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Que a Enrique García-Máiquez le ha entusiasmado la serie Shtisel lo prueba el artículo que sigue, que no es uno solo, son tres: una breve introducción, unas observaciones en semiabierto y un tercer texto para leer solo después de haber visto las tres temporadas de la serie.

I- Versión breve

Éste será el artículo más largo que escriba para Centinela y, si usted quiere, el más corto: ¡vea Shtisel! Ya.

Si usted sigue aquí, opta por la versión larga. Aun así, si no ha visto aún la serie, yo le recomendaré que se quede a medias. En general, no le tengo miedo al spoiler —ni siquiera si le llamamos «destripamiento», como piden los puristas—. Estoy más bien a favor. Pero para hablar de Shtisel lo evitaré como si fuese impuro… No quiero adelantarles casi nada esta vez porque no hablamos de giros argumentales ni de sorpresas, sino de misterios y de revelación. Una sorpresa apenas es la hermana frívola del susto, pero una revelación es algo sagrado. En la serie, aunque la trama parece deshilachada, no hay cabos sueltos, sino silencios muy significativos o descubrimientos finales.

Escribiré entonces, además de esta breve introducción, dos artículos largos. En el primero, apuntaré unas ideas generales, sueltas, casi aforísticas. El segundo será (¡Hic sunt spoilers!) solo para quienes hayan visto ya la serie entera. Señalaré ejemplos concretos.  Tampoco pretendo destripar nada, pero sí admirar aciertos narrativos o poéticos tan sutiles que pueden pasar desapercibidos.

Fuente: Netflix

II- Observaciones en semiabierto

La serie consta de tres temporadas y espero que no hagan ninguna más. Sería como si Dante le hubiese añadido una cuarta Cantica a la Divina Comedia contando su vida cotidiana de vuelta a Rávena. Curioso, sin duda; pero innecesario, y fatal.

Es imposible decir más de lo que dice el final de la tercera temporada. Es verdad que lo dijo Miguel Hernández: «Llegó con tres heridas./ La del amor./ La de la muerte./ La de la vida». Pero Shtisel, además, lo encarna en esos 10 minutos finales en los que deciden tomarse una gaseosa, y que se expanden en el pasado, en el presente, en el futuro. El amor, la muerte, la vida.

Parece una serie muy lenta. Yo mismo me pasmé, al principio. Pero es que en cada momento gravitan muchos tiempos. No es lentitud, es densidad. Pasa como en el jardín del amigo del conde de Rivarol. ¿Conocen la anécdota? El gran aforista francés va a visitar a un amigo, marqués o duque, exiliado en Inglaterra tras la Revolución Francesa. Al recibirle en su casita inglesa, el abochornado aristócrata se excusa por la estrechez del jardincillo, quizá comparándolo con el parque de su añorado château. Riverol le responde: «Sí, estrecho, pero —y apunta al cielo— qué alto». Lenta, sí, la serie, pero qué alta.

No proteste por la ausencia de doblez, digo, de doblaje. Yo lo hice y me arrepiento. Es una gran ventaja tener que verla en hebreo y yiddish con subtítulos en español. Por tres razones: una visual, otra musical y la última, lingüística. Es bueno que uno no pueda apartar los ojos de la pantalla, porque, si no, la lentitud podría tentarle al espantoso multitasking. Musicalmente, el hebreo termina resonando casi como una salmodia. Por último, estos ultraortodoxos hablando en español sonarían ridículos y, lo que es peor, falsos. Y no son ninguna de las dos cosas.

Dios es un personaje más de la serie. En justicia, tendría que salir en los títulos de crédito. Y no como secundario o estrella invitada. Es protagonista. El argumento se abre para que Dios actúe (en los dos sentidos de la palabra). Pero como Dios no puede no ser verdad, su presencia en la ficción (y ahora hablo en general, pensando también en algunas novelas) transforma la narración en sacramento. Cuando se asiste a ese atisbo, uno se pregunta cómo es posible que algunos novelistas o guionistas renuncien a intentarlo. Shtisel lo consigue.

Con los muertos pasa tres cuartos de lo mismo. Son personajes de la trama, pero mucho más reales que si fuesen vivos representando a vivos. La muerte les ha desnudado de su condición de actores.

