La apertura del primer McDonald’s de Italia en 1986 generó una gran crisis nacional. Muchos de los artistas de la época alzaron su voz frente a la modernidad estadounidense que amenazaba las tradiciones culinarias de uno de los países con más cultura gastronómica del mundo. La primera franquicia de los arcos dorados se instaló en el corazón histórico de Roma, junto a las escalinatas de la Plaza de España. La ciudad se dividió en dos.
Por un lado, aquellos que pensaban que ciudad eterna estaba siendo humillada por la vulgaridad de la nueva primera potencia mundial. Y por otro lado, estaban los romanos que no podían resistirse a la novedad de esas hamburguesas que veían en las películas y series de la televisión.
La resistencia a McDonald’s actuó en todos los frentes. Las autoridades dijeron que no tenía la licencia de construcción en orden, el mundo de la cultura clamó contra la “americanización de Italia”, los políticos advirtieron sobre el previsible deterioro del centro histórico y los vecinos se quejaron del ruido y del olor insoportable. La manifestación de protesta a las puertas del establecimiento fue multitudinaria. Entre los opositores, un periodista italiano llamado Carlo Petrini, adoptó un enfoque distinto y se dedicó ofrecer platos de penne a los manifestantes. Mientras algunos se movilizaban solo contra lo que odiaban, él se movilizaba, sobre todo, por lo que amaba.
Sapore di Italia
Carlo Petrini había sido un activista marxista en el Partito di Unità Proletaria. En 1977, Petrini comenzó a aportar artículos culinarios a los diarios comunistas Il Manifestto y l’Unità. Pero pronto rompió con esos ambientes asfixiantes. Petrini era un idealista que se cansó de sus camaradas porque para ellos parecía que los placeres de la vida eran incompatibles con el compromiso político y moral. A principios de los ochenta, Petrini empezó a darse cuenta de que las tradiciones culinarias de su Piamonte natal corrían el riesgo de desaparecer ante el rápido avance de la globalización. La cultura del campo y el estilo de vida rural iban camino de convertirse en antiguallas o rarezas exóticas. Petrini intuyó que la cultura de su pueblo estaba íntimamente relacionada con los alimentos que su gente cultivaba y comía.
Para Petrini y sus amigos el acceso a los productos naturales de la región no podía ser algo elitista reservado para unos pocos privilegiados. Todo el mundo debía poder disfrutar de la comida tradicional igual que lo hicieron sus abuelos. Como recoge Corby Kummer en su libro Los placeres del Slow Food, para la nueva organización “la comida buena y sencilla de la tierra y la bonhomía eran valores en sí mismos”. Petrini y su grupo “recelaban de los ‘revolucionarios moralistas’ y, peor aún, de cualquiera que no supiera reír”. Esta evolución de pensamiento demuestra que ni las áridas lecturas de Marx y Engels pueden secar del todo la alegría de vivir de los italianos.
El periodista acabó por aunar su vocación política y su amor por la gastronomía auténtica. Junto con algunos antiguos amigos de militancia, fundó una organización para protestar contra la McDonalización y para defender la riqueza y variedad de las mesas italianas. Así, el concepto Slow Food (comida lenta) nació por contraposición al fast food.
El movimiento lento crece rápido
El movimiento tuvo una enorme acogida y no paró de crecer. En 1989, Slow Food se convirtió en una campaña internacional con el objetivo de proteger los alimentos tradicionales y la biodiversidad agrícola en todo el mundo. Años después, en una entrevista en la revista Time Europa, Petrini declaró la misión de la comida lenta era “defender los productos y a los productores” y que, por eso, debían promover los alimentos “buenos, limpios y justos” para todos.
Ya en sus primeras fases, los impulsores del movimiento se dieron cuenta de que era imposible detener el avance de las cadenas de comida industrial simplemente con la denuncia del daño que causan a la salud, a los pequeños negocios, al ecosistema o a la riqueza cultural de las regiones. Para triunfar, debían ofrecer una alternativa más atractiva. Por ello, centraron sus esfuerzos en mostrar a la gente por qué la actitud lenta hacia la vida es más sensata, más divertida, más humana.
