¿Puede haber felicidad plena sin un otro con el que compartir la existencia? La hermosa última película de Wim Wenders nos ofrece una respuesta ambigua
‘Días perfectos’ (Perfect days), la delicada y entrañable última película del cineasta alemán Wim Wenders (‘Cielo sobre Berlín’, ‘París, Texas’) nos confronta con una pregunta que no puede ser más actual y adecuada al desasosiego de nuestro tiempo: ¿En qué consiste la buena vida?
Las imágenes de esta obra peculiar no se limitan a resucitar el ya viejo debate que suscitara Erich Fromm con su libro ‘¿Tener o ser?’, sino que van más allá. Hace ya mucho que sabemos que los bienes materiales no nos dan la felicidad -aunque sigamos obsesionados por acumular más y más- pero en los últimos años se ha impuesto una nueva realidad, que podríamos denominar como ‘sobreestimulación’, que nos desarraiga de la existencia y nos lleva a vivir en el barniz de la vida, deslizándonos sin rumbo por el brillo de sus espejismos.
La película de Wenders no pierde el tiempo en diagnosticar los males de nuestro mundo -aunque ahí están, a la vista- sino que parece optar por ofrecernos una posible salida. Durante la primera mitad de la película se nos muestra la vida de un hombre que aparenta estar bien instalado en una existencia sencilla, despojada materialmente, y con un trabajo que pocos considerarían envidiable: limpiar los retretes públicos de Tokyo. En esa primera hora de ‘Perfect days’ se nos introduce en una existencia que bien podríamos considerar ejemplar desde la perspectiva del “vivir consciente” que abanderan el zen y las metodologías inspiradas en él, como el ‘mindfulness’.
El señor Hirayama (excelentemente interpretado por Koji Yakusho, premio al mejor actor en Cannes) se nos presenta como alguien que vive el presente, desde que se levanta hasta que se acuesta: cuando se asea, cuando humedece sus plantas, cuando se deleita con la contemplación del sol al salir de casa, o cuando escucha música en el coche camino al trabajo. También, por supuesto, cuando ejecuta meticulosamente su labor profesional, o cuando contempla los árboles en el rato que dedica a su almuerzo. Su vida es repetitiva, ordenada, contiene sus pequeños rituales (el baño, por ejemplo) y las dosis necesarias de enriquecimiento personal, como la lectura de poesía todas las noches antes de acostarse. Hirayama es un hombre que vive solo y que no tiene demasiada relación con los demás, pero no es un narcisista, ni un huraño que rehúya el contacto con las personas. Al contrario, cuando el encuentro surge, se entrega a la relación con el otro con la misma conciencia plena con la que lo hace todo. Simplemente, no busca a los demás (como tampoco parece buscar ningún objetivo especial en su vida): se relaciona con ellos amablemente en las ocasiones fugaces que la existencia le va proporcionando.
La mayoría de las críticas de la película parecen haberse quedado aquí, en esta primera parte, con su descripción de una vida despojada, pero aparentemente satisfecha. No negaré que comparto esa fascinación, pues la vida de Hirayama es una impugnación en toda regla de nuestro modelo de existencia. Mientras los demás nos pasamos media vida metidos en nuestra cabeza y nuestros pensamientos, viviendo en una realidad paralela a la que experimentan nuestros cuerpos, Hirayama parece estar unificado: está en lo que está, y percibimos una gran claridad y limpieza en su existencia. No parece haber ruido mental en su día a día.
Pero la película no se agota aquí. Y, aunque es probable que la idea principal de Wenders haya sido la de proponernos un contra modelo social adecuado para nuestro tiempo (como en tantas otras de sus películas, pobladas por seres solitarios ajenos a las convenciones sociales), el desarrollo de ‘Perfect days’ hace aflorar grietas por las que se cuelan otras posibles reflexiones y preguntas. Una de ellas, sorprendentemente ausente en la mayoría de los comentarios de la película, es si puede haber una vida feliz sin un otro. El creciente peso de la soledad en las sociedades occidentales quizás explique por qué ya tantos ni siquiera se hacen la pregunta; quizás prefieran creer que es posible ser un solitario feliz, encerrado en un castillo de convenciones y rituales repetidos.
