Lance Armstrong. Las canciones horteras de la Vuelta. Es aburrido y sólo sirve como preámbulo de la siesta. Los pinganillos. La dictadura de los potenciómetros. La huida de los patrocinadores. En las sobremesas estivales no faltan los argumentos en contra del ciclismo, unos más serios que otros, y sólo falta un Spengler que anuncie cualquier día su definitiva decadencia.
Sin embargo, millones de personas en 190 países se sientan estos días a seguir el Tour, uno de los mayores espectáculos del mundo. Unos 10 millones lo están viendo en vivo, repartidos por alguno de los 3.351 kilómetros: puertos y sprints, pavés, contrarrelojes, el Alpe d’Huez, el Tourmalet, Rubaix y hasta una pía visita a Lourdes. Es el plato fuerte de una temporada en la que, además de las tres grandes, tiene cabida una miríada de pruebas que atraen las miradas de los aficionados. Lejos de descender, la audiencia sube cada año. La fidelidad de tantos por este deporte, al borde de la adicción, tiene algo de misterio.
La resignación de los ‘grupettos’
Nos gusta el ciclismo porque es el deporte más narrativo. Cada etapa tiene su gran historia, normalmente del género épico, y su dramatis personae con héroes y con villanos. El éxito y el fracaso están peligrosamente cerca, a distancia de una pájara, una caída o un despiste. Los favoritos, si es que ganan, nunca lo hacen sin esfuerzo, y los caminos hacia la victoria son a veces tan tortuosos como las carreteras de montaña. Por si fuera poco, la historia tiene unas localizaciones inmejorables y hay que seguirla con el mapa en la mano.
Lejos de la euforia de los focos y los motores, el ciclismo desprende un inconfundible aire melancólico. Incluso en medio de la multitud gritona, los ciclistas nos parecen extrañamente solitarios. Piénsese en la resignación de los grupettos, esas sociedades de auxilios mutuos en las que los actores de reparto se refugian para subir entre la bruma los puertos más duros. De tarde en tarde se cuela en ellos un protagonista, como en un descenso a los infiernos. Otras veces es al revés: el secundario roba la escena y acaba levantando los puños en la línea de meta.
Vidas trágicas
Quienes crecimos al ciclismo en los 90 y llegamos tarde a los años de Perico somos de la estirpe de Indurain. El navarro no era el tipo más dicharachero del pelotón, pero se convirtió en leyenda sin fruncir el ceño. Hace poco decía, con aire genuinamente atónito: «Sorprende que la gente se acuerde de mis gestas«. Pero no sorprende tanto porque el ciclismo es un deporte con memoria de elefante, anclado en la nostalgia de Coppi y de Bartali, de Hinault y de Anquetil, de Bahamontes y de Ocaña. Entre las pintadas en la carretera siempre se cuela alguna vieja gloria.
También hubo tragedias en aquellos años. Lo del pirata Pantani, sin duda, fue un drama. Ganador de un Giro y un Tour, uno de los escaladores más talentosos de todos los tiempos, su carrera se fue hundiendo poco a poco en la bruma del escándalo hasta su triste final. Nuestro drama nacional fue el Chava Jiménez: también fulgurante escalador, también rebelde, también prematuramente muerto. Descansen en paz.
El supervillano
En otra categoría están supervillanos como Armstrong, a quien nunca podremos perdonar su engaño. A la trampa añadió una deslenguada hipocresía. Muchos años antes, en 1967, el inglés Tom Simpson se derrumbó en las rampas lunares de Mont Ventoux con la sangre cargada de anfetaminas y de brandy. «¡Subidme a la bicicleta!», dijo antes de morir. Fue la voz de alerta de un fenómeno que durante décadas ha derribado ídolos, de Festina a Rabobank, y ha destruido vidas y carreras.
El dopaje nos ha robado la inocencia como espectadores, y ahora cuando vemos un ataque a tres puertos de meta muchos no podemos evitar un arqueo de ceja. Los doctores Ferrari y Fuentes nos suenan tan siniestros como el doctor Mabuse. Lo último en materia de juego sucio, dicen, es esconder motores en las bicicletas. A este paso, cualquier día inventarán la Fórmula Uno.
Estas cosas se hacen y basta
Pese a todo, hay que seguir creyendo. He conocido a algunos (pocos) ciclistas profesionales. Tipos que tienen, como los astronautas de Tom Wolfe, lo que hay que tener. Gente, en general, de pocas palabras. Los ciclistas no acostumbran a vender crecepelo, y cuando sueltan alguna bravuconada nos suena ingenua y candorosa. No compiten por el último peinado, como los futbolistas, sino que se retan en el umbral del sufrimiento. Reconcentrados, apretando los dientes, parecen conscientes de que tienen la oportunidad de ganarse la gloria a golpe de pedal. Lo expresó muy bien Bartali, campeonissimo, católico ferviente, ganador del Giro y del Tour, que salvó a cientos de judíos durante la II Guerra Mundial llevando pasaportes en su bici. Llevó su hombrada con discreción hasta la muerte. «En la vida, esas cosas se hacen y basta», solía decir a sus hijos.
