(Nota de la redacción: recientemente, la alcaldesa de Barcelona mandó retirar del callejero el nombre del Almirante Cervera, al que tildó de «facha». Cervera, aparte de marino ilustre y héroe de guerra, murió una década antes de que surgiera el fascismo. Esta es su vida.)
Cádiz es cuna de grandes marinos, lo cual tampoco es cosa extraña. En Cádiz confluyen dos mares y allí, en la bahía que lleva el nombre de su capital, se encuentra la principal base de la Armada desde hace siglos. Que Pascual Cervera y Topete viniese al mundo en Cádiz tiene, por lo tanto, cierta lógica cartesiana.
Lo hizo al término de la regencia de María Cristina de Borbón, poco después de que se crease la provincia. Su padre era militar, había combatido en la guerra de la Independencia contra los franceses, pero por tierra. A su hijo Pascual lo que le llamaba era el mar. Con sólo 13 años ingresó en la Escuela Naval, a los 19 ya era Guardiamarina de primera clase y a los 21 Alférez de navío.
La España de Isabel II conservaba un imperio ultramarino pequeño pero muy disperso. A occidente las islas de Cuba y Puerto Rico. A oriente las Filipinas, un archipiélago de más de 7.000 islas en los confines de Asia, al que se sumaba un sinnúmero de islas, islotes y atolones desperdigados por todo el océano Pacífico.
Un marino de guerra no estaba para hacer política
España necesitaba barcos y marinos que los gobernasen. Pascual Cervera quería ser uno de ellos. De modo que, tras ser ascendido a oficial en La Habana, fue destinado a las Filipinas, donde sirvió hasta 1865. Regresó a España para formar guardiamarinas, pero el país que se encontró no era el que había dejado al partir. Sólo tres años después de su regreso estalló la revolución gloriosa, que costó el trono a Isabel II y trajo un sexenio de inestabilidad política en la que hubo varios gobiernos provisionales, el breve reinado de Amadeo I y la enloquecida Primera República.
En todos los requiebros que la Historia fue dando Cervera, un joven oficial de la Armada, se mantuvo leal al Gobierno. Tenía, claro está, opiniones políticas como cualquier hijo de vecino, pero entendía que un marino de guerra no estaba para hacer política. Durante el levantamiento cantonal de 1873 el incendio le pilló de cerca, pero no perdió la cabeza, se limitó a defender el Arsenal de La Carraca para que no cayese en manos de los amotinados como había sucedido en Cartagena.
Con el país más calmado y los Borbones de vuelta en Madrid fue enviado otra vez a Filipinas al mando de una corbeta. Una vez allí le ascendieron a Coronel de Infantería de Marina y fue nombrado Gobernador del archipiélago de Joló, en el extremo sur de Filipinas, muy cerca de las costas malayas. Un estrecho infestado de piratas a quienes hubo de combatir. En Joló contrajo la malaria y a punto estuvo de morir, pero no pidió el relevo. Le habían ordenado mantener limpio de corsarios el estrecho y estaba dispuesto a cumplir las órdenes hasta sus últimas consecuencias.
Del Ministerio al Arsenal y de ahí a los Astilleros del Nervión
En Filipinas pronto se hizo muy conocido por su disciplina y sentido del deber. Algo de aquello debió llegar a Madrid porque Cánovas del Castillo, ya convertido en Presidente del Gobierno, le reclamó para informar de la situación en la remota colonia. Cervera, un marino curtido y con miles de millas a sus espaldas, causó una grata impresión a Cánovas, tanto que le ofreció un puesto en el Ministerio de Marina.
Cervera aceptó, pero no duraría mucho. Su vocación no estaba allí, en la relajada vida de la Corte, necesitaba el mar. En 1880 fue nombrado Comandante Militar de Marina del Arsenal de Cartagena, puesto desde el que supervisó la construcción del acorazado Pelayo, un buque moderno, desprovisto ya de velamen, completamente blindado y artillado por 33 cañones de diversos calibres, cuatro ametralladoras y siete tubos cazatorpedos. El Pelayo era, de hecho, el primer acorazado español y sería el único hasta la incorporación del España, el Alfonso XIII y el Jaime I, pero ya en el siglo XX. Precisamente por eso se ganó el apodo de El solitario.
Cervera se peleó con la lentísima burocracia cuyos trámites retrasaban una y otra vez la entrega del buque. Y consiguió vencerla porque se las apañó para que el Pelayo, una auténtica fortaleza, se construyese en sólo dos años. Cervera sería, además, su primer capitán. Esta gesta no pasó desapercibida en la Corte, que le encomendó una empresa aún mayor: la Dirección Técnica de los Astilleros del Nervión en Bilbao para construir tres cruceros de última generación: el Infanta María Teresa, el Vizcaya y el Almirante Oquendo. Los tres se perderían en Santiago de Cuba.
