«Porque llegaron las fiestas / de esta gloriosa ciudad / que son en el mundo entero / una fiesta sin igual». Son los versos más conocidos del Vals de Astráin, más conocido como el Riau riau, la canción por antonomasia de los Sanfermines y que condensa en unas pocas frases la singularidad de estos días: que una tranquila ciudad de provincias como Pamplona albergue las mejores fiestas del mundo.
Y esta realidad innegable —quien la discuta no ha vivido los Sanfermines o los ha vivido mal— está íntimamente relacionada con los dos pilares sobre los que se asientan las fiestas patronales de la capital Navarra, el fervor popular y la tradición. Porque cabe recordar que ese famoso Riau riau no es otra cosa que el canto que los pamploneses entonan mientras marchan a rezar las vísperas al santo hacia la iglesia de San Lorenzo, donde se guarda la efigie del morenico. La letra no puede ser más explícita al respecto cuando afirma que «los pamplonicas aman [a su patrón] con cariño sin igual».
En efecto, el signo de los tiempos parece haber enterrado cualquier referencia al origen religioso de los Sanfermines. Lo que la fiesta ha incorporado de accesorio ha ido poco a poco desplazando a lo esencial, por ejemplo, dotando al 6 de julio, día de la víspera, de un protagonismo exagerado sobre el día 7, cuando de verdad se celebra la onomástica del primer obispo de Pamplona. Es en esa jornada cuando transcurre la procesión del santo por el casco viejo de la ciudad, uno de los momenticos más entrañables de las fiestas pero que pasa totalmente desapercibido para los guiris —los extranjeros, pero también los venidos de otras partes de España— que abarrotan las calles.
Hasta el 14 de julio todo es toro
Hemos aguantado hasta el cuarto párrafo sin hacer referencia al otro gran protagonista de los Sanfermines, pero ya retumba la puerta de toriles. Cabe comenzar poniendo en valor que la Monumental de Pamplona es la cuarta plaza del mundo, sólo por detrás de México, Valencia y Las Ventas. Con todo, es cierto que el coso de la capital navarra no destaca por contar con una parroquia particularmente entendida ni respetuosa. Claro que eso sí la convierte en una arena propicia para matadores jóvenes y valerosos.
Pero el interés taurino de los Sanfermines no está tanto en la plaza como en el camino hacia ella. Pues esto es en última instancia el celebérrimo encierro, el traslado matutino de los toros desde los corralillos del gas hasta el lugar donde esa tarde serán lidiados. La tradición se remonta al menos al siglo XIV, cuando en tiempos del rey Carlos II de Navarra encontramos testimonios históricos de corridas de toros en Pamplona. Igual que hoy, a los astados había que llevarlos hasta el lugar de la faena, para lo que recorrían las calles de la ciudad. Todo se hacía, eso sí, de madrugada para no molestar a los vecinos y, por supuesto, sin las muchedumbres que llenan el encierro contemporáneo.
Fervor y tradición, por tanto. Sobre ellos pivotan los verdaderos Sanfermines, pues todo lo demás —el folclore, la música, el buen comer y el mejor beber— no son o no deberían ser si no sus manifestaciones. En ese afán, sólo un papel más activo de los propios pamploneses puede revertir la disolución que en las últimas décadas ha sufrido el sentido originario de la fiesta. Así pues, que los mozos y mozas de la capital del viejo reino descubran al visitante la auténtica riqueza de estas que son, no cabe duda, las mejores fiestas del mundo.