Pero ¿es esto verdaderamente lo que la película plantea? Sin entrar en los juicios de intenciones -bien poco interesantes por otra parte- apuntaremos dos elementos relevantes de ‘Perfect days’ que, a mi entender se han infravalorado, cuando no ignorado, en la mayoría de las críticas. El primero es el magistral plano final de la película (con todo lo relevante que es el cierre de una obra artística) que nos muestra en el rostro de Hirayama una sucesión de emociones en las que, sobre el bajo continuo de la feliz satisfacción de que ha hecho gala a lo largo de toda la película, irrumpen gestos de tristeza e incluso amagos de llanto. El modo como Koji Yakusho introduce todos esos elementos sin dejar de mostrarnos el ‘rostro feliz’ al que estábamos acostumbrados, es simplemente prodigioso. Y lo que nos revela contradice el exceso de optimismo que se ha volcado en los comentarios sobre la película: su vida no es en modo alguno perfecta; es una existencia con fallas, con grietas, y con heridas profundas.
El segundo elemento es también relevante, pues apunta nada menos que a la canción que inspira el título de la película: ‘Perfect day’, de Lou Reed. Una canción que nos habla de la belleza de lo cotidiano y de lo sencillo, como la propia película de Wim Wenders, pero con una diferencia sustancial: Para Reed, todas esas vivencias que describe conforman un día perfecto sólo porque han sido compartidas con alguien al que se ama. Justamente lo que echamos en falta en la ordenada vida zen del señor Hirayama.
El propio Wenders parece ser consciente del problema, pues en la segunda parte de la película introduce en la vida de su protagonista a una sobrina que se ha escapado de casa y que se queda a vivir con él, aunque hace años que no se ven. Pese a las estrecheces a las que le obliga su presencia, la vida del humilde limpiador de retretes parece elevarse fugazmente a otro nivel. Su sobrina le acompaña a trabajar, comparte su almuerzo, así como la fascinación por los árboles. Participa de sus ritos y de su vida, y lo hace con curiosidad y satisfacción. Esos efímeros días sí que podríamos considerarlos casi perfectos, pues, aunque no estén compartidos con un ser amado, con una pareja, sí son compartidos con otra persona querida, y con una, además, que es parte de su vida, como familia próxima.
Ha salido al fin el tema de la familia. El cine de Yasujiro Ozu, que el propio Wenders reconoce como inspiración para su trabajo, ya contaba a mediados del siglo pasado la crisis de la institución familiar en Japón, y la nostalgia por un modelo que empezaba a deshacerse. En ‘Perfect days’ vemos el desenlace de ese proceso. Un breve apunte nos permite descubrir que Hirayama seguramente procede de una familia pudiente (lo que contrasta con la vida que ha elegido) con la que no tiene contacto. Incluso se intuye la existencia de una relación traumática con el padre en el pasado, aunque no se den detalles. Lo que sí vemos es a nuestro amable limpiador rechazar la posibilidad de ir a ver a su progenitor, pese a ser advertido por su hermana de que su salud está muy deteriorada.
Quizás Wenders crea que la vida que Hirayama representa puede ofrecer una salida al hombre contemporáneo -quien, además de vivir solo, está descentrado y desorientado, desconectado de su propia existencia- pero no ignora que la vida de su protagonista tiene heridas profundas. Y, como mínimo, nos permite a los espectadores pensar si puede haber una vida plena desconectado de los lazos familiares y sin una complicidad con los otros que vaya más allá de los encuentros ocasionales e imprevistos. Porque no perdamos de vista que tampoco nuestro hombre se caracteriza por gozar de lazos de amistad hondos que compensen el vacío afectivo.
Una de las señales culturales más inquietantes de nuestro tiempo es cómo los relatos más serios, los más ambiciosos -aunque también muchos de los más comerciales- nos hablan de la extraordinaria dificultad que tenemos los seres humanos para comprometernos con el otro, y especialmente si se trata de una relación afectiva de pareja. El insistente, casi dogmático, afán de independencia que exhiben los hombres y mujeres que protagonizan películas y series de televisión se convierte en un obstáculo en el que naufragan muchas historias afectivas, y en el que tropiezan gravemente otras muchas. Ante estos relatos, la sensación del espectador es de desazón: se ve enfrentado al desafío gigantesco de superar un campo de minas y trampas para acceder al otro sexo.
Pero ‘Perfect days’ no se queda aquí, sino que puede verse como muestra de una nueva fase del problema: aquella en la que, directamente, renunciamos a intentarlo siquiera, instalados en una vida apacible, aparentemente confortable de la que preferimos apartar las agitaciones amorosas. Y, si hemos de juzgar el espíritu de nuestro tiempo por lo que revelan la mayoría de los comentarios sobre la película, pareciera que estamos ya tan acostumbrados a la soledad que ni siquiera echamos de menos el amor. Aunque luego las lágrimas se abran paso en nuestro rostro, falsamente autosuficiente, en los momentos de más fiera intimidad.