Cuando las revistas especializadas hablan de «arquitectura provocativa», es poco probable que piensen en un apacible conjunto de casas de piedra y ladrillo, columnatas griegas, arcos apuntados y tejados de pizarra. Sin embargo, pocos proyectos han creado tanta controversia en las últimas décadas como Poundbury, un barrio planificado de estilo tradicional a las afueras de Dorchester, al suroeste de Inglaterra.
Sus críticos le han dedicado una retahíla de insultos que harían palidecer al mismísimo capitán Haddock: Disneylandia feudal, ciudad de juguete, pastiche torpe, Parque Jurásico o decorado de una obra de Agatha Christie. Hace unos años, algún activista cambió el letrero del pueblo por otro que decía, simplemente, Edificios Feos.
Al menos 2.500 personas discrepan: son quienes ya se han mudado a Poundbury, aunque cuando concluyan las obras, dentro de siete años, se espera que la cantidad se duplique. En la localidad, cuyos terrenos pertenecen al Ducado de Cornualles, hay ya más de un centenar de negocios, incluyendo, como no podía ser de otra manera, un típico pub inglés, que se llama El Poeta Laureado. Viviendas, tiendas y oficinas se ubican en edificios nuevos, pero fieles a la tradición británica -del estilo tudor al georgiano pasando por el paladiano- y rematados por hábiles artesanos.
Un invitado incómodo
En 1984, un joven príncipe Carlos, invitado a la cena de gala del 150 aniversario del Instituto Real de Arquitectos Británicos, escandalizó a la concurrencia al criticar los edificios rompedores que estaban transformando las fachadas de Londres, especificando en algunos casos nombres y apellidos. «Sería una tragedia -dijo- que el carácter y el perfil de nuestra ciudad siguieran arruinándose«. Aquella noche perdió algunas amistades, pero incrementó su popularidad entre la población británica, poco amiga de las carísimas construcciones modernistas.
Fue el principio de un declarado interés por la arquitectura y el urbanismo que cristalizaría unos años después en la fundación de una revista, hoy desaparecida, y de una escuela universitaria. Mediante cartas, columnas y declaraciones, el heredero ha conseguido también modificar varios proyectos de gran alcance, coleccionando con los años una buena nómina de enemigos entre los profesionales del ramo.
Energía limpia y viviendas sociales
Pero, sin duda, su idea más perdurable fue la construcción de una pequeña ciudad, o pueblo grande, que plasma sus ideas. El proyecto nació en 1988 según un plan maestro del arquitecto y urbanista Leon Krier. El objetivo: crear una comunidad viva, con alta densidad y edificios de estilo tradicional que mezclasen armónicamente los usos residencial, comercial e industrial. En 1993 comenzaron las obras, siguiendo un plano lleno de calles estrechas y curvas, plazas y jardines. Varios de los edificios principales son obra de Quinlan Terry, uno de los más famosos arquitectos tradicionalistas, tan amado por unos como denostado por otros. «No podemos ignorar el Movimiento Moderno», ha dicho Terry, «pero no me importaría nada que no hubiera existido. Creo que el mundo sería un lugar mucho mejor». Haciendo amigos.
Frente a las acusaciones de querer construir un parque temático, los promotores siempre han insistido en la sostenibilidad del pueblo, que cuenta con varias industrias asociadas para generar empleo. A las afueras se ubica una fábrica de biocombustible que proporciona energía al conjunto. Más de la tercera parte de los edificios están destinados a vivienda social, socavando la histórica relación entre las casas baratas y el brutalismo en sus distintas variantes. El príncipe se empeñó desde el principio en que estas viviendas fueran estéticamente indistinguibles de las otras, y parece que lo han conseguido.
¿Crecimiento orgánico?
El pueblo no ha tenido tanto éxito en otro de sus objetivos: favorecer el uso peatonal y reducir la circulación de vehículos. Pese a que las calles y plazas son toda una tentación para el paseo, una encuesta reciente mostró que sus habitantes utilizan más el transporte privado que los de las localidades de los alrededores. Este hábito podría desbordar la planificación urbanística, con pocos aparcamientos.
Más allá de los detalles, algunos detractores de Poundbury disparan contra su carácter artificial y planificado, de ingeniería social a pequeña escala. Es cierto que sus calles y espacios carecen del crecimiento orgánico y natural de las ciudades históricas, pero Krier y sus partidarios creen que eso llegará con el tiempo. En una de sus últimas visitas, el príncipe Carlos, tocado con un casco de obrero, se ufanó de que lo que antes parecía una ciudad fantasma se está convirtiendo poco a poco en una comunidad llena de vida.
