No fue una guerra de secesión. Fue una guerra de sucesión. Año 1700. Carlos II El Hechizado muere sin descendencia. El sucesor por él designado es el nieto del rey de Francia, Felipe de Anjou, futuro Felipe V. Ante el temor de que se rompiera el equilibrio de fuerzas en Europa, Inglaterra, Austria y Holanda proclaman su propio candidato al trono: el archiduque Carlos.
En términos generales, la España del viejo reino de Castilla apoyó al pretendiente borbónico y la del viejo reino de Aragón, al austracista. En término generales, insistimos, pues no fueron bloques homogéneos; hubo notables excepciones. Poco parece importarle a algunos.
Inasequible al desaliento, al argumento y al documento, el nacionalismo catalán rememora el 11 de septiembre de 1714 como la fecha en que Cataluña se perdió. Por eso la ofrenda floral todos los años a los pies de la estatua de Rafael Casanova, máxima autoridad civil y militar durante el asedio a la ciudad de Barcelona por las tropas del archiduque y supuesto mártir por la independencia.
Supuesto porque Casanova ni murió en combate -lo hizo casi treinta años después, habiendo recibido el perdón real mucho tiempo atrás- ni, repetimos, fue una guerra entre Cataluña y España. Así lo acredita el bando de Casanova fechado en 1714 en el que animaba a los barceloneses a resistir hasta “derramar la sangre gloriosamente por el rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”.