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Lo primero que hay que decir de ‘Sonido de libertad’ (Sound of freedom), la película del mexicano Alejandro Gómez Monteverde que se estrena hoy en España, es que es un relato excelente. Dramáticamente sólida, emocionalmente sobria, sin caer en excesos sentimentales, y narrativamente muy eficaz, entretenida incluso, porque toda la historia es una búsqueda que da pie a una intriga y una variada gama de peripecias.

Es, además, una película necesaria, porque denuncia una realidad de la que se habla muy poco, incluso en los medios informativos: el secuestro de menores para trata sexual. Un problema mucho más grave de lo que imaginamos, con millones de niños esclavos repartidos por el mundo. ‘Sonido de libertad’ denuncia esas redes de pederastia que roban, o captan, niños del tercer mundo para ofrecerlos luego a occidentales pudientes, o simplemente a quien pueda pagar. Y lo hace con una delicadeza y buen pulso más que meritorios.

UN FENÓMENO INESPERADO

La película viene precedida de su condición de fenómeno social, por el éxito sorpresa alcanzado en Estados Unidos. Allí ha logrado una taquilla inesperada, casi inconcebible para una película sin promoción, superando incluso a ofertas tan taquilleras a priori como la última entrega de Indiana Jones. Viene rodeada también de muchos mensajes confusos sobre el supuesto boicot de que habría sido objeto, algo lo que ha sido muy matizado por los productores. Lo que sí es cierto es que ha resultado una obra difícil de sacar adelante y de estrenar, pues, una vez terminada, tardó cinco años en llegar a las salas de cine.  Y es también una historia por la que, hasta ahora, no se han interesado las grandes plataformas de distribución (Netflix, Amazon, Disney…) lo que no tardará en cambiar, a la vista de su impactante respaldo popular.

Sin embargo, sí pueden detectarse algunos rasgos de ‘El sonido de la libertad’ que explican por qué ha despertado escasa, o tibia, simpatía en los medios cinematográficos de izquierda. En primer lugar, habla de pederastia y no aparecen sacerdotes, lo que, sin duda, es un pecado imperdonable, si se me permite la ironía. Se me dirá que está basada en hechos reales y que en la historia que da pie a la película no había religiosos involucrados, pero eso nunca ha sido un obstáculo para los guionistas progresista. Que ‘Sonido de libertad’ no meta a ningún religioso con calzador en su historia la delata, sin duda, como una película ‘de derechas’.

Es, además, una obra que no se somete tampoco a las recientes servidumbres de la ideología de género. El protagonista es un varón, un agente dedicado a desenmascarar pederastas, que un día decide dar un paso más allá e intentar salvar a los niños que estas redes utilizan. En su camino es ayudado por otros tres hombres, y los guionistas no se inventan a ninguna mujer policía o heroína para equilibrar el relato conforme a las exigencias de las cuotas. También esto la pone en evidencia como producto contracultural, ajeno a las arbitrarias exigencias de lo ‘woke’.

Pero lo que convierte definitivamente a ‘El sonido de la libertad’ en una película ‘sospechosa’ es su desdén por la ideología. Tim Ballard, el protagonista, afronta su aventura, en la que pone en peligro su vida, por motivaciones de conciencia, no por ningún compromiso político o social. Y, por si fuera poco, esa conciencia obedece a un impuso religioso, que el propio Ballard enuncia en una conversación con quien será su cómplice: «Los hijos de Dios no están a la venta». Una motivación religiosa que la película entera hará suya, de algún modo, en la canción de cierre, un tema coral de evocación cristiana que repite una y otra vez esa misma frase reveladora: «Los hijos de Dios no están a la venta».