Ministro de Marina por deseo expreso de la Reina
Para 1890 el nombre de Cervera era ya muy comentado en los ambientes políticos de Madrid. Tenía el gaditano fama de hombre de honor, disciplinado y resolutivo. La Reina regente María Cristina de Habsburgo le llamó para que fuese su asesor naval. Antes de eso fue ascendido a Contralmirante. Su estrella seguía ganando brillo. Segismundo Moret, líder del Partido Liberal, quiso apuntarse un tanto y le ofreció quedarse con la cartera de Marina tan pronto como los liberales llegasen al poder. A Cervera la política no le interesaba. Respondió a Moret que no era conveniente tenerle como ministro ya que «como modesto oficial de Mariana creo que podría ser de más valor. Mandando escuadras, departamentos navales o cualquier otro destino que no tenga carácter político».
Pero sucedió que los liberales llegaron al poder en 1892. Sagasta, perro viejo que se las sabía todas, le hizo la envolvente. Sugirió a la Reina que Pascual Cervera, su consejero privado en asuntos de Marina, sería un gran Ministro del ramo. A la reina le pareció una idea excelente y así se lo hizo saber a Sagasta, que con el plácet real en la mano se dirigió a Cervera indicándole que ese era el deseo expreso de Palacio.
Así, con 53 años, 40 de ellos en la Armada, fue nombrado Ministro de Marina. Sólo duraría tres meses. La política se le indigestó muy rápido. Antes de aceptar el Ministerio puso una sola condición a Sagasta: mientras él fuese Ministro, el Gobierno no reduciría ni un céntimo la asignación presupuestaria de la Armada. Pero Sagasta, político a fin de cuentas, le engañó. Al año siguiente redujo el presupuesto. Otro se la hubiera envainado pero no Cervera. Presentó la dimisión no una, sino tres veces hasta que al Primer Ministro no le quedó otra que aceptarla.
Y estalló el ‘Maine’
Del Ministerio de Marina pasó a la Comisión Naval en Londres y de ahí a La Carraca, donde fue asignado como Comandante General del Arsenal. Allí se encontraba cuando dio comienzo la guerra de Cuba con el grito de Baire. El Gobierno quiso atajar el problema cuanto antes y se decantó por la mano dura. Envió al General Valeriano Weyler, que impuso en la isla un régimen de terror, especialmente en el campo.
La solución Weyler fue una catástrofe. No sólo no logró contener a los rebeldes, sino que puso a la población civil en contra de la metrópoli. Estados Unidos, que ya había intentado comprar la isla como décadas antes había comprado Florida, se mantenía a la expectativa suministrando apoyo a los insurrectos. El Gobierno cambió de estrategia concediendo a Cuba una amplia autonomía, algo similar a lo que los británicos habían hecho en Canadá.
Pero ya era tarde. El 15 de febrero de 1898 el acorazado Maine de la marina estadounidense explotó en el puerto de La Habana. Cervera, como todos los marinos de su generación, conocía bien Cuba y Filipinas. Buena parte de su vida la había pasado navegando entre el Caribe y el mar de la China. Conocía de cerca las muchas debilidades y las pocas fortalezas de España en ambos rincones del mundo.
«Prácticamente no tenemos escuadra…»
Si habían permanecido leales tras el cataclismo de 1820 se debía a que tanto cubanos como boricuas y filipinos eran partidarios de seguir siendo españoles. En el momento en el que no quisiesen serlo aquello no se podría defender. Más aún con el elemento desestabilizador de Estados Unidos, una potencia en alza contra la que el ejército español poco podía hacer.
En una carta dirigida a Juan Spottorno, auditor de la Armada en Cartagena, le confesaba lo siguiente:
«Parece que el conflicto con los Estados Unidos está conjurado, o al menos aplazado; pero puede revivir inesperadamente, y cada día estoy más convencido de la idea de que resultaría en una gran calamidad nacional puesto que prácticamente no tenemos escuadra, a donde quiera que se envíe, deberán ir todos sus buques juntos, porque dividirlos sería en mi opinión el mayor de todos los errores; pero también sería un error enviarla a las Antillas, dejando nuestras costas y el archipiélago filipino sin defensa… Seré paciente y cumpliré con mi obligación, pero con la amargura de saber que mi sacrificio es en vano».
La Armada española era pequeña y tenía grandes deficiencias fruto del abandono por parte de los sucesivos Gobiernos. Las tripulaciones no estaban convenientemente adiestradas y el estado de los buques era mejorable. En los entrenamientos se racionaba la munición y el combustible para no gastar más de lo previsto. Algo similar sucedía con las armas. Baste decir que el crucero Cristóbal Colón, una de las naves más modernas de la flota, fue enviado a combatir sin que se le hubiese instalado su artillería principal.
«¡Recordad el ‘Maine’!»
Tras la explosión del Maine los acontecimientos se precipitaron, la guerra era inminente. En Estados Unidos la prensa clamaba venganza: «¡Recordad el Maine!», repetían insistentemente en los diarios de William Randolph Hearst, un magnate mediático que hizo de esta guerra su mejor argumento de ventas. Poco importaba que la explosión fuese fortuita, la de Cuba fue la primera guerra que se hizo primero en los periódicos. Y en eso Estados Unidos también llevaba la delantera.
