Skip to main content

Formada por varios espisodios que se enlazan a través del periodismo e inspirada en la estética de Jacques Tati, “La crónica francesa”, la última película de Wes Anderson, se estrenó hace pocas semanas en nuestro país. Como casi todo su cine, ha entusiasmado a sus fans y ha aburrido a sus detractores, que no son pocos. ¿Es lo suyo pura estética o tiene sustancia? ¿Hace películas para hipsters o para conservadores nostálgicos? ¿Es un nihilista o cree en algo?

Fuente: Searchlight Pictures.

Con una cartelera que lleva años siendo bastante plana, repetitiva y poco polémica, el cine de Wes Anderson (Houston, 1969) es uno de los pocos temas sobre los que los cinéfilos pueden pelearse a gusto. (Otro es el cine de Terrence Malick, que a mí no me gusta, pero eso lo dejaremos para otro día). Sus últimas películas, cada vez más personales y exageradas, han ensanchado el abismo que divide a ambos bandos. Su estilo, hecho de colores pastel, humor extraño, simetría, personajes extravagantes, aventuras imposibles y una nube de melancolía (¡y Bill Murray, claro!), es cada vez más protagonista en todo su metraje.

Lo cierto es que el gran reproche contra el director texano ha estado presente desde sus primeras películas, y especialmente desde la popular Academia Rushmore (1998): sus enemigos afirman que sus obras son pura estética, que no tiene fondo y que rehúye (cuidado, palabra peligrosa) el compromiso. Su cine es evasivo y superficial, dicen; no le interesa la realidad ni los problemas de hoy.

Mirándolo con calma, nadie puede negar que Anderson aborda en sus películas, a su manera, temas universales de mucho peso. La familia –familias raras y disfuncionales, pero que se quieren-, la amistad, el primer amor o la búsqueda de sentido recorren sus producciones de forma tan repetitiva que todas ellas podrían verse como una serie de episodios. No habla del cambio climático, ni de Covid, ni de la inflación (¡por suerte!), pero no da la espalda a la realidad ni la despacha con un par de guiños.

El desencanto

Curiosamente, la cultura moderna, que durante la década pasada identificó lo progresista con lo indie y lo hipster, parece estar tomando otros derroteros. Hoy la élite escucha más a Bad Bunny que a Lana del Rey, se inclina más por lo popular y por el activismo que por la estética perfecta, y este cambio de tendencia parece haber agotado el entusiasmo de muchos por la obra de Anderson. En un artículo titulado Wes Anderson y el antiguo régimen, publicado en Jacobin, Eileen Jones traza una tosca caricatura de El Gran Hotel Budapest, que se inspira en las novelas de Stefan Zweig: “La vieja Europa de Wes Anderson”, dice Jones, “es simplemente una copia del mundo moderno de Anderson que conocemos bien, adornado, decorativo y nostálgico, con escasos detalles adicionales en forma de pasteles sofisticados y adorables funiculares que suben y bajan por montañas de cartón piedra”.

El pecado capital de la nostalgia no es el único cargo contra su cine. En un artículo en Los Angeles Blade, John Paul King, a propósito de Isla de perros, recoge una catarata de acusaciones contra el cineasta: “apropiación cultural, marginalización y racismo explícito”, además de perpetuador del “mito del salvador blanco”, sea eso lo que sea.

Bajando a lo concreto, tampoco ha gustado nada el retrato que La crónica francesa hace de las revueltas de mayo del 68, reducidas a una pataleta infantil –la única reivindicación de los estudiantes de la imaginaria Ennui-sur-Blasé es poder acceder a las habitaciones de los colegios mayores femeninos-. A quienes idolatran aquel episodio, por lo demás poco central en la historia del siglo XX, no les ha hecho ninguna gracia la forma de retratarlo, desde el humor, la ironía y la relativización. Por ejemplo, en El Diario, Alberto Corona denuncia “el cobarde escepticismo de Anderson ante un verdadero cambio social”. Hay cosas, nos vienen a decir, con las que no se juegan. Pero lo que le gusta a Anderson es jugar.

La búsqueda de un lugar en el mundo

Pero a Anderson, a quien algunos de sus viejos fans empiezan a abandonar, le salen admiradores desde perspectivas muy diferentes. En The Imaginate Conservative, Elizabeth Baruzzini analiza su cine con una luz favorable. “Utilizando el agudo ingenio y la creatividad ilimitada que todos los cineastas deberían poseer, Anderson ofrece al espectador historias fantásticas, pero nunca deja de incluir ejemplos reales de los anhelos humanos. Al abordar la paternidad, la fraternidad, el amor juvenil o la búsqueda de un lugar en el mundo, sus personajes nunca se quedan de brazos cruzados; con una resolución inquebrantable, utilizan todos los medios posibles para mejorar sus vidas”. El suyo es, en resumen, un cine muy real, aunque no sea realista; arraigado en comunidades sólidas, en familias y en instituciones reconocibles.

Lejos de la caricatura, el cine del texano ofrece bastante food for thought político, y quizás en direcciones insospechadas. Películas como Isla de Perros o El Gran Hotel Budapest comparten su tono de denuncia contra las tiranías arbitrarias, que todo buen conservador sabrá apreciar. “Aún hay vagos destellos de civilización en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad”, nos dice Monsieur Gustave H., y suena casi como Talleyrand hablando de la Francia prerrevolucionaria. En cuanto a la familia y la paternidad, tan presentes en sus guiones (La vida acuática de Steve Zissou es uno de sus mejores ejemplos), su punto de vista parece bastante trasgresor para lo que se estila.

Hay quien dice que Anderson es un nihilista, pero sus películas, bajo la pátina de sarcasmo, creen en muchas cosas. Moonrise Kingdom, por ejemplo, es una de las más esperanzadas historias románticas que se han estrenado en los últimos años. La ironía en Anderson no es cruel ni destructiva. Es un juego que no impide creer en cosas, y a veces en cosas muy profundas. Sus personajes se esfuerzan por sus causas perdidas, ya sea la aventura, la lealtad o un amor imposible.

¿Un narrador de cuentos?

En el fondo, yo pienso que Anderson es mucho más clásico de lo que parece a primera vista. Clásico de cuando el cine era más una artesanía que una industria. En sus películas hay una atención casi enfermiza por los detalles que lo emparenta con Hitchcock, un humor que parece de Hawks y una construcción narrativa propia, algo ingenua, propia del cine de los 30. También le gusta la Nouvelle Vague, pero sabe destilar lo mejor sin quedarse con lo aburrido y lo cursi que se coló en aquel movimiento.

Puede que sus defectos sean propios y originales, pero sus virtudes son las de siempre. Su forma de contar y de entretener, que llegar a generaciones muy diferentes, es, en el fondo, la de los viejos narradores de cuentos o de fábulas, con su voz perceptible, sus constantes digresiones, su capacidad para exagerar al servicio de la historia y sus mundos –Zubrowka, la casa de los Tenenbaum a la reciente Ennui-sur-Blasé- tan inventados que nos parecen reales y familiares.

Por eso, Wes Anderson merece que lo salvemos de los gafapastas, que no dejemos que lo conviertan en un “director de culto”, que no lo reduzcamos a icono de la Generación X, que no permitamos que, ahora que lo indie y la cultura alternativa parece dejar de estar de moda, sus películas se queden en el cajón de la historia del cine. Porque lo que ofrece, aunque no todos sintonicen con su particular estilo, es auténtico e intemporal. Quizás, aun con sus defectos y sus exageraciones, es una de las pocas cosas intemporales que nos dejará su generación.