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“Revisionismo”. La sentencia la dictó hace pocos días la portavoz adjunta del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid, criticando la concesión de una medalla municipal al escritor leonés Andrés Trapiello. Aunque el ministro de Cultura ha terciado en el debate –“No me parece revisionista en absoluto, pero además creo que no debemos hacer ese tipo de valoraciones. Lo que me parece es que Trapiello es un grandísimo escritor y es de todos nosotros”–, y aunque el autor no necesita defensores, el exabrupto sirve para traer de nuevo a la actualidad un libro importante, publicado a comienzos de los 90, que vino a abrir una densa niebla de tópicos y que no ha dejado de reeditarse y venderse desde entonces: Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil (1936-1939)

Cuenta Trapiello que escribió el libro en un “rapto de tres meses”, en 1993. Convencido de que a la normalización democrática todavía no había seguido una “normalización literaria”, volcó en su medio millar de páginas un caudal de conocimiento acumulado sobre la literatura de nuestra contienda, sobre las obras, y las vidas, de quienes la contaron. Siempre erudito, aunque nunca pesado  ¡no hay ni una sola nota al pie!, aunque sí un  completo índice final, supo reflejar una visión personalísima, pero sólidamente argumentada, sobre los grandes y pequeños escritores que se ocuparon de aquellos acontecimientos históricos que estremecieron al mundo. Apasionado cervantino, Trapiello tomó el título del capítulo 38 del Quijote, “que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras”.

La acusación de revisionismo es especialmente chocante porque Trapiello ha defendido siempre una tesis tan respetable como discutible: que, aunque los crímenes de uno y otro bando fueron equiparables, la República tenía una legitimidad de la que carecían los sublevados por defender “los irrenunciables principios de la Ilustración”. No toca ahora debatir la premisa, aunque hay que reconocer al autor su sinceridad al exponerla de entrada por ejemplo, en el prólogo a la última edición del libro para que el lector sepa con qué se va a encontrar en las páginas, sin que la declaración suene a justificación.

Las armas y las letras fue concebido para ganar el suculento premio Espejo de España, que al final se le escapó. Desde entonces, ha sido reeditado en numerosas ocasiones y ha ganado una legión de fieles lectores (y relectores).

Las dos grandes controversias

Sobre Federico García Lorca, como no podía ser de otra manera, Trapiello escribe mucho y muy sentido. Sobre su vida y sobre su muerte, claro, que ha ocupado tantas páginas desde aquel fatídico 18 de agosto de 1936, aunque en ese punto, después de desarrollar las teorías sobre la causa de su asesinato, llega a una sola conclusión: “Lo asesinaron, y nadie pagó por ello”.

Luis Rosales, poeta como Lorca, granadino como él, falangista, lo acogió en su casa y le ofreció cruzar de zona. Pero cuando Trapiello le preguntó al autor de La casa encendida por la muerte de su amigo, le pareció “ver en el fondo de aquellos ojos el raro brillo de lo oscuro y de lo claro”. “A esas aturas de la vida”, continúa, “Rosales, un hombre que amaba profundamente a Lorca, parecía dudar incluso de lo que decía, de lo que creía: saber que había hecho todo para salvar la vida de su amigo y tener que reconocer que quizá no había hecho todo lo posible para salvar la vida de su amigo, porque nunca pensó que esa vida corriera peligro”.

La realidad del poeta no se puede resumir en un par de párrafos de propaganda. En cuanto a su ambigüedad política, el libro, por ejemplo, recoge el curioso testimonio de Gabriel Celaya, que apunta que conoció y trató, casi a escondidas, a José Antonio Primo de Rivera. Aunque no hay testimonios incontrovertibles de esta relación, sí que hay indicios, al menos, de una cierta cercanía e interés recíproco entre ambos personajes condenados a la tragedia.

La otra polémica clásica del período también se aborda en el libro: la de Unamuno, Millán Astray, Salamanca y el famoso “¡muera la inteligencia!”. El vasco representa una generación de republicanos tempranamente desengañados, categoría en la que lo acompañan otros grandes como Pío Baroja. Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez son otros de los favoritos del autor, y se le nota.

Vidas paralelas de dos chilenos en Madrid

De entre los personajes secundarios retratados, uno de los más fascinantes es Carlos Morla Lynch, diplomático chileno, primer secretario de la Embajada de su país. Amigo íntimo de Lorca, quien le dedicó Poeta en Nueva York, y animador de las tertulias literarias de Madrid Alberti, D’Ors, Cernuda, Gerardo Diego, Morla contó en páginas torturadas y bellísimas su experiencia en un país que se hundía. Pero si brilla con luz propia es porque no se limitó a ejercer de cronista: acogió en su legación a más de 2.000 refugiados y se multiplicó en gestiones para salvar a perfectos desconocido del “paseo”. Otro chileno que no queda tan bien parado, en cambio, es Pablo Neruda, quien, tras conseguir su nombramiento como cónsul, exhibió una notoria indiferencia hacia el sufrimiento causado por sus correligionarios comunistas.

