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El invierno de nuestro descontento del que hablaba Shakespeare comienza su lento pero inexorable languidecer. Sí, ya llega el calor, o mejor dicho el calorcito. Con los primeros amagos, uno no se atreve aún a echar las campanas al vuelo, no sea que, cual huidizo cervatillo, se asuste y se repliegue si nos ve demasiado expectantes. Pero sí, ya está aquí.

Y el calorcito trae tantas cosas. Para empezar —las damas primero—, los vestidos de las mujeres, con sus estampados florales, sus talles y sus caídas. También, si uno puede, descartar el metro o el autobús y abonarse al paseo primaveral, con la naturaleza abriéndose paso entre la jungla de asfalto. Tumbarse sobre la hierba y abandonar definitivamente los interiores en favor de las terrazas. Llevar la chaqueta al hombro al volver de trabajar. Tener siempre a mano las gafas de sol; las de aviador, claro.

Por otra parte, la primavera activa ciertas asociaciones mentales que pueden ser lógicas o no. Para mí, por ejemplo, esta estación me evoca a Jane Austen, a Sorrentino y a Xoel López.

El tiempo atmosférico se pone a la altura del litúrgico, el de la alegría pascual, en los que son tal vez los mejores meses del año: esos en los que el calor aún no es sofocante. Porque más adelante llega el momento en que, al vestir, se ponen a prueba nuestros principios del saber estar y de la elegancia cuando el sol aprieta un poco más de la cuenta.

Aunque claro, uno no puede evitar mirar en lontananza para divisar el verano. El que trae el tinto del mismo nombre; y los días que se resisten a morir; y el leer cobijado a la sombra de los árboles; y los golpes de brisa que alivian el bochorno del atardecer. Y también, ay, los amores de verano y las tormentas de verano, que a veces son sinónimos y otras veces no.

Las vacaciones

Con la época estival llegan, claro, las merecidas vacaciones, un tiempo propicio para hacer acopio de lecturas, de aficiones y de amistades. Así lo aconseja el libro de los Proverbios: «Quien reúne en verano es hombre prudente».

En esto de las vacaciones hay distintas modalidades. Están los animales de costumbres, que vuelven al sitio de siempre bien por compromiso familiar bien por buscar el retorno a su particular Brideshead. Los hay aventureros, que cada año ponen rumbo a un destino diferente y cuanto más lejos mejor. Y luego quienes, estén donde estén, libran el eterno combate de desconectar sin dejar de sentirse productivos. A ellos les ofrezco el consejo de cierto cura aragonés, que decía que descansar no es no hacer nada, sino cambiar de actividad.

Yo, además, cuando pienso en esta época, no puedo evitar imaginarme a aquellos para quienes este verano será distinto de los demás. En aquel niño que pasará las últimas vacaciones en compañía de su abuelo; en aquella adolescente que se enamorará hasta las trancas por primera vez; en el primer trabajo de aquel chaval, sirviendo mesas, para sacarse el carnet de conducir. Son esas cosas, más o menos importantes, de las que luego nos acordamos para el resto de la vida.

Pero me temo que más de uno no se habrá dejado encandilar tan rápido por estas beatíficas enumeraciones y objetará que todavía quedan un buen puñado de semanas para el verano. No les falta razón y desde aquí les extiendo mis disculpas por haberles puesto los dientes largos. Pero eso sí, déjenme añadir, como decimos en mi tierra el 14 de julio, que ya falta menos. Mientras, disfruten de esto que aún no es canícula ni estío. Que viva el calorcito.