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La actualidad política ha centrado el debate en el dilema comunismo o libertad. Este contexto es perfecto para que los amantes de la libertad nos preguntemos qué podemos aprender de los comunistas.

Para esta labor, nada mejor que echar mano de la obra Dedicación y liderazgo, de Douglas Hyde. Hyde fue un alto cargo del Partido Comunista británico que, después de veinte años de militancia, se convirtió al catolicismo en 1948. Entre otras funciones, dirigió el periódico oficial del partido, el  Daily Worker, y se encargó de la formación de los cuadros. Es decir, era un verdadero ideólogo comunista. Después de bautizarse, puso al servicio de la Iglesia todos sus conocimientos y su experiencia política para ayudar en la evangelización y en la difusión del pensamiento social cristiano.

Su caída del caballo es muy inspiradora. Durante la segunda guerra mundial, el Partido le asignó la misión de infiltrarse y espiar la Liga Distributista de Chesterton. Hyde quedó fascinado por las ideas sociales que se plasmaban en los libros de G.K. Chesterton y Hilaire Belloc. La conversión de Hyde al catolicismo y al distributismo fue solo cuestión de tiempo. Este giro fue portada en los principales medios de comunicación británicos. Cuando, en una conferencia, le preguntaron cuál era su nueva política, Hyde no dudó en levantar las encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno y decir “Ésta es mi política”.

Lo nunca visto

En Dedicación y liderazgo Douglas Hyde nos invita a estudiar a los comunistas, no para atacarlos ni para demostrar que están equivocados, sino para ver qué podemos aprender los cristianos de ellos. Hyde constata que los comunistas conformaban una minoría muy reducida en comparación con algunos de los grupos que también aspiraban a ser hegemónicos. A mediados del siglo pasado había en el mundo más de 400 millones de musulmanes y más de 500 millones de católicos. Sin embargo, en el periodo comprendido entre 1919 y 1950, los comunistas atrajeron a un tercio de la población mundial.

Este éxito probablemente no tiene ningún precedente en la historia. De hecho, Hyde afirma que “en la historia de la humanidad ningún grupo de personas tan pequeño ha logrado hacer más en menos tiempo”.

Sobre esta base, Hyde lanza algunas preguntas incómodas. ¿Cómo lograron los comunistas expandirse tan rápidamente cuando Lenin tenía sólo un puñado de seguidores en 1910? ¿Cómo pudieron los comunistas lograr al mismo tiempo la adhesión de los intelectuales occidentales, los terroristas rusos y los campesinos de Asia, África y América Latina? ¿Cómo consiguió un movimiento explícitamente ateo un grado de fervor de sus miembros superior al de movimientos religiosos coetáneos? ¿Cómo un movimiento férreamente jerárquico y centralizado pudo poner a trabajar a su servicio a personas sencillas en todos los países y clases sociales?

Conquistar el mundo

Durante sus veinte años de militancia Hyde creyó firmemente -como el resto de sus camaradas- que los comunistas podían conquistar el mundo. El hecho de que fueran una minoría en las sociedades occidentales no les resultaba un problema. Tenían fe en sus capacidades. Cuando Hyde ingresó en la Iglesia le sorprendió mucho el complejo de inferioridad que atenazaba a los católicos. Nuestro autor salía de una organización de apenas 45.000 miembros y entraba en otra que era cien veces mayor y que representaba el 10% de la población británica. Sin embargo, mientras los comunistas aspiraban a comerse el mundo, los católicos parecían resignarse a un papel testimonial.

Para Hyde, la fuerza del comunismo no estaba en el atractivo de sus ideas, sino en el ejemplo y la entrega de sus líderes. La dialéctica y el materialismo histórico eran materias ciertamente áridas. Pero los comunistas creían en una causa moral que era superior a sus propias vidas. Como encargado de formación, Hyde veía que nadie se acercaba a ellos persuadidos por los argumentos de Marx y Engels. Los nuevos militantes siempre llegaban movidos por el ejemplo de un camarada que habían conocido en la fábrica o por la entrega del Partido en una campaña realizada en su barrio.

Es esa fe en la propia causa la que tiene fuerza para agitar las conciencias. En la escena pro-vida hemos tenido un ejemplo magnífico recientemente. La campaña “Vividores” impulsada por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) nos ha enseñado cómo se pueden aprender las tácticas del adversario y ponerlas al servicio de una buena causa. La izquierda ha aprovechado la situación de pandemia para tramitar de forma exprés la ley de la eutanasia. Para provocar el impacto mediático y el debate social, la ACdP desplegó una lona negra de 500 metros cuadrados en la fachada de un edificio del Paseo de La Habana de Madrid. En la lona aparecía una calavera bajo el lema “¿EUTANASIA? #DebateSecuestrado”. A esto se añadió la protesta a las puertas del Congreso de un puñado de jóvenes con estética de La casa de papel: encapuchados y con caretas de Dalí. Hasta ese día las banderas piratas y la pancarta de “GOBIERNO DE MUERTE” eran más propias de una performance okupa o antisistema.

La ley de la eutanasia se ha aprobado. Pero humildemente considero la campaña fue un gran éxito. El movimiento pro-vida ha pasado a emplear los golpes de efecto que hasta ahora eran monopolio del adversario. Ha pasado a innovar para hacerse más efectivo. Douglas Hyde lo hubiera aplaudido. Y no hay que olvidar que una guerra no termina hasta que uno de los dos bandos se rinde. El fervor que transmitían los jóvenes de la ACdP mueve más a la acción que cualquier argumento antropológico.

