A la pregunta de dónde estabas tú el 13 de junio de 1977, no todos los nacidos para esa fecha sabrán dar una respuesta correcta, o no sin antes hacer memoria o consultar viejas agendas. Phillippe de Villiers, en cambio, sí. El hombre y el nombre quizás no suenen a muchos en España, pero sí en el país vecino, donde un 37% de franceses consultados reconoció en 2007 tener una muy buena opinión de él.
Lástima -para De Villiers- que solo un 3% le votara en las elecciones presidenciales de aquel año, cuando encabezó las listas del Mouvement por la France, una formación de derecha conservadora. No fue aquella ni su primera ni su única incursión en la política. En su cursus honorum figuran un acta de diputado en la Asamblea Nacional, la Secretaría de Estado de Cultura con Chirac y 10 años como miembro del Parlamento Europeo.
Pero no hemos venido aquí hablar del De Villiers político, sino del intelectual o, por ser más precisos, del empresario, vocación inseparable de las otras dos y que le nació el ya reseñado 13 de junio de 1977, a la edad de 28 años, entre un montón de ruinas y ortigas: los restos de los que una vez fue el castillo de Poy du Fou, en la región francesa de la Vendée.
La historia de una familia desde la Edad Media a la II Guerra Mundial
No se trata tampoco de hacer el inventario de las rimas y leyendas nacidas siglos ha entre los fríos muros del castillo, más bien de contar la idea que tuvo el joven De Villiers, la cual llevaría a la práctica exactamente un año (bueno, y tres días) después, el 16 de junio de 1978. Hablamos de la representación de la Cinéscénie, la historia de una familia -esto es, la saga- de la Vendée desde la Edad Media a la II Guerra Mundial, un espectáculo que de 1978 a hoy no se ha dejado de representar, con notable éxito de público desde el primer día.
Podría pensarse que nada más dar con su particular fórmula de la cocacola, De Villiers se puso al otro lado de la taquilla a cobrar la entrada y descontar de la misma su parte correspondiente como showrunner, o sea, como autor y empresario. Y así año tras año. Pero qué va. Salvo el hilo argumental, poco o nada tiene que ver aquella primera representación de la Cinéscénie con las últimas.
Así, si la noche del 16 de junio 1978 actuaron 600 actores ante un público de 5.000 -que ya son números- ahora son más de 13.000 los espectadores que del 2 de junio al 8 de septiembre, asisten a un espectáculo en el que cada noche toman parte 2.400 actores, 130 jinetes, 500 encargados de la recepción y la seguridad, cifras a las que hay que sumar 28.000 trajes, 850 unidades de pirotecnia, más de 3.000 proyectores y 30 drones capaces de una coreografía nocturna, sincronizada a la perfección con la imagen, el sonido, la iluminación y los actores.
(Párrafo aparte merecen otras novedades introducidas en la Cinéscénie a lo largo de los años, como los continuos retoques de De Villiers en el libreto o bandas sonoras originales compuestas por músicos cuyos nombres han conocido la gloria de los títulos de crédito de Hollywood.)
El segundo parque temático más visitado de Francia
Con ser mucho la Cinéscénie -la génesis y la estructura de Puy du Fou, nada menos- no lo es todo. Porque al calor del éxito creciente del espectáculo, De Villiers fue ideando y produciendo otros, hasta convertir el lugar en un parque temático, el segundo más visitado de Francia hoy.
De esta forma, quien se anime a dejarse caer por ahí –2.260.000 personas lo hicieron en 2017- será testigo, en vivo y en directo, de combates entre gladiadores y de carreras de cuadrigas, de auténticos -o eso parece- desembarcos vikingos, y de las aventuras y desventuras de unos mosqueteros defensores, a capa y espada, de la legitimidad de su Soberano.
También quien se anime podrá sentarse en la Tabla Redonda con el Rey Arturo y sus caballeros, acompañar a una doncella en su búsqueda y hallazgo de una lanza mágica que protegerá los muros de su aldea durante la Guerra de los Cien Años, bailar al ritmo alegre y despreocupado de una de esas big bands de cuando la Belle Epoque, o escribir cartas de amor en una trinchera en el fragor de la batalla de Verdún.
Y este año, como novedad, cualquiera que visite Puy du Fou podrá embarcarse con La Pérouse, expedicionario francés que salió del puerto de Brest en 1785 para circunnavegar el mundo, perdiéndose su rastro -suyo, de su buque y de su tripulación- se cree que en las Islas Salomón. Los efectos especiales son tales que quien se atreva a enrolarse en la aventura sentirá en primera persona qué cosa es esa de naufragar en alta mar. Ni que decir tiene que la integridad física del pasaje entero está más que garantizada. Ahora bien, se recomienda llevar consigo biodraminas.
La historia se hace carne y sangre
La temática del parque, lo han adivinado, es la historia, en concreto, la historia de Francia. Pero no la historia como se cuenta en tantos museos, a base de paneles explicativos y profusión de fechas y datos, con la misma frialdad con que un entomólogo clasificaría las mariposas que hasta hacía poco revoloteaban libres por los prados.
En Puy du Fou, como queda relatado, la historia se hace carne y sangre, desarrollándose a un palmo de la vista, para asombro de los visitantes. Cabe añadir que tal historia no es la historia oficial de Francia, entendiéndose por esto último el relato, la narrativa, con que la República francesa ha tratado de legitimarse, de tiempos de la Revolución a hoy.