Fuente: Netflix

La figura del padre. Atención ahí, porque Shulem Shtisel ni se idealiza ni se satiriza. Y qué juego da la autoridad (mezclada, no agitada) con el amor. En estos tiempos de tanta confusión sobre la institución paterna, esa figura tan compleja (impresionante, ridícula, trágica, tierna, irritante, entrañable, severa, cómica…) es de una pieza. Daría para un curso intensivo.

La paternidad bien entendida empieza por uno como hijo.

Del papel de la madre judía ya veníamos avisados por Woody Allen. Aquí la vemos también como esposa, que también tiene lo suyo de sobreprotectora. Y como fantasma, todavía amorosa hasta el desvelo. Y como abuela. No todo son peculiaridades culturales, sino que hay universales. La abuela Shtisel trae a la memoria a la condesa viuda de Graham de Downton Abbey.

Cuánto se come en la serie, y regular desde la óptica de los buenos modales. Claro que después de tantas bendiciones, purificaciones y comida kosher, se entiende que ya han tenido normas de sobra como para andarse ahora con chiquitas. Los anglicanos, en cambio, hacen una cuestión moral del uso correcto de la cucharilla del café.

Otro defecto divertidísimo que tienen es lo mucho que se mienten. No paran. Para ocultar secretos familiares y, sobre todo, para que nadie de la calle piense que alguien de la familia no ha contado algo en casa. Al principio choca mucho hasta que descubres que viven en dos planos, el de la verdad, donde actúa Dios y la familia; y el otro, que bueno, ahí vamos tirando… En el fondo, las mentiras subrayan una verdad que subyace, intocada. Solo el humor salta de un lado a otro.

El dinero es un curioso personaje secundario. Sale constantemente, pero siempre en un segundo plano.

Fernando Muñoz ha destacado lo guapas que están las mujeres sin maquillar, aunque mejor dicho: «Los rostros delicadamente desvestidos de la forma común del maquillaje». Ha visto lo bien que les sienta a todos su desapego de los bienes de consumo. No son comentarios de paso o superficiales, van directos al fondo. Del amor y el matrimonio, con lo que me gusta hablar a mí, también lo ha apuntado todo muy bien Muñoz.

Fuente: Netflix

Si usted tiene una vocación artística, Akiva Shtisel es su epítome. La serie retrata perfectamente la inspiración, pero también la servidumbre. Fuera de ahí (en su caso de la pintura) se nos ahoga y no consigue expresarse bien ni entregarse a nada. Su relación con los retratos de las mujeres que ama o puede amar es un prodigio. Solo con eso hay para dar otro seminario o conferencia sobre arte (y vida).

La metapoética de la pintura (y el arte) no se agota en los retratos. Están las tremendas tentaciones de hacer cualquier cosa para salir del paso, tirando de oficio. Quien las probó las sabe. Puede que yo esté fracasando en mis intenciones y que usted no vaya a ver Shtisel. Bien, lo siento, pero no se lo voy a tener en cuenta. Al revés: le voy a pagar la atención que me ha prestado hasta ahora. No puede irse sin este cuento jasídico que nos ofrecen en la tercera temporada para juzgar la diferencia entre el arte y lo que no lo es. Llega un tipo al dueño de un circo y le pide trabajo. «¿Qué sabe hacer usted?», le pregunta. «Solo sé imitar a los pájaros», responde. «No es gran cosa», dice el empresario, pensando que eso de silbar como las distintas especies lo hace muy bien mucha gente. «Bueno, vale», dice el hombre, y se marcha volando por la ventana. ¿Silbas o vuelas?, tenemos que preguntarnos, ay.

Un amigo me comentó que viendo Shtisel se sentía profundamente hermanado con los ultraortodoxos. Yo también, pero ¿en qué? En muchas cosas —ritos, normas de piedad, relación irónica con el mundo, arraigo a un pequeño espacio geográfico, amor por la palabra, obsesión por el estudio…— pero en una cosa especialmente. ¿La culpa? Sí, la culpa está muy presente y yo, como buen ortodoxo de lo mío, la siento cada día; pero hablo del perdón.

En Shtisel hay perdones de todos los tamaños, y de todas las categorías: de ida y vuelta, cruzados, tácitos, entre hermanos, padres, hijos, maridos, vecinos… Son profesionales de perdonarse. Es lo que mejor hacen. Al final, entre la culpa y el perdón hay una relación análoga a la que rige entre la mentira y la verdad. Dos mundos casi paralelos, pero uno muy superior.

