Los húngaros pueden parecer un pueblo algo terco. Incluso podrían dar la impresión de ser obstinados. Ahí siguen, aferrados a un idioma que no se parece a casi nada que se hable en Europa a excepción del finés y el estonio. Están entre los más europeístas del continente, pero al mismo tiempo exhiben un patriotismo a prueba de invasiones, bombas y ocupaciones. Su himno nacional es, en realidad, un canto religioso que invoca a Dios.
La gente tiende a creer que la historia pasa, pero no es así. Se queda. Quizás sea, en realidad, lo único que permanece y, sobre ella, vamos viviendo nosotros. Viktor Orbán suele referirse a este espíritu de resistencia. La historia, en este caso, está de su parte.
Entre el siglo XIV y el siglo XVI, Hungría fue el valladar contra el avance otomano en Europa. Desde que el rey Segismundo de Luxemburgo promovió una cruzada, que sufrió una estrepitosa derrota en Nicópolis (1396), hasta la derrota otomana ante los muros de Belgrado (1456), los húngaros contuvieron a los ejércitos de la Sublime Puerta que habían conquistado la mayor parte de la península balcánica. Edirne era su capital desde 1362. Sofía había caído en 1382. En 1389 habían vencido a la flor y nata de la caballería serbia en Kosovo Polje. Tarnovo había sucumbido en 1393. En 1453 caería Constantinopla, uno de los mayores desastres de la civilización europea, y en 1460 conquistarían la mayor parte de Grecia. Sólo Hungría se alzaba entre las huestes del sultán y las grandes ciudades centroeuropeas con Viena a la cabeza.
La división del reino
Todo se hundió un 29 de agosto de 1526. En apenas dos horas, el ejército húngaro, con el rey Luis II al frente, fue exterminado por los otomanos. Una retirada terrible a través de una zona pantanosa, en la que los caballeros cristianos se hundieron por el peso de las armaduras, selló el destino de las armas húngaras. Junto al rey, murieron el arzobispo de Esztergom y el obispo de Kalocsa, que mandaban tropas. Eran, definitivamente, otros tiempos. La noble Dorotea de Kanizsa y varios centenares de sus siervos sepultaron a los guerreros caídos. La muerte del rey desató una lucha dinástica entre los Habsburgo y el noble húngaro Juan de Zápolya. Los cristianos no sólo estaban derrotados, sino que además estaban divididos.
Así terminó el reino. Partido en tres regiones. La mayor parte, quedó ocupada por los otomanos. En el este, el principado de Transilvania gozó de cierta autonomía basculando siempre entre Oriente y Occidente. En el oeste, una parte del territorio húngaro que los otomanos no llegaron a ocupar se incorporó al Imperio de los Habsburgo.
Espíritu de resistencia
El dominio otomano en Hungría duró unos 150 años, y Viktor Orbán ha logrado cohonestar dos cosas aparentemente irreconciliables. Por un lado, ese espíritu de resistencia que los húngaros han demostrado a lo largo del tiempo. Por otro, los vínculos con el mundo túrquico que Hungría tiene tanto por pasado remoto como por el periodo de dominación otomana. Véase, por ejemplo, el estatuto del país como miembro observador del Consejo de Cooperación de los Estados de Habla Túrquica, organización que, a su vez, tiene abierta una oficina con rango diplomático en Budapest.
Así, sería un error pensar que la Hungría de Orbán está aislada. Ya habrá ocasión de escribir acerca de sus relaciones especiales tanto con China como con la Federación de Rusia. Baste, por ahora, señalar que el gobierno de Fidesz ha sabido transformar las experiencias históricas en oportunidades políticas. La presión de la Comisión Europea sobre Hungría -y sobre Polonia, por cierto- podrían resultar contraproducentes. Históricamente, los húngaros han resistido siempre a las presiones.