones. El senador socialista se preparaba para un acto en la Casa del Pueblo y un mitin posterior en Andoain cuando llamaron a la puerta. ¿Por qué abrió?, se preguntaron muchos luego. Pero los terroristas habían hecho bien su trabajo de camuflaje y se presentaban vestidos como obreros de las obras de canalización que se realizaban al lado de su garaje. Enrique Casas abrió y se encontró con el ensañamiento de una lluvia de balas; las últimas disparadas por la espalda. En realidad, no hacían falta 13 para matarlo: «Las dos primeras ya eran letales: una destrozó la nariz y la otra perforó la yugular. El resto fue ensañamiento con la espalda y la nuca de un hombre que trataba de ponerse a salvo y acabó cayendo en el umbral de su dormitorio». «¡Cobardes!, ¡Cabrones!», recuerda Ricardo que gritaba a sus asesinos.

No hay ánimo de venganza ni ajuste de cuentas en el ensayo, pero sí deseo de compartir una experiencia y de dejar constancia de una tragedia que existió. A Francisco Uzcanga -del que podría decirse que reencontró su amistad con Ricardo gracias al proyecto del libro- todavía le sorprende la paz interior de su compañero, su falta de ira o rencor. Sin duda, una parte importante del mérito corresponde a su madrastra. Así lo reconocieron todos los hermanos en 2014, en una entrevista al Diario Vasco concedida con motivo del 30 aniversario del atentado. Todos muestran públicamente su gratitud hacia Bárbara Dührkop por haber sacado a la familia adelante y por haberles educado en el «no odio». No sólo se ocupó de la supervivencia material, sino también de la espiritual. «Una actitud encomiable si tenemos en cuenta que Bárbara se vio sometida durante años a amenazas e insultos, que tuvo que vivir con escolta y soportar el «algo habrá hecho», explica Uzcanga. «Algo habrá hecho», esa tácita acusación de una difusa culpa con la que la sociedad cómplice de los etarras descargaba su mala conciencia: el crimen seguramente estaba justificado.

«Perdonar no tiene sentido, pero tampoco dejarse llevar por el rencor y el odio», resume Ricardo Casas. Porque «si odias a tu enemigo eres de algún modo su esclavo», según una cita de Borges que se reproduce en el libro. Ricardo explica así su posición:» El perdón como ‘absolución’ al agresor no tiene sentido y no sirve para nada. El perdón lo concede Dios o un sacerdote ‘autorizado’, pero, fuera de esto, el perdón es una actitud para consigo mismo, para poder sobrellevar el sufrimiento y subsistir sin revanchismo tras vivir el horror. La venganza, el rencor y el odio son cosas que obstruyen». En sus respuestas al Diario Vasco, comentaba, además, que «la sociedad ha perdonado de sobra, permitiendo campar a sus anchas a los violentos». Años después, ya con el cese definitivo de la violencia de ETA sobre la mesa, el hijo del senador asesinado matizaba su posición: «Sólo los hechos convencen, la ausencia de acciones violentas».

Superando el horror

Francisco Uzcanga y Ricardo Casas

Y ¿cómo logró sobrevivir Ricardo a ese horror que reconoce haber padecido? Fundamentalmente gracias a su afición a la música, que le ha acompañado toda su vida y que ha cultivado contra viento y marea, pese a no ser su ocupación principal, pues vive profesionalmente del ejercicio de la Medicina. Tras una intensa búsqueda personal, y tras aprender de todo tipo de experiencias y estilos, en los últimos años Ricardo Casas ha encontrado su hueco como pianista de acompañamiento de cine mudo, género en el que ha logrado altos niveles de excelencia, que le han convertido en una referencia nacional. Acababa de terminar sus ensayos al piano en esa tarde fatídica cuando sonaron las balas, pero nunca dejaría de confiar en el poder sanador del piano.

La música acudió en su auxilio, desde luego, pero también un músico excepcional, Arthur Rubinstein. Su ayuda fue indirecta, a través del testimonio de su vida, relatado en su Autobiografía, un libro que Ricardo leyó al poco de perder a su padre. Y es que el Arthur niño, judío, fue víctima de un progromo en su ciudad natal y decidió adoptar como lema la frase: «Nunca cederé», que se convirtió también en un principio vital para el hijo del senador asesinado. Lo cuenta su compañero de libro Francisco Uzcanga: «A falta de psicólogo, Richard leía las memorias de Rubinstein como un manual para salir del pozo y tocaba el piano para experimentar unos segundos de felicidad». Bueno, quizás más de unos segundos después de todo, porque lo cierto es que aquel niño de 17 años golpeado por el horror sobrevivió y se convirtió en un adulto pacífico, modesto y con un notable sosiego interior. No todos los que recibieron un golpe como el suyo tuvieron tanta suerte, pero en su caso la música salió al rescate y, en cierto modo, sale al rescate de cada uno de sus espectadores cada vez que le escuchan alguna de sus prodigiosas interpretaciones.