Téngase en cuenta que Puy du Fou se ubica en la región de Vendée, la misma que tanta y tan heroica resistencia opuso al terror desatado por los revolucionarios de París. Más de 200 años después de todo aquello, los naturales del lugar -De Villiers, entre ellos- guardan memoria emocionado de lo aquí acontecido entonces. Y no solo ellos.
Los sentidos, al servicio de la historia
En fecha no tan lejana como 1993, uno de los grandes iconos contrarrevolucionarios del siglo XX, Aleksandr Solzhenitsyn, visitó Puy du Fou para rendir homenaje a tan bravos combatientes en nombre de Dios, la Patria y el Rey (la tradición, en fin). Es más, uno de los hoteles del recinto lleva el nombre de Lescure, Louis-Marie de Salges de Lescure, joven caudillo -uno de muchos- del alzamiento aquel.
Porque, claro, quien venga a Puy du Fou en algún sitio tendrá que dormir. Pues bien, podrá hacerlo hasta en cinco hoteles distintos, a elegir según la disponibilidad de plazas y los propios gustos históricos del cliente, ya que los alojamientos van de una villa galo-romana hasta un chalecito estilo Belle Epoque pasando por una ciudadela medieval. ¡Y sin rastro alguno de cartón piedra!
Aquí, en Puy de Fou, no valen los sucedáneos a la hora de reconstruir la historia. Por eso los lavabos de granito y las camas de roble, las armaduras y los tapices, las antorchas y las vidrieras, los bordados y las cerámicas, los cuartos de armas y los pasajes subterráneos, los gabinetes de curiosidades y los salones de música. Eso sí, con todas las comodidades de hoy, servicio de habitaciones incluido.
Y quien dice dormir, dice también desayunar, comer y cenar. ¿Dónde? En alguno de los más de 20 locales diseminados por el parque, unos de comida rápida, otros de platos más elaborados y otros incluso de alta restauración. Todos, eso sí, al servicio del mismo propósito que el resto de Puy du Fou: el disfrute y conocimiento de la historia a través de los sentidos.
Una economía a escala humana
De esta manera, encontramos que otra de las novedades de 2018 es ‘Le Café de Madelon’, una comedia ligera servida hasta su mesa por actores ataviados con el uniforme blanco y negro típico de los camareros de las brasseries de antaño. O sea, que en Puy de Fou, la historia -¡y el espectáculo!- está hasta en la sopa, y no en sentido figurado, sino literal. Pero aún hay más.
La práctica totalidad de los productos alimenticios que se consumen en Puy du Fou son de fabricación local, como las patatas de Noirmourtier, las mogettes de Vendée -una especie de alubia blanca- o los vinos de los viñedos de Mareuil. Y no solo los alimentos. Hasta el 80% de los comerciantes de la zona son proveedores del parque temático del que es alma, corazón y vida Phillipe de Villiers, un político al fin y al cabo partidario de una economía a escala humana, respetuosa con la naturaleza y el trabajo manual.
Esto explica, por un lado, los más de 25 kilómetros de senderos, el bosque centenario con 150 tipos de árboles, y jardines como ese con más de 200 variedades de plantas, y donde es imposible sustraerse a la tentación de montar un espectáculo que tenga como protagonista a La Fontaine y su bestiario de fábula.
Siguiente parada: Toledo, España

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Y ya que hablamos de bestias, toca decir que estas son los actores mimados de Puy du Fou, con un tratamiento mitad reyes del absolutismo, mitad deportistas de élite. El inventario de animales del parque da para llenar otro arca como el de Noé: burros de Poitou (de los que apenas queda un centenar en el mundo), cerdos de Bayeux, ovejas de Ouessant cortadoras de césped, bueyes que desplazan decorados, 10 lobos checos que desembarcan de un drakkar vikingo, dos centenares de purasangres hispano-lusos entrenados en las disciplinas de salto, acrobacia, enganche y doma, y un sinnúmero de águilas, halcones, buitres, lechuzas y milanos surcando los cielos y volando a ras de suelo, y con una precisión tal que ni unos drones de ultimísima generación. ¡Ah! Y para los muy amigos de los documentales de La 2, el impagable espectáculo de un ecosistema basado en la cadena alimentaria, con carpas de estanque devoradoras de larvas y mosquitos y luchas encarnizadas entre mariquitas y pulgones.
Nada de lo anterior sería posible sin el correspondiente cuerpo de cetreros, domadores y paisajistas, pero también de artesanos capaces de fabricar uno de esos velums accionados por un complejo sistema de cuerdas con que los romanos cubrían sus estadios e ingenieros en busca y captura del penúltimo cachivache técnico.
Unos y otros, todos, forman parte de un peculiar departamento de investigación y desarrollo, el de Puy du Fou, que ha sabido combinar tradición e innovación, siendo esta la clave de su éxito; éxito que demuestran los 500 millones de euros reinvertidos en Puy du Fou desde su fundación -¡y sin haber recibido nunca un céntimo de dinero público!- y el hecho cierto de que, 40 años después, De Villiers se haya decidido, por fin, exportar su modelo al mundo, empezando, nada más y nada menos, que por Toledo, España.
La aventura no ha hecho sino empezar.