Hoy en día el movimiento Slow está presente en 160 países. Cuenta con un millón de seguidores, 100.000 socios, 2.400 comunidades locales y 3.110 huertos en África. Miles de cocineros y restaurantes en todo el mundo se han adherido a la cocina lenta. La Fundación Slow Food apoya proyectos que defienden la biodiversidad y las tradiciones. Incluso tienen una universidad: la Universidad de la Ciencia de la Gastronomía.
Conservadores alternativos
Cualquier persona de derechas de toda la vida mira con recelo o con abierta hostilidad todo lo que suene a “eco”. La derecha mainstream ve en el movimiento verde un izquierdismo camuflado, una palanca más para atacar el principio de libre empresa o un caballo de troya new age. Algo así como el síndrome de la sandía: “verde por fuera, rojo por dentro”.
Y la verdad es que el Slow Food huele a “eco”. Sin embargo, para Rod Dreher (autor de La opción benedictina y ensayista conservador de referencia en Estados Unidos), el movimiento lento es la “quintaesencia de lo conservador”. ¿Por qué? Porque abraza la tradición, ensalza la diversidad frente al igualitarismo y la cultura de masas y nos invita a dedicar tiempo a disfrutar la vida.
En su libro Crunchy Cons (algo así como conservadores alternativos o kumbayas), Dreher desgrana la gran variedad de personas profundamente conservadoras que ha conocido en sus viajes y que están muy lejos de la caricatura del republicano como macho alfa belicista, defensor de Wall Street y obsesionado con el éxito económico. Dreher nos habla de reaccionarios montañeros y amantes de la naturaleza, fans de las armas y la comida orgánica, mamás que optan por el homeschooling, granjeros cristianos que forman cooperativas y neorrurales involucrados en tareas comunitarias. Para el autor, este ecosistema contracultural puede proporcionar las respuestas que necesita el pensamiento conservador para salir de su atolladero. Dreher cree que “el conservadurismo actual se preocupa demasiado por el dinero, el poder y la acumulación de cosas y está escasamente preocupado por la construcción de nuestro carácter individual y social”.
En el capítulo dedicado a la comida, Dreher defiende abiertamente la causa Slow Food y sostiene que un verdadero conservador debería estar más preocupado por el comercio justo que por el libre mercado.
Gran parte de este capítulo lo dedica a contar las historias de un puñado de ganaderos orgánicos y sus opiniones sobre por qué creen que su producto es más saludable, más sabroso y mejor que la carne procesada industrial. Por ejemplo, Dreher nos habla de Robert Hutchins, un ranchero de Texas que vive en una granja con su mujer y doce niños. Confiesa que le gusta escuchar en la radio emisoras conservadoras mientras trabaja. El ganadero dice que “criamos nuestro ganado de forma natural y solo les damos de comer lo que fueron diseñados para comer. Fueron creados solo para comer ciertas cosas, con sus estómagos de rumiantes: pasto y forraje. No fueron creados para comer grano, así que les dejamos comer lo que se supone que deben comer”.
Pero el granjero tejano no se queda ahí. Nos confiesa que “la verdadera motivación filosófica detrás de por qué hacemos las cosas de esta manera es porque somos cristianos. Nos llamarían cristianos evangélicos, y probablemente también fundamentalistas. Tratamos de que nuestras vidas sean coherentes con lo que entendemos de las Escrituras que sería un estilo de vida que honra a Dios.”
Aunque parezca sorprendente, Hutchins forma parte del convivium (agrupación local de Slow Food) de Dallas. Allí han formado una comunidad variopinta de gente dedicada a la agricultura sostenible y a pequeña escala. En la agrupación se reúnen personas con sensibilidad de izquierdas y de derechas. Muchos de sus compañeros han optado por ese estilo de vida movidos por razones ecológicas de tipo secular o panteísta, pero otros tantos están ahí por sus convicciones religiosas. Según explica el granjero de Texas, hay muy buena convivencia entre todos ellos y muchas veces se siente más comprendido por sus colegas de izquierdas que por la mayoría de los republicanos mainstream. Este diálogo honesto entre verdes que respetan las tradiciones y azules que defienden la naturaleza puede ser el inicio de una nueva alianza en el futuro.
Un nuevo paisaje
“Políticamente hablando, nos solíamos alinear con el centro izquierda, aunque en este momento no nos decantamos por ninguna ideología concreta”, declara Alberto López de Ipiña, consejero internacional de Slow Food en España. Oficialmente el movimiento Slow Food es apolítico y transversal. No obstante, la mayoría de sus líderes históricos se sitúan (legítimamente) en la izquierda política. En concreto, en la izquierda ecologista o altermundista. Sin embargo, probablemente los “valores del campo” y, por tanto, el fenómeno Slow Food, pensado hasta sus últimas consecuencias, es más coherente con una cultura conservadora o tradicional.
No sé hasta qué punto los marxistas desencantados están adecuadamente pertrechados para recuperar y proteger el campo, su gastronomía y su ritmo de vida. Posiblemente no puedan completar el proceso de reversión de los errores cometidos en el pasado hasta que no recuperen la visión trascendente del hombre. Y aquí van a necesitar a los conservadores alternativos. Nuestros antepasados que trabajaban el campo llevaban dentro el respeto a un orden natural y la añoranza de un mundo bien hecho. Esta cosmovisión iba mucho más allá de la búsqueda de una vida sencilla y el respeto al medio ambiente, propias del pensamiento ecologista a secas. El vínculo tradicional del hombre al campo se basaba en un amor fecundo a la tierra de sus padres y también en una fe heredada que daba a sus comunidades un sentido de unidad y de trascendencia. Las recetas culinarias formaban parte de la identidad de cada pueblo y se transmitían de generación en generación. Pero la cultura gastronómica no terminaba aquí. Y es que no podemos olvidar que nuestros abuelos bendecían la mesa.
El postre: reflexión final
La batalla cultural de la gastronomía probablemente no deba llevarnos al talibanismo de sostener que las cadenas de comida rápida deban ser erradicadas. A todos nos puede apetecer un día ir al cine y comer una hamburguesa. Es simplemente una cuestión de proporción. Simplemente, no es deseable que ese sea el modelo de comida y establecimiento que marque el tono de nuestras sociedades.
Carlo Petrini, que a día de hoy se posiciona en el centro izquierda y considera que San Francisco de Asís es el italiano más importante de la historia, soltó esta bomba en una entrevista: “Estoy convencido de que las tradiciones, sin falsas nostalgias, son la manera más moderna y revolucionaria de enfrentarse al futuro. Hemos cometido el error de prescindir de las tradiciones y los saberes tradicionales unidos a las dificultades del pasado, pero esto es como confundir la hierba con la maleza. Al contrario, contienen mucha sabiduría y muchos aspectos prácticos que son plenamente útiles y compatibles con un estilo de vida más sobrio, ecológico y democrático”.
Un conservador podría levantarse y aplaudir ante estas palabras. A mí eso de las tradiciones sin falsas nostalgias me suena al último reparo de un antiguo militante marxista antes de reconocer el tesoro que encierra el tradicionalismo. Pero, en el fondo, es una objeción muy legítima y asumible por un conservador. A fin de cuentas, también Chesterton decía eso de que “la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego”.
Hay una izquierda que, después de un largo proceso evolutivo, ha sabido romper con el marxismo y abrazar lo bueno de la tradición y el campo. Puede que sea hora de que surja otra derecha que sepa romper con la lógica del beneficio y la globalización para abrazar lo bueno del movimiento de defensa del territorio y la naturaleza. Más allá de la modernidad del fast food, hay un espacio de encuentro para los post-modernos y los anti-modernos.
Como decía Chesterton, “para el ortodoxo, siempre habrá motivos para la revolución, porque toda revolución es una restauración”. No es extraño que el inglés siempre defendiera el buen humor, la alegría ante la vida y “la institución de la chuleta y la cerveza”. El movimiento lento es bien recibido por los conservadores alternativos. Abran paso a la contrarrevolución tranquila.