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Año 1973: aunque el guardameta Miguel Reina jugara en el Barça y se hubiera proclamado vencedor del trofeo Zamora, los problemas económicos le acechaban con virulencia. En la cara oculta de la realidad, un tumor dejó fuera de combate a su hermano por varios meses y esto supuso que el negocio familiar del cual Miguel formaba parte (confección de pieles, más de 50 empleados) quedara a merced de los jefes de taller y ventas. El resultado fue la pérdida de 32 millones de pesetas -tremenda cantidad para la época- y el afamado cancerbero se encontró de frente con la necesidad, hasta ese momento un rumor lejano.

Reina habló con el presidente del Barcelona por si la entidad pudiera anticiparle la ficha de cinco temporadas, la negativa del mandatario sonó rotunda y el portero quedó a merced de un destino demasiado incierto. Con 27 años tuvo que pensar, moverse y buscar un arreglo que encontró en charla con el presidente del Atlético de Madrid. Calderón fue claro: «Tú, a parar que es lo tuyo». A partir de ahí, don Vicente entregó 12 millones al Barça, vistió al Zamora de rojo y blanco, adelantó al cancerbero un lustro de salario, garantizó su defensa jurídica y le proporcionó tranquilidad.

Conmovido por la respuesta, Miguel decidió que abandonaría su nuevo club cuando la entidad cambiara de presidente. Cumplió. Vicente Calderón Pérez-Cabada era cántabro, promotor inmobiliario, empresario en diversos sectores, hombre hecho a sí mismo y creador del Atleti moderno; muchos ex futbolistas cuentan que para ellos fue como un padre y el trato recibido por Reina es una muestra más del extremo apoyo brindado a quienes defendían la camiseta colchonera. Protegía a los suyos con celo insuperable.

De la batalla de Teruel al Banco de Valladolid

Jesús Obregón (izq.) y Vicente Calderón, en Turín antes de un partido contra la Juve.

Se habla mucho de un estadio pronto reducido a la nada, pero muy poco del personaje que lo erigió. Hijo de padres humildes, Calderón nace en 1913 y sueña con ser médico hasta que la escasez económica familiar le obliga a dejar los estudios (sólo tenía 15 años), a trabajar en diversos oficios y a espabilar rápido. Huérfano apenas cumplidos los 20, tanto había progresado que ya se encontraba inmerso en actividades comerciales abandonadas por un trienio para afrontar la guerra civil alistado al bando nacional. Peleó en la batalla de Teruel. Después llegó la década de los 40 y es aquí cuando comienza de verdad una exitosísima andadura empresarial con la exportación de productos canarios y más tarde con el negocio del turismo en Lanzarote o Gandía, población levantina donde una calle lleva su nombre y un colegio el de su mujer: María de los Ángeles Suárez de Calderón. Más adelante, en carrera victoriosa e imparable digna de cualquiera de los fichajes con los que luego reforzaría las plantillas atléticas, llegó a tener el 20% de las acciones del Banco de Valladolid o a diseñar buenos negocios en Sudamérica. Don Vicente sabía cómo hacer las cosas.

Gran aficionado al fútbol, en 1948 decidió hacerse socio de Atlético y Real Madrid. Entonces no parecía extraño: había franca enemistad deportiva, pero ni la polarización era tan intensa como hoy ni resultaba fácil ver grandes partidos. La única forma, acudiendo a las canchas. Calderón mantuvo siempre el carnet madridista, procuró guardar excelentes relaciones con su amigo Santiago Bernabéu y realizaba declaraciones que sonaban agradables a los oídos del eterno rival. «Mejor el Madrid», susurró al micrófono de la Cadena Ser después del 0 – 0 de la 82/83 y preso de una afonía casi total. Sin embargo, los directivos atléticos llegaban a la euforia después de vencer a los merengues y muchas veces organizaron jaranas espectaculares donde corrían el alcohol y los cánticos. Don Vicente fue gran caballero como otros presidentes de aquella época -cuando la caballerosidad de verdad era virtud-, pero jamás se tragaba un sapo o eludía la guerra dialéctica (elegante, razonada, firme) si consideraba que árbitros, federaciones, comités o instituciones del Estado perjudicaban a su Atleti.

Del estadio del Manzanares al Vicente Calderón

Jesús Obregón fue hombre clave para que el cántabro terminara asumiendo la Presidencia. Era 1963 y el Atleti padecía una crisis financiera que bien podía desembocar en algo tan catastrófico como la desaparición porque la caja contenía pocos billetes, las obras del nuevo campo se encontraban paralizadas desde hacía cuatro años y -casi lo peor- la inmobiliaria Vistahermosa pretendía desahuciar al club de su estadio Metropolitano por haber sobrepasado el plazo que le dieron para abandonarlo. Obregón logró que don Vicente conociera al mandatario Javier Barroso y enseguida (31 de diciembre) este le nombró vicepresidente tercero. Pocos días después, Barroso dimitía junto a los vicepresidentes primero y segundo. Calderón quedó como jefe indiscutible de todo y a partir de ahí se dedicó a mejorar los pronósticos más optimistas: concurrió sin rivales a las elecciones de marzo del 64, logró financiación para retomar las obras junto al Manzanares, consiguió una prórroga que permitiera al equipo seguir disputando encuentros en el Metropolitano, hizo al Atleti campeón de liga (tras 15 años sin alzar el título), fundó un potente filial (el mítico Madrileño), potenció las demás secciones e inauguró el nuevo estadio pese a la férrea resistencia del alcalde Arias Navarro. En 1969, el socio 650 logró la aclamación total de la asamblea cuando propuso que la nueva casa rojiblanca (con tres años ya de uso, pero aún en obras) llevara el nombre de Vicente Calderón. El aludido exigió que aquello no sucediera hasta el término definitivo del recinto, circunstancia acaecida de forma oficial un 23 de mayo de 1972, con encuentro internacional entre España y Uruguay. Ya no se llamaría más «Estadio del Manzanares». Jesús Obregón fue vicepresidente durante algún tiempo e incluso llegó a adelantar cantidades para la compra de futbolistas.