Este diálogo. Dice el hijo: «Ya he hecho lo suficiente». Responde el padre: «Eso —’lo suficiente’— no existe».

Hay algo que en la serie no sale y la permea: el sacrificio.

III- La poesía de la serie (para leer después de verla)

Fuente: Vertigomag

Akiva Shtisel, a lo largo de las tres temporadas, se enamora varias veces, y siempre con verdad, pureza y emoción. Un español recuerda la novela Rosa Krüger de Rafael Sánchez Mazas. En ambos casos, la cadena de enamoramientos conlleva una implícita escala de perfección. Racheli Warburg es la última y es la poesía más alta, la Beatriz de Akiva; en parte porque es, a la vez, la más vulnerable.

Una imagen bellísima la retrata: la dama de noche. Esto es, la flor, insignificante durante el día, que durante la noche se abre y da el perfume más dulce imaginable. Dama de noche, Rachelli, que aparece en el momento más oscuro de Akiva. Pero todavía hay mucho más en esa imagen poética. Con cuánta delicadeza se simboliza en la flor el trastorno bipolar que ella sufre. Estremece de exactitud, de belleza, de esperanza.

Ese trastorno, que solo se nos revelará bastante después, nos regala una verosimilitud retroactiva. ¿Era creíble que una chica guapa, culta y rica se casase con un pintor en crisis casi desconocido, alelado, pobre y borrachuzo, por mucho talento que le adivine y mucho encanto que supure y mucha lástima que le dé? No. Pero si es una chica bipolar, como sabremos después, y está en un momento de entusiasmo, entonces todo encaja, y por eso se compra el traje y propone el viaje a Rusia. Se restaura la verosimilitud y se apunta, sobre todo, a una verdad secreta: Dios escribe derecho con renglones torcidos. Su enfermedad era inesperado instrumento de salvación.

Otro descubrimiento muy a posteriori: la razón por la que Racheli amaba el cuadro de Akiva Shitsel. Cuando yo hablaba del sacrificio como el tesoro oculto de la serie, pensaba en revelaciones como esta. Recordemos que ella está dispuesta a desprenderse del cuadro que tanto bien le hace porque se lo pide Akiva, que todavía se queja de que resulte relativamente reticente —porque Akiva no sabe lo que el cuadro supone para ella, como nosotros aún no lo sabíamos… Porque es así, en Shtisel hay que huir de los spoilers—.

Otra imagen poética. Racheli dice que el corazón tiene cuatro cavidades, de forma que le caben distintos amores. Lo dice porque a ella le basta con ocupar una cavidad del corazón partido de Akiva, como a la cananea le bastaba —como a los perrillos— con las sobras que cayesen de la mesa. Hay un amor muy absoluto en ese conformarse con lo que toque, que conmueve por completo.

Fuente: Netflix

Seguiría hablando de Racheli (cuánto va a ayudar a la carrera y a la formación pictórica de Akiva, qué retratos le inspirará cuando esté más hundida, qué alegrías cuando esté bien, cómo se sobrepondrá por la niña, etc. ¡Por Dios, que no hagan una 4ª temporada que no hace falta ninguna, que ya nos lo imaginamos todo!). Pero me estoy alargando, lentamente como la serie, y todavía no he hablado de Lippe Weiss.

Lamento no conocer las costumbres ortodoxas para saber si ese tic suyo de tocarse continuamente los tzitzits [que son recordatorio, recuerden, de los mandamientos de Dios] es un gesto devoto institucionalizado o un tic común entre ultraortodoxos o un recurso cinematográfico brillante para retratar con precisión al hombre. Pero ahí está él, finalmente religioso como el que más, llevando sus dudas y sus inseguridades de un modo agónico hasta el más inesperado altar. Con todas sus debilidades, siempre se pone al lado de sus hijos para defender sus amores, y acierta al hacerlo, y lo hace, además, sin dejar atrás a su mujer. Solo por ver a Weiss de rodillas en un aparcamiento de noche, rezando con el alma rota, merece la pena ver las tres temporadas, capítulo tras capítulo, hora tras hora, en hebreo, hasta la última. Hay muchas cosas más, por supuesto, pero, aunque no las hubiese, esa escena, sí; y ese ejemplo.