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Una de las mejores fotografías del siglo XX es la del hombre del tanque en la plaza de Tiananmen. No ya desde el punto de vista formal, que también, sino por la historia que cuenta. Un hombre solo, en mangas de camisa y con una bolsa en la mano tratando de impedir el avance de una columna acorazada. La vulnerabilidad del individuo frente al poder omnímodo del Estado, un Estado que, en el caso de la China Popular, era (y es) totalitario e implacable con quien osa desafiarle.

Nunca supimos el nombre del héroe ni cuál fue su destino. Seguramente lo fusilaron ese mismo día o unos días más tarde. El Gobierno chino ha negado este extremo pero lo cierto es que nunca se le ha vuelto a ver. La hipótesis del fusilamiento es plausible en tanto que aquel día el ejército chino abrió fuego contra los estudiantes que se concentraban en la plaza. Desconocemos cuántos cayeron pero las estimaciones más conservadoras hablan de no menos de 500.

También llegaron fotos de los cadáveres por el suelo de la plaza, pero nos impresionaron menos que la del hombre del tanque. A fin de cuentas la suya era una historia de heroísmo individual, un Prometeo de nuestra época que quiso robar el fuego a los dioses del Olimpo comunista y pagó por ello. No sabemos en qué medida, pero es seguro que lo hizo. De no ser así le habríamos visto envejecer y hoy sería una celebridad mundial.

El signo de los tiempos y la excepción China

En aquel entonces se pensó que después de aquello el régimen chino colapsaría. Tampoco podemos culparles. En aquel año de gracia de 1989 las dictaduras comunistas empezaron a venirse abajo una tras otra. En noviembre el muro cayó en Berlín. En Polonia el general Jaruzelski se vio obligado a nombrar primer ministro a Tadeusz Mazowiecki, que en sólo unos meses desmanteló la República Popular Polaca. La Unión Soviética, entretanto, se desangraba en luchas intestinas, fruto de las cuales desaparecería dos años más tarde. Había manifestaciones en Hungría, en Checoslovaquia y en Rumanía el día de Navidad fusilaron al infame Nicolae Ceaușescu junto a su esposa tras un juicio sumario.

Parecía el signo de los tiempos y China no tenía por qué ser una excepción. Pero lo fue. El Partido Comunista chino no sólo sigue en el poder, sino que está más fuerte que nunca. Se ha esforzado, eso sí, en borrar el recuerdo de esta masacre y son muchos los que dentro de China no saben ni de su existencia. Hace unas semanas el corresponsal en Pekín de la CBS salió a la calle y mostró la foto del hombre del tanque a varios viandantes. Ninguno la había visto en su vida. Se conoce que los censores se lo han tomado muy en serio con Tiananmen. Esa fotografía debe de ser lo primero que enseñan nada más acceder al puesto.

Lo cierto es que la sociedad china actual tampoco parece especialmente interesada en el acontecimiento. Les importan más los progresos económicos del país y la estabilidad de estos últimos 30 años que las atrocidades que su Gobierno cometió en el pasado reciente. Algo así como: «Es cierto que no lo hicieron bien, pero han traído prosperidad y tranquilidad, y eso es más importante que la democracia y los derechos civiles». La prosperidad es evidente y ha alcanzado a prácticamente todos los chinos que hoy, en lugar de batallar contra la inanición como hicieron sus abuelos, batallan contra la obesidad. Viven más años, en mejores condiciones y tienen oportunidades que hace tres décadas no hubieran podido ni soñar.

Un comunismo que reconoce la propiedad privada y no le hace ascos a la riqueza

La China contemporánea, la posterior a las reformas de Deng Xiaoping y la apertura al mercado mundial, ha sacado a sus habitantes de la pobreza, no les ha metido de cabeza en ella como, por ejemplo, hizo la URSS o la Cuba de Fidel Castro. Les ha permitido que puedan ganarse el pan, pero les sigue negando las palabras.

En eso mismo consiste la receta del comunismo chino desde hace 40 años. Es un comunismo extraño que reconoce la propiedad privada y no le hace ascos a la riqueza, pero que repudia la democracia liberal porque, en opinión de sus líderes, traerá inestabilidad, confusión, enfrentamientos e incertidumbre. Ese es, al menos, el relato oficial, un cuento que le venden a los chinos desde la cuna: la democracia es fuente de problemas, comprometerá el desarrollo económico y además no encaja con China, que tiene sus peculiaridades culturales.

Nada de ello es cierto. Lo último se desautoriza a distancia muy corta, en Taiwán, un país tan chino como la propia China que goza de una democracia representativa similar a las europeas. O, en las inmediaciones culturales y geográficas, Japón o Corea del Sur, países orientales que han sabido conjugar la democracia liberal de estilo occidental con las tradiciones locales y el desarrollo económico.

Un socialismo de rostro cibernético

La realidad es más prosaica, la realidad es que una democracia como la de Estados Unidos o Europa sacaría al Partido Comunista del poder y eso es lo que quieren evitar a toda costa. Para ello han creado una nueva modalidad de comunismo que ya no apuesta por las granjas colectivas (aunque mantiene los planes quinquenales, en el decimotercero están ahora), y permite que los más listos y trabajadores se enriquezcan. En todo lo demás se mantiene igual. Persevera en todos los mecanismos de control social propios del comunismo mejorados gracias a las nuevas tecnologías disponibles.

Más que aquel socialismo de rostro humano del que en el 68 hablaba Alexander Dubček, lo que tenemos en China es un socialismo de rostro cibernético. Sus primeros logros los estamos empezando a ver en cosas como el crédito social chino, esa especie de carné por puntos para los buenos ciudadanos que premia a los que obedecen y castiga a los que protestan.

Ese socialismo de rostro cibernético servirá para mantener en el poder al partido cuando el crecimiento económico se modere, cosa que ya está sucediendo, y el país adquiera pautas de crecimiento más propias del primer mundo. Cuando eso llegue, el partido no quiere volver a sacar los tanques a la plaza del Tiananmen. Ya no será necesario. El manifestante anónimo que se plantó frente al tanque ya no lo será. Le habrán identificado mucho antes, lo sabrán todo de él y no se podrá manifestar.

Una versión postmoderna del palo y la zanahoria

Todo en las últimas tres décadas ha ido dirigido, por un lado, a posibilitar que los chinos mejorasen su lamentable condición material y, por otro, a blindar al Partido y a sus miembros. Eso implica ser dueños del pasado, pero también del presente. Implica controlar a los súbditos sin que lo noten demasiado a través de su teléfono móvil y de cámaras de vigilancia cuyos datos se almacenan y se cruzan unos con otros.

Una distopía que están haciendo realidad, una versión postmoderna del palo y la zanahoria. Si algún día la zanahoria falta les quedará el palo y con él sacudirán como sacudieron en Tiananmen. Pero no quieren llegar a eso, no quieren que falte la zanahoria. De ahí su empeño en mantener un crecimiento económico anormalmente alto a toda costa y su necesidad imperiosa de exportar y, especialmente, de clientelizar a Gobiernos extranjeros mediante iniciativas como la de la nueva ruta de la seda o el collar de perlas en el océano Índico.

En 2021 se celebrará el centenario del Partido. Llevan años planeando con mimo la efeméride y eso ha permitido que veamos a cuan largo plazo piensan sus cabecillas. El siguiente centenario será en 2049, cuando conmemoren la llegada al poder de Mao Zedong. Para entonces esperan que China sea ya la primera potencia mundial. Claro, que semejante plan sólo les puede salir sino vuelve a haber un Tiananmen.