De vez en cuando, y especialmente al acercarse la Semana Santa, oigo entre círculos de católicos de lo más ortodoxo algunas críticas, exaltadas y sentenciadoras, hacia las procesiones y cofradías. El mundo cofrade me es bastante ajeno: donde viví no vi nunca una procesión ni conocí a ningún miembro de ninguna hermandad. O, mejor dicho, me es ajeno sólo en parte porque como católica todas las realidades de la Iglesia me son, de alguna forma, propias.
Procesiones que educan
Para empezar, cuesta entender que, estando como están las cosas, se sugiera siquiera la idea de acabar con una manifestación pública tan magnificente del misterio principal de nuestra fe, esto es, la muerte y resurrección de Jesucristo. Una manifestación que cuenta, además, con el apoyo institucional, aunque sea este centrado exclusivamente en el aspecto cultural y turístico. En un estado aconfesional cada vez más desvinculado de sus orígenes y de su historia, los pasos de Semana Santa son una puerta por donde se cuela, o por donde puede colarse, la luz de nuestra identidad católica como país. Son también escuela para niños y adolescentes a los que ya no llevan sus padres a las iglesias ni siquiera los domingos ni ven en los colegios ninguna imaginería cristiana ni les cuentan tampoco allí el relato bíblico. Y, sobre todo, veo las procesiones como un contexto idóneo para que la gracia de Dios encuentre su recoveco y siembre en más de uno la semilla de la fe, de la conversión o de una vocación religiosa.
Otra de las manidas críticas es señalar el grado de coherencia con la fe de hermanos y cofrades. Es lógico que de una asociación católica se espere que sus miembros sean consecuentes, pero es irreal pretender que en un grupo grande formado por personas no haya miserias, bajezas, basura e incoherencias. Hay que partir siempre de aceptar la realidad tal cual es y desde allí trabajarla para el cambio. Se ha de aspirar, está claro, a evitar la secularización, el convertir las hermandades en un mero club social. Pero la solución no me parece que sea ni su cierre ni tampoco una criba radical de afiliados, sino la purificación de los grupos mediante la purificación de aquellos que los forman con fe, oración y militancia católica. Me consta, porque he conocido a muchos en el año y medio que llevo viviendo en Salamanca, que hay en las cofradías cristianos ejemplares y que tienen claros los fines y principios de las hermandades a las que pertenecen. Intuyo, pues, que el primer apostolado ha de ser interno y no de expansión; en ese ser comunidad –que es parte esencial de la cofradía– se encierra un tesoro enorme, en especial entre el individualismo apremiante del mundo de hoy, que refleja bien que el hombre no está llamado a vivir en solitario, sino acompañado.
«La procesión va por dentro»
El jesuita Daniel Cuesta (1987) ha publicado no hace mucho dos libros muy interesantes relacionados con la espiritualidad cofrade que son una aproximación a esta religiosidad popular: La procesión va por dentro y Luces y sombras de la religiosidad popular. En una entrevista, Cuesta expresaba: «Me gustaría que la Iglesia supiera ver a las cofradías y a toda la gente que se acerca a Dios a través de ellas como un reto y no como una amenaza o una cosa superflua y cultural. Puesto que no sólo creo, sino que he experimentado que, las cofradías (con toda su ambigüedad y sus aspectos difíciles) pueden ser la puerta de la fe para muchas personas, siempre que sepamos acompañar esa llama que Dios enciende en muchos corazones a través de ellas».
Ante todo, que ni las críticas ni las alabanzas, ni el desprecio ni la admiración que las procesiones puedan suscitar en nosotros nos aparten de buscar la vivencia profunda del misterio que la Iglesia nos invita a contemplar estos días santos y que es fundamento y pilar de la fe cristiana.