Es el idealismo, idiota

El compromiso y la audacia de los “vividores” nos lleva a otro de las grandes cuestiones tratadas por Hyde. Dedicación y liderazgo es una llamada a cuidar y canalizar el idealismo de los católicos. “Los jóvenes siempre han soñado con un mundo mejor”, afirma. “Si no logran canalizar su idealismo en los círculos en los que han nacido y han crecido, buscarán en otra parte”.

Hyde nos invita a despreciar el comunismo y, al mismo tiempo, a compadecer y aprender del comunista. Cuando la gente le preguntaba cuál era la cualidad que distinguía a un comunista, él no respondía –como otros- que era su “capacidad para odiar”. Hyde no dudaba en decir que era su idealismo, su celo, su compromiso, su adhesión a la causa y su capacidad de sacrificio. Entre los viejos líderes marxistas había personas muy capacitadas que podrían tener unos sueldos excelentes en los negocios o la industria. Sin embargo, consagraban su vida al Partido y se conformaban con unos sueldos bajos. (Algo muy alejado del estilo actual de algunos aficionados a las mariscadas y los marquesados.) Al mismo tiempo, había obreros que cedían una parte de su jornal a la causa y que dedicaban su tiempo libre a la propaganda y el proselitismo comunistas. En la comunidad cristiana, Hyde solo veía ese grado de entrega en los misioneros y las órdenes consagradas. Pero, a pesar de sostener ideales altos, los laicos estaban escasamente comprometidos con la promoción de su causa.

Los viejos comunistas solían decir que cuando pides poco a la gente obtienes poco, pero si les pides mucho responden de forma heroica. Para Hyde una de las realidades más perturbadoras que tuvo que afrontar fue el hecho de que la mayoría de los líderes comunistas de primera generación fueron antiguos católicos. El núcleo duro del Partido Comunista en regiones como Estados Unidos, Australia o Kerala (Sur de la India) estaba formado por personas que habían abandonado su fe para abrazar la causa marxista. Este hecho demostraba dos cosas. Primero, que los recursos humanos con los que contó el comunismo para lograr su expansión eran los mismos que tenían a su alcance otros movimientos sociales. Y, segundo, que el comunismo supo forjar líderes con personas cuyo talento había sido desaprovechado por el cristianismo.

(Siempre) la batalla cultural

Hyde afirma que, después veinte años de militancia entregada, conocía perfectamente todas las aberraciones del comunismo. Pero también sabía que sus antiguos camaradas tenían razón en un punto determinante. A mediados del siglo pasado los comunistas decían que se está librando una batalla de grandes proporciones en todo el mundo, una lucha por los corazones, las mentes y las almas de los hombres. Hyde sostiene que esta premisa es cierta, aunque no podemos caer en la simplificación de que todos los buenos están de un lado y los malos de otro. Los comunistas también afirmaban que, aunque es muy posible que no veamos el final de la lucha, sí es muy probable que el resultado se decida en la época en la que nos ha tocado vivir.

El tiempo le ha dado la razón. Incluso tras el colapso del comunismo (excepto en algunas dictaduras), sus residuos tóxicos siguen contaminando el debate político y cultural. La unidad social ha estallado en un todos contra todos de colectivos y minorías azuzados por agendas inspiradas en teorías críticas. La guerra por el poder está más viva que nunca. No el poder militar, sino el cultural. El que nace de inspirar las normas, las creencias y los valores que rigen la vida de la gente y los significados que otorgamos a palabras como democracia, patria, igualdad o mujer.

Hyde entendía que los católicos de hoy tienen ante sí un desafío similar al que tuvieron los primeros cristianos. Y afirmaba que para recristianizar la sociedad se necesitan líderes totalmente comprometidos, que sepan aprender técnicas, estudiarlas y enseñárselas a otros.

El liderazgo a largo plazo requiere una formación sistemática y continuada. El Partido Comunista se preocupó de proporcionar dicha formación a todos los niveles. Todos los militantes eran entrenados para ejercer el liderazgo en su campo: la fábrica, el campo, el sindicato, la universidad, la prensa. Los formadores inculcaban a los militantes que cada comunista debía ser un líder y cada fábrica, una fortaleza.

El comunismo cayó el día que se agotaron sus reservas de compromiso y liderazgo. Pero podemos aprender mucho de su legado.

La formación en el liderazgo es la vía que sigue hoy en día la asociación francesa Ichtus. Esta organización nació hace unos años con el propósito de generar líderes católicos con una formación sólida en el terreno de la política y de la comunicación. Ichtus asume el enfoque metapolítico del gramcismo y parte de la base de que para conseguir cambios profundos en política es necesario estar primero en condiciones de ofrecer una visión alternativa de la persona, del vínculo social, de la economía o incluso de la belleza y el arte. Ichtus trata de formar a una nueva generación de líderes preparados para entrar en la batalla cultural. Por eso su actividad se centra en la organización de coloquios, conferencias, publicaciones, cursos de formación y grupos locales de trabajo.

En los tiempos líquidos de las redes horizontales, los vínculos variables y el activismo de sofá resulta más necesario que nunca reflexionar sobre las formas más eficaces de estructurar una organización y sacar el máximo partido al compromiso de sus miembros. Los métodos de los viejos comunistas son una excelente fuente de inspiración para los conservadores imaginativos. Aprovechemos los que puedan imitarse y rechacemos los que sean contrarios a nuestra ética y estilo. Dedicación y liderazgo debería ser un manual de cabecera para todo grupo disidente que tenga el modesto objetivo de cambiar el mundo.