 

Foto: FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA

Su mandato debe dividirse en dos épocas bien diferenciadas: la primera (1964-1980) muy exitosa, llena de energía y caracterizada por competir a la par con Real Madrid y Barcelona; la segunda (1980-1987), más débil y envuelta en una leve atmósfera de aristocracia decadente. Si la inicial fue refrendada por ligas, copas y grandes logros internacionales (como la Intercontinental del 74), en la siguiente contó el Atleti con muy buenas plantillas aunque no tan poderosas como las disfrutadas durante décadas anteriores. Calderón retornó en 1982 tras un breve reinado del doctor Cabeza que finalizó con hecatombe financiera e institucional. El médico forense casi certifica la muerte de la entidad a base de poner en duda la honradez de los árbitros, de romper todo tipo de relación con instituciones futbolísticas, de sufrir querellas y continuas inhabilitaciones. Dimitió cuando los directivos decidieron dejarle solo y ya no había esperanza para él. Don Vicente afrontó la difícil tarea de recuperar el prestigio del club, contar las telarañas de la caja fuerte y aparecer como hombre de paz y diálogo aunque acaudillara a una afición guerrera, marchosa, de amores exagerados y tormentosos desafectos. Al retornar, Calderón construyó equipos con notable presencia de canteranos, alzó dos nuevos títulos, fundó un bingo colchonero (negocio entonces muy de moda) y programó partidos a las 12 la mañana por sólo 20 duros: «El mejor fútbol al mejor precio». Usó la inteligencia y la diplomacia.

En total, el gran presidente levantó cuatro ligas, cuatro Copas, una Supercopa y una Intercontinental; además, la sección de balonmano conquistó 15 títulos, el club alcanzó la cifra de 50.000 socios y arribaron futbolistas de tanta calidad como Luis Aragonés, José Eulogio Garate, Heredia, Ratón Ayala, Leivinha, Pereira, Dirceu o Hugo Sánchez.

«Calderón, vete a la Miera»

Muy pocos hinchas colchoneros osaron criticar a Calderón, ni siquiera alguien tan poco domesticado como el líder de Glutamato Yé-Yé, Iñaki, que -además de lamentar que Todos los negritos tienen hambre y frío– compuso aquel Socio del Atleti basado en el legionario Novio de la Muerte. El excéntrico Iñaki, con ese bigotillo que nos resulta familiar y desconocemos dónde lo vimos antes, confesó en La bola de cristal ser amigo de los bigotes porque don Vicente portaba uno. Sin embargo, la hinchada se había acostumbrado al más exquisito de los caviares y el presidente decidió marcharse tras aguantar abucheos y gritos de «dimisión, dimisión» después de caer por 1-2 frente al Dínamo de Dresde en copa de la UEFA, temporada 79/80. También soportó severas críticas por traspasar a Hugo al Madrid, y eso que delantero y Barça ya habían llegado a un acuerdo total e incluso lo celebraron comiendo en un restaurante mexicano, pero Terry Venables (entrenador blaugrana) decidió desmontar la operación para quedarse con Archibald. Por último, en zonas cercanas al estadio aparecieron pintadas de «Calderón, vete a la Miera» como protesta ante el fichaje de un entrenador con aspecto melancólico y pasado madridista. Corría 1986.

Aunque el mandatario fuera como un padre con los suyos, nunca le tembló el pulso si se trataba de defender al Atleti. El mítico Adelardo, yerno de don Vicente, reconoció que le perjudicó «en alguna cosilla»; Juanjo Rubio, punta izquierda durante 11 temporadas, imploró por que el club aceptara una suculenta oferta del Barça y así él podría marcar goles junto a Diego Armando Maradona. Calderón no transigió

Todo terminó tres días antes de que irrumpiera la primavera del 87. La muerte le abordó con 73 años, cuando iba a presentar su candidatura a unas elecciones inminentes. Habían transcurrido pocas jornadas desde que, como último gran servicio al club, se trasladara hasta Brasil para firmar a un grandísimo centrocampista llamado Ricardo Rogerio de Brito y conocido como Alemao. Pronto desparecerá el querido templo -con su nombre arriba- y ya no podremos divisarlo o intuirlo desde nuestro paseo de los Melancólicos ni desde los jardines de doña Concha Piquer ni desde el Gran Capitán ni desde ningún punto de Arganzuela. Lejos, casi al otro lado de la ciudad, continuará resonando ese «al estadio Vicente Calderón» contenido en un himno donde late el trágico amor por las rayas colchoneras. La tribu nunca dejará de cantarlo.