¡Corte su césped!
Aunque el escenario parezca sacado de una acuarela del siglo XVIII, la vida posee el ritmo y las obligaciones del XXI. Muchos de los residentes no trabajan en el área, sino en la ciudad de Dorchester o en otras de los alrededores, como Southampton. En cuanto al ocio, los vecinos se han organizado en numerosos clubes por aficiones, de la lectura al yoga. A lo largo del año se celebran ferias de productos de granja, de artesanía o de música. Hay también una activa revista que informa sobre las actividades y proyectos de la comunidad.
Además de disfrutar de las ventajas, los habitantes del pueblo deben seguir unas estrictas normas de conducta a las que se comprometen por escrito antes de su traslado. Mantener limpio y podado el jardín no es una opción, sino un deber. Por otro lado, cualquier cambio estético en el exterior de los edificios, por nimio que sea, debe ser expresamente aprobado por un comité. Olvídese de pintar sus ventanas de naranja. Y si su hijo es aficionado a decorar las paredes con grafiti, es probable que no haya elegido un buen lugar de residencia.
El Nuevo Urbanismo y las guerras culturales
Pocos lugares como Poundbury muestran cómo la arquitectura se ha convertido en una trinchera más de las guerras culturales, que alcanzan cada vez a un radio más amplio de nuestras vidas cotidianas. Con su esquema social, ecológico e innovador, ajeno a la voracidad del mercado inmobiliario, podría haberse convertido en un paraíso para los progresistas, que sin embargo no soportan su estilo nostálgico y su glorificación nada sutil del pasado inglés.
El debate no es exclusivamente británico. En Estados Unidos tiene gran fuerza desde hace décadas el movimiento del Nuevo Urbanismo, que se ha concretado en numerosos proyectos de costa a costa. Sus ideas se parecen a las de Poundbury: aceras, edificaciones de alta densidad (frente a los suburbios americanos habituales), muchas zonas verdes y, casi siempre, estilo constructivo clásico. En la propia Gran Bretaña, ya hay otro proyecto que busca dar continuidad a las ideas del príncipe de Gales: Nansledan, en Cornualles, no lejos del primer enclave. Apenas han comenzado las obras.
«Una experiencia urbana psicodélica»
Poco apoco se van abriendo fisuras en el batallón de los escépticos. Aunque en general la arquitectura oficial sigue mirando Poundbury con la ceja levantada, cada vez son más quienes se acercan a contemplarlo con curiosidad y reconocen algunos de sus aciertos. No hace mucho visitó el pueblo Thomas Heatherwick, paladín de la arquitectura más rompedora y diseñador del pebetero de los Juegos de Londres, y parece que no sufrió convulsiones.
El Financial Times ha reconocido los méritos del proyecto, hablando de la «paradoja Poundbury»: la combinación de una estética reaccionaria con una organización social y urbana genuinamente innovadora. Incluso The Guardian, que había sido especialmente cruel en sus críticas, ha publicado que «se están haciendo muchas cosas bien». Más mordaz, el escritor y crítico Will Wiles, que no es en absoluto entusiasta de la arquitectura tradicional, lo ha definido como «una rareza fabulosa, una experiencia urbana psicodélica, un lugar excepcional que merece existir».
Medio millón de libras
Está claro que Poundbury no es la solución a los problemas de las ciudades en el siglo XXI, pero sí es, con sus aciertos y con sus errores, una propuesta que merece ser ponderada y no ridiculizada. Para escándalo de los críticos, hay mucha gente que prefiere vivir en un edificio victoriano antes que en un cubo de hormigón y cristal. Si a usted también le gusta la idea y no puede aspirar a una vivienda de protección oficial, debería ir ahorrando: los inmuebles de dos dormitorios a la venta en el pueblo no bajan del medio millón de libras.
El resto tendremos que conformarnos con seguir con curiosidad las evoluciones de un proyecto todavía en desarrollo. Lo que nunca podremos ver, como apunta una de las residentes, son las caras perplejas de los arqueólogos del futuro cuando descubran un extraño yacimiento que desafía el estilo de su estrato: un pueblo en que los restos de móviles inteligentes aparecerán enterrados entre capiteles dóricos.