Del discurso de las armas y las letras, Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, tomó la primera parte. Que de la segunda ya se encargaron por él nuestros mejores poetas y cronistas. Por ellos sabemos que era aún adolescente cuando resultó vencedor en un combate singular que le valió el título de Campeador.
Que todo un rey -el rey Sancho- le crió diligentemente y le ciñó el cinto militar. Que con 12 de los suyos -polvo, sudor y hierro- marchó al destierro. Que Doña Jimena fue la hermosa dama de sus pensamientos. Que vivió, amó, sufrió y guerreó peligrosamente. Y que ganó batallas después de muerto.
Vivo también las ganó, claro. Solo que a campo abierto. Pues las que libraron contra él los intrigantes de la corte, siempre a sus espaldas, esas las perdió una detrás de otra. La culpa fue de Alfonso VI, durante demasiado tiempo dispuesto a dar por buenas las insidias que a sus oídos llegaban del Campeador. De poco sirvió que este corriese en su auxilio la vez que el rey cayó en una celada, en Rueda, y otra vez en Toledo, cuando los almorávides parecía que no iban a dejar piedra sobre piedra. El agradecimiento del monarca duraba poco y enseguida se apoderaba de él la ira contra don Rodrigo. ¡Dios mío, qué buen vasallo si tuviese buen señor!
El Campeador podía pecar de exceso de celo y de empuje, pero no de no tener claros los términos de la lealtad. Así, desde que cayó en desgracia, solo vivió para recuperar el favor del rey. Hasta el punto de rehuir plantarle batalla en Valencia. No por miedo, sino por no infligir una humillante derrota a su señor. Finalmente, en 1092, a Alfonso VI no le quedó sino rendirse a la evidencia: El Cid era su más seguro servidor, sin que ningún otro pudiese igualarle nunca.
Los amigos de la deconstrucción de mitos pintan al Cid como un mercenario que alquilaba su espada al mejor postor. No es exactamente así. Es verdad que nuestro héroe sirvió al rey moro de Zaragoza, pero solo después de que no le dejaran más opción. Por otro lado, en la España del siglo XI las alianzas entre cristianos y musulmanes, lejos de ser un signo de contradicción, eran un signo de los tiempos.
Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, murió en 1099, en el apogeo de su esplendor, a solo cinco días de la toma de Jerusalén por los cruzados y quizás con la única pena de no haber caído en combate, como su hijo Diego.
Siglos después, contra la melancolía, contra el olvido, contra la leyenda negra, contra los que pretendieron poner siete candados en su sepulcro, contra todo –y, si hiciera falta, contra todos- El Cid cabalga.