Las páginas sobre Rafael Alberti, dedicado con empeño atlético a la propaganda de guerra, se leen con cara de desilusión, aunque el autor le dedica, en el fondo, una mirada compasiva. Sin pronunciarse sobre su participación real en las matanzas ¿testigo?, ¿cómplice?, ¿instigador?, Trapiello prefiere quedarse con su visión literaria de la contienda. “Si mañana aparecieran pruebas irrefutables”, argumenta, “que le implicaran en esas sentencias [de muerte], cosa tan improbable como posible, nuestra opinión sobre el poeta no cambiaría un ápice”.

Manuel Chaves Nogales.

La primera edición de Las armas y las letras descubrió a muchos a un escritor y periodista que había caído en el olvido: Manuel Chaves Nogales. De prosa elegante y visión sólida, es una pena que hoy algunos de sus partidarios lo hayan convertido en el paladín imposible de una tercera España de centro insípido en lugar de tratarlo, sencillamente, como lo que sí fue: un grandísimo escritor al que vale la pena volver.

Hablando de redescubrimientos, otro que también debemos a Trapiello es el de La soledad de Alcuneza, del diplomático Salvador García de Pruneda, una de las mejores y más originales novelas sobre la Guerra de España. Ajena casi por completo a la política, se trata de una crónica castrense, enfocada desde una unidad de caballería, llena de belleza, melancolía y lírica.

La cueva del Or-Kon-Pon

Pero si el libro fue polémico en su día, si limpió heridas profundas que todavía escuecen, fue por no borrar de la historia a los escritores que ganaron la guerra pero perdieron los manuales de la literatura. De entre ellos, los más interesantes como generación son aquellos que se reunieron en la llamada Corte Literaria de José Antonio, un Camelot de poetas, mejores y peores, algunos buenísimos, que acompañaron al líder de la Falange en su breve trayectoria política.

Como cuenta Trapiello, el momento definitorio de aquel grupo sucedió el 3 de diciembre de 1935, cuando, en los bajos del restaurante Or-Kon-Pon de Madrid, Primo de Rivera convocó a Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Agustín de Foxá o José María Alfaro, entre otros, para que escribieran un himno de amor y de guerra que reflejara el espíritu de su organización política. La historia de aquella tarde la han contado varios con detalles levemente diferentes. El resultado lo conocen todos: el Cara al sol.

Tras la guerra, los que sobrevivieron corrieron suertes muy diversas y se dispersaron ideológicamente, llegando, en el caso de Ridruejo, hasta un antifranquismo de corte socialdemócrata. Álvaro Cunqueiro, por su parte, y ya tras la muerte de Franco, despachó el poema que había dedicado a José Antonio con la frase “un soneto mío malo”, y como algo que habría hecho con, por ejemplo, Lord Byron, porque “siempre que un hombre joven muere por sus ideas se merece un soneto, por lo menos”.

Aunque parezca paradójico, en medio de los bombardeos quedaba espacio para los chistes, los buenos y los malos. El humor fue un género literario que se destacó durante las batallas, sobre todo en el bando nacional “confirmando el misterioso hecho de que el humor heterodoxo en España tiende hacerse de derechas”–. Alrededor de la revista La Ametralladora, que después desembocaría en La Codorniz, se reunió una generación excepcional de maestros de la sátira, unidos por una visión vanguardista, casi surrealista, con acidez pero sin mala leche: Mihura, Jardiel, Tono

Mirar como a un tiovivo

También estuvo vinculado a La Ametralladora Edgar Neville, diplomático de carrera (aunque apenas la ejerció), afiliado a Izquierda Republicana desde 1935, convertido al bando sublevado y novio de la carismática actriz Conchita Montes. Su vida improbable toda una celebridad en Hollywood, buen poeta, director de películas singularísimas… merece ser contada con calma. Otras vidas curiosas son la de Samuel Ros, novelista de vanguardia, romántico y original, hoy casi inencontrable; o la de Lyus Santa Marina, traductor del If de Kipling y amigo de Max Aub.

Eso sí: que nadie espere encontrarse en estas páginas con una recopilación de vidas de santos. Hay cobardías, canalladas, traiciones y debilidades. Los escritores son humanos y no muchos estuvieron a la altura durante aquellos años.

Sin embargo, de las causas de que Las armas y las letras se lea con tanta simpatía, como si fuera una conversación con un amigo, es su voluntad de buscar la luz más agradable para cada personaje, comprendiendo sus errores e incluso sus bajezas. Sirvan como ejemplo este par de frases: “Pasa con Giménez Caballero como con los tiovivos: hay que verlos de lejos, un rato solo, a cierta distancia, sin fijar la vista, admirando, si acaso, el conjunto. Luego, cuando se recuerdan en la memoria, produce ese recuerdo una vaga melancolía verleniana, pero de cerca, no sé por qué, despiertan una gran irritación”.

Hoy toca defender Las armas y las letras no solo porque es un gran libro, ni porque se disfruta como una colección de historias de aventuras, sino también, sobre todo, porque considerarlo un peligroso producto revisionista implica un estrechamiento del campo de debate que no nos podemos permitir.