La divertida excepción fue Mario Cipollini, Il Bello, dictador implacable de los sprints durante largos años. Siempre excesivo y provocador, conocido por sus llamativos maillots, se recuerda su incursión en el boxeo en la Vuelta de 2000, cuando lanzó un derechazo contra el ojo de Paco Cerezo. Ambos habían rozado sus bicicletas el día anterior en los llanos de La Mancha. Para qué discutir si puedes pelear, que cantaba Loquillo. La liga de los extravagantes está hoy presidida por Peter Sagan, cuya carrera es tan deslumbrante como sus cambios de look. Hace caballitos en plena carrera y se graba parodiando películas. Mientras tanto, gana todo lo ganable: de las clásicas a las grandes vueltas, pasando por los mundiales.
Pavés, abanicos y periódicos
No sabemos si bajo los adoquines del norte de Europa está la playa, pero cuentan que los caminos de pavés los descubrió un franco-polaco llamado Jean Stablinski que desertó de la mina en los 50 para convertirse en profesional de la bicicleta. Él mismo los había recorrido cada mañana de camino al pozo. Gracias a su insistencia, el empedrado del Bosque de Aremberg se incluyó en el recorrido de la París-Roubaix, uno de los cinco Monumentos del ciclismo. Desde entonces, muchas estrellas magulladas se habrán acordado de su familia. La sorpresa española por excelencia son los abanicos, uno de los fenómenos más estéticos y más raros de este deporte. Albacete o Salamanca provocan terror entre los favoritos: son sinónimo de viento, nervios, frenazos y el pelotón hecho jirones de cuneta a cuneta.
Menos simpáticas son las caídas y montoneras. «Chocar es parte del ciclismo como llorar es parte del amor», dijo un manso Johan Museeuw. Pero una de las amenazas del recorrido tiene nombre propio, a medio camino entre el argot y la parapsicología: es el célebre Tío del Mazo, que golpea sin avisar en forma de pájara repentina. Pocos espectros son tan crueles e inesperados.
Tintín en el Tour
Por si fuera poco, el ciclismo es una esperanza de salvación para la decadente prensa de papel: todavía quedan corredores que, en la era de la ropa térmica, se colocan diarios en el pecho para bajar los puertos las tardes más frías. No es tan paradójico si recordamos la estrecha relación entre las bicicletas y el periodismo. La idea del Tour, que en su día pareció una locura, nació en una redacción como una estrategia para aumentar las ventas de la cabecera deportiva L’Auto. Desde entonces, la ruta ha sido una excelente escuela de cronistas. Sólo los mejores logran huir de tópicos gastados como la serpiente multicolor o los forzados de la ruta.
Hablando de periodistas, hasta Tintín, compatriota de Eddy Merckx, se subió al velocípedo en una bonita portada de 1953. Uno de sus fans, el australiano Cadel Evans, sorprendió en el Tour de 2008 al lucir una bandera tibetana en la camiseta, debajo del maillot. Cuando le preguntaron por las razones de su activismo, no dudó: su amor por la región asiática había nacido con el álbum ‘Tintín en el Tibet’. «Tintín es el mejor de los modelos -explicó- es valiente, es bueno, ayuda a los necesitados, es perfecto. Hay muchos países a los que quiero ir sólo porque él estuvo allí». Cuenta Evans que no pudo ver el Tour hasta la adolescencia porque su casa, en la Australia más rústica, no tenía televisión.
El mapa del tesoro
Nos gusta el ciclismo por las fugas en solitario –soledad de soledades-, por los descensos kamikazes, por el tren que prepara el camino a los sprinters, por la palabra avituallamiento y hasta por las jornadas de descanso. Nos gusta por el descaro de los colombianos y por la sangre fría de los rusos. Nos gusta porque nunca podremos lanzar un penalti en La Bombonera ni pelotear en la tierra batida de Roland Garros, pero sí podemos subir los Lagos de Covadonga, aunque sea a paso de tortuga. Y gratis. Así que, pase lo que pase, el comienzo de la temporada de las grandes vueltas seguirá siendo una intuición del verano, como las primeras cerezas o el olor a césped recién cortado.
Ha dicho Ander Izagirre, probablemente el español que mejor cuenta las historias de este deporte, que cada año recibimos la ruta del Tour como si fuera el mapa del tesoro, y es verdad. Nos llega como una promesa de emboscadas, hazañas y fracasos que casi nunca decepciona. El ciclismo, en resumen, es un deporte bello y salvaje que se parece mucho a la vida. A pesar de todo.