El Gobierno ordenó a Cervera embarcar y partir con una escuadra hacia Cabo Verde, donde recibiría órdenes más concretas. En Washington suponían que España enviaría buques de refuerzo a las Antillas por lo que encomendaron al Almirante Sampson sellar el Caribe. Las órdenes de Madrid llegaron: había que conducir la flota hasta Cuba tratando de no encontrarse con los americanos por el camino. Un suicidio, pero Cervera no podía desobedecer una orden. Eso para alguien como él era algo impensable.
Cruzó el Atlántico y burló el bloqueo yanqui penetrando por el sur, a la altura de Martinica, navegó hasta Curazao y ahí viró hacia el norte en demanda de Santiago, que era un puerto más seguro que La Habana o que San Juan de Puerto Rico. El 19 de mayo entró en Santiago, donde podría cobijarse y poner a salvo los barcos. En Santiago, una ciudad situada en el fondo de una bahía bien defendida, Sampson no podría entrar.
Al menos, salvar el honor y la vida
Los estadounidenses, alertados por el arriesgado movimiento de Cervera, acudieron hasta la entrada de la bahía para bloquearla. Introdujeron en la bahía el vapor Merrimac cargado de explosivos para volar la escuadra española en puerto. Cervera se lo impidió hundiendo el Merrimac antes de que se aproximase. Los tripulantes del Merrimac fueron rescatados por Cervera que, en lugar de fusilarles, les brindó un trato caballeroso y acorde a las leyes de la guerra. Posteriormente estos mismos hombres elevaron al Senado de Estados Unidos una solicitud para que reconociese la ejemplar conducta del Contralmirante español.
La situación, sin embargo, no tenía nada de ejemplar. Era, de hecho, angustiosa. Sitiados por mar y por tierra, el 2 de julio Ramón Blanco, Capitán General de Cuba, ordenó a la flota abandonar la bahía. Cervera se encontraba ante el mayor desafío de su carrera. Salir tenía que salir porque era una orden, ¿pero cómo hacerlo sin rendirse y sufriendo el menor número de bajas posible?
En la misma boca de la bahía formando un semicírculo se encontraban esperando ocho buques estadounidenses: el Indiana, el New York, el Oregon, el Texas, el Iowa, el Brooklyn, el Gloucester y el Vixen. Cervera sólo tenía cuatro: el Infanta María Teresa, el Vizcaya, el Cristóbal Colón, el Almirante Oquendo y dos embarcaciones menores. Los navíos se dirigieron a plena luz del día en fila hacia la bocana, pero no salieron a mar abierto, donde serían rápidamente hundidos y se perdería un gran número de vidas, lo hicieron pegados a la costa hacia poniente. La batalla estaba perdida de antemano, así al menos salvarían el honor y la vida.
No olvidaban el ‘Maine’, pero tampoco el ‘Merrimac’
En cuatro horas todo había concluido. Cervera fue hecho prisionero y trasladado al Iowa donde el Capitán Evans lo recibió con honores por parte de la oficialidad y vítores por parte de la marinería. Algo comprensible. No todos los almirantes eran tan considerados con la vida de sus hombres como lo había sido Cervera. Evans le extendió la mano y le dijo: «Caballero, es usted un héroe. Ha realizado el acto más sublime que se recoge en la historia de la Marina».
Cervera fue trasladado a Anápolis como prisionero de guerra. Allí se convirtió en una celebridad. Los norteamericanos no olvidaban el Maine, pero tampoco el Merrimac. Le enviaron miles de cartas y los marinos estadounidenses hacían cola para conocerle en persona y estrecharle la mano. El Gobierno americano le ofreció incluso la libertad antes de que se alcanzase el armisticio. Pero Cervera la rechazó. No podía comprometerse a lo que le pedían a cambio: no volver a guerrear contra Estados Unidos. Días más tarde terminó la guerra y regresó a España.
Fue recibido con frialdad y fue procesado… hasta que se hizo pública la documentación que, antes de entrar en combate, había depositado sabiamente en manos del Arzobispo de Santiago. Ahí estaba toda la correspondencia que había mantenido con el Gobierno. Leyéndola no era muy complicado advertir quien (o quiénes) habían sido los verdaderos causantes del desastre. Cervera se había comportado de manera heroica ante el peor de los escenarios posibles. Porque los héroes de verdad no se forjan en las victorias, sino en las derrotas.
Restaurado su honor y buen nombre fue, por fin, ascendido a Almirante y el Rey le nombró Senador vitalicio. En Estados Unidos persistía su buena fama. Le llegaron a ofrecer una sustanciosa cantidad de dinero por dar conferencias por el país contando su experiencia en la guerra. Declinó el ofrecimiento ya que pensaba que no era digno de un Almirante español ir por el mundo hablando de los errores de su propio país, y menos aún por dinero.
Sus últimos años los vivió entre Ferrol y Cádiz. En la primera como Jefe del Departamento marítimo, en la segunda como un simple militar retirado en su casa de Puerto Real, en la que moriría el 9 de abril de 1909. Siete años más tarde sus restos fueron trasladados al Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, donde reposan desde entonces junto a otros de su raza como Jorge Juan, Federico Gravina o Sánchez Barcáiztegui.