Entiendo que de primeras la figura de influencer suscite rechazo a mucha gente. El comentario fácil sobre un trabajo que puede no parecerlo suele caer enseguida. Las vidas perfectas por mucho que quieran enseñarse reales, la superficialidad en general, la normalización del lujo, puede que no justifiquen el hecho de que generan más de lo que ganan. Sin embargo, en mi opinión, si se critica esta forma de ganar dinero ha de ser de la mano de la publicidad en general y de este estilo de vida consumista que se nos ha ido de las manos un poco a todos. Pero este es un debate que vamos a dejar para otro día.
María Pombo es una de las caras más famosas de ese mundillo y quizá su marca personal sea que, en contraste con la mayoría de influencers, ha logrado popularizar no sólo su persona sino todo su universo. Uno sigue a María y al poco está siguiendo a su marido, a sus hermanas, cuñados, y está familiarizado con Gabriela, papín, sito, y muchos de sus amigos y conocidos.
La semana pasada se estrenó en Prime Video Pombo, un documental-serie sobre la familia de María Pombo. La primera temporada tiene cuatro capítulos de cuarenta y cinco minutos en los que se combinan entrevistas (individuales y en pareja) con grabaciones de escenas cotidianas, de vacaciones, celebraciones y algunos asuntos de trabajo. También se entrelazan varios clips de vídeos caseros de la infancia de las niñas y de sus padres recién casados.
Si partimos de la obviedad que, igual que Instagram, este tipo de documentales son siempre una presentación irreal de la realidad, Pombo es una ventana a una familia normal, como bien tienen a repetir. Normal en un sentido que ha dejado de serlo: un matrimonio que se mantiene vivo y refleja respeto, complicidad y ternura mutuos después de treinta y cinco años de casados, enfermedades llevadas con agradecimiento, proyectos de familia jóvenes, muchos planes en conjunto. Puede chirriar el adjetivo «normal» mientras se asiste a un despliegue de amplias casas y segundas residencias, coches de alta gama, paseos a caballo, salidas en barco y un estilo de vida claramente holgado. Y, aun así, me parece que ese lujo no es protagonista, sino que está al servicio de lo nuclear.
En el documental se presenta a la familia como equipo, como unión, como lugar seguro. Hay una clara defensa del compromiso («un matrimonio hay que trabajarlo cada día: hemos elegido querernos» dice María), de potenciar el tiempo juntos, del apoyo que existe entre hermanos y padres.
Me ha resultado algo gracioso, aunque no sorprendente, la polarización de los comentarios sobre Pombo. Por un lado, están los que se deshacen en elogios y expresan lo bonito que es ver una familia así. Por otro, las críticas van cargadas de bilis y señalan ese lujo como inmerecido, subrayan la hipocresía ante la cámara y alzan las manos a la cabeza ante unos valores que califican de otro siglo. En realidad, esa admiración y esa crítica son parte de la misma conversación que hace evidente el deseo cultural de familia.
Llevamos tiempo instalados en la creencia de que existe el individuo por sí mismo. Que la persona no ‘necesita’ comunidad, que puede construir su propia felicidad a fuerza de buscar mayor independencia. Y, no obstante, creo que no logramos librarnos de ese anhelo de amor incondicional, de tribu, de vínculo. Se ha demonizado tanto a la familia en las últimas décadas que la idea de que efectivamente pueda funcionar genera recelo. Ese exacerbamiento individualista en el que vivimos inmersos nos empuja a la exigencia de ser como ángeles, de que los demás sean como ángeles, y así difícilmente cabe el perdón y queda poco margen para el cambio. Tenemos sed de relaciones incondicionales, de un espacio en el que se nos quiera por ‘ser’, de lo que implica una familia y, al mismo tiempo, no logramos sacudirnos el miedo a lo imperfecto que inevitablemente va a ser.
Por eso, resulta interesante que haya salido una serie documental en la que el estribillo es «la familia es lo más importante» junto a «somos una piña». A pesar de que sea en un formato que se queda aparentemente en lo superficial, Pombo no deja de ser un bonito elogio al amor y a la familia.