Podría decirse que en ‘Sonido de libertad’ la conciencia es la verdadera protagonista. Es ella la que lleva a los personajes principales -y con ellos, al espectador- a plantearse preguntas incómodas, como si es posible conformarse con encarcelar a unos cuantos consumidores de pornografía infantil sabiendo que miles de niños (millones en realidad) siguen sexualmente esclavizados en el mundo. Es ella la que nos interpela a asumir riesgos en favor de desconocidos, incluso jugándonos la propia vida. Y es la conciencia, también, la que nos lleva a ver en los rostros de esos niños anónimos los de los propios hijos. «¿Y si la cama vacía fuera la de uno de los nuestros?», le dice Tim a su mujer (Mira Sorvino), que comprende y respalda su inquietud. En ‘Sonido de libertad’ esa conciencia provocadora sugiere la presencia de Dios, incluso antes de nombrarlo, pero, sobre todo, pone en el centro un vínculo entre seres humanos que va más allá de la política y la justicia social, para sostenerse en un lazo trascendente.

Que la película desdeñe la ideología no significa que desprecie la dimensión social del problema que aborda, ni la capacidad de la propia película para contribuir a su posible solución. Jim Caviezel, el protagonista, que interpretó también al Jesús de ‘La Pasión’, de Mel Gibson, explica, en un alegato final a los espectadores, que los contadores de historias son los personajes más poderosos del mundo porque tienen la capacidad de impulsar el cambio social a través de sus relatos. Lo sabemos muy bien. Vivimos, de hecho, en una época en la que cada relato audiovisual parece concebirse a sí mismo desde esa perspectiva. Pero hasta ahora ese impulso al cambio se ha ceñido a un limitado número de asuntos. Pero Caviezel le explica al público que quiere ampliar el registro. Por eso, pide su colaboración para difundir la película con el boca a boca. El objetivo es ambicioso: que ‘Sonido de libertad’ «pueda convertirse en ‘La cabaña del tío Tom’ de la esclavitud moderna».

UNA OBRA QUE VA MÁS ALLÁ DE LO OBVIO

La película de Monteverde -que ha sido producida por el actor mexicano Eduardo Verástegui, y en la que aparece Mel Gibson como uno de los productores ejecutivos- es también una historia familiar. Todo comienza con una humilde familia de Honduras, pobre pero feliz, rota por la intromisión de las mafias, que roban a sus dos hijos para prostituirlos. Y toda la peripecia narrativa no es otra cosa que el afán de recomponer esa familia, devolviendo esos hijos a su padre. Y recuperando por el camino la alegría de vivir, expresada en los cantos espontáneos de los niños. Unos cantos que enmudecen cuando se ven sometidos a la vejación de las mafias. Es el ‘sonido de la libertad’ al que alude el título.

Todo el relato está guiado, además, por un pudor que podríamos denominar ‘clásico’, el que era habitual en las salas hasta que la irrupción de los nuevos cines, hace medio siglo, convirtió en virtud la exhibición explícita del sexo o la violencia. Nada de eso hay en ‘Sonido de libertad’. La historia sugiere lo suficiente como para que no haya dudas sobre la naturaleza sexual del trato al que son sometidos los niños, pero no muestra nada. No hay morbo alguno aquí, ni afán por lo gore, o disfrute con la sangre.

Una escena ejemplar, quizás la más brillante de la película, fílmicamente hablando, encarna a la perfección esta filosofía. Tim Ballard está a punto de rescatar a Rocío, la hermana de Miguel, con la que comienza la historia, y para ello sospechamos que deberá matar a Alacrán, el delincuente que la ha comprado. Tim le sugiere con gestos a Rocío que cierre los ojos, para ahorrarle la visión de la violencia que está a punto de estallar. En ese momento el director decide asumir el punto de vista de la niña, que cierra y abre los ojos de forma intermitente, con lo que el espectador se enfrenta a una visión entrecortada de la escena, en la que a veces ve y a veces no, sometida su mirada a fundidos en negro que le esconden parte de lo que está pasando.  Es una narración intermitente, en la que se oculta más que se muestra, lo que resulta tener una imprevista eficacia emocional. Como siempre supieron los clásicos, muy a menudo, sugerir es mucho más eficaz que mostrar.

También por esto ‘Sonido de libertad’ es una película que merece la pena. Porque permite recuperar ese pulso de las películas de antes, de cuando importaban las emociones, los rostros, los diálogos y las situaciones, cuando los realizadores entendían que su labor consistía en ir